María Rosenfeldt da nueva vida a la casa de Ouka Leele: “Allá donde esté mi madre, seguro piensa: ‘¡Qué bien lo habéis hecho!”
La diseñadora de moda, empresaria e ‘influencer’ y su pareja, el diseñador Alberto Gobbino Ciszak, viven en un piso entre burgués y bohemio en el centro de Madrid. Transformaron por completo la que había sido la casa de la madre de ella, la artista Ouka Leele. Pocos muebles, muchos objetos y obras de arte hicieron el resto.
Escribe Gaston Bachelard en su imprescindible La poética del espacio que “los recuerdos de las antiguas moradas se reviven como ensueños, ya que las casas del pasado son en nosotros imperecederas”. Y esa memoria es particularmente vívida y feliz en el caso del hogar que ha albergado nuestra infancia, pues esa casa inicial será para siempre “el primer mundo del ser humano”. El apartamento en el que hoy vive la diseñadora de moda, empresaria e influencer María Rosenfeldt es efectivamente su primer mundo, el que compartió hasta los 18 años con su madre, la artista Ouka Leele, pero para poder habitarlo de nuevo tras su muerte fue necesario hacer un pacto con su pareja, el diseñador Alberto Gobbino Ciszak. “Haber pasado por momentos malos, muy duros, con su madre durante la enfermedad hacía que volver fuese traumático. Y luego estaban no solo todos los recuerdos, también la fuerte presencia de Bárbara [el verdadero nombre de pila de Ouka Leele]. Nunca habíamos pensado en vivir aquí, pero buscábamos piso en Madrid y este reunía todas las cualidades deseadas: estar en el centro, ser muy luminoso, tener terraza… Lo hablamos y decidimos: ‘Si vamos ahí, lo cambiamos todo’. Y eso hicimos: reformarlo completamente para que María pudiese sentirla suya y, juntos, nuestra. De otra forma estaríamos habitando un lugar que, de alguna manera, no nos pertenecería”, cuenta Alberto. Rosenfeldt, con la mirada clavada en él, recuerda que le dio carta blanca antes de repetir sus palabras exactas: “Haz lo que te salga de las narices”.
Acostumbrado a la premura que acompaña a los proyectos del sector retail —en el que Ciszak Dalmas, el estudio que Alberto lidera junto a su socio, Andrea Caruso Dalmas, ha brillado proyectando tiendas para firmas como Max&Co., Aesop, Malababa o Hoff—, su primera obra residencial fue muy rápida: “En apenas cuatro meses”. Lo que de ningún modo quiere decir fácil. “Fue compleja”, recuerda, “aunque no una locura. En primer lugar tiramos algunas paredes y todos los techos —hasta descubrir la estructura abovedada original— y recuperamos el suelo de baldosa de barro octogonal, que no fue nada sencillo porque las que se fabrican hoy no son iguales. Y, después, en cuanto a la distribución, la decidimos sobre nuestra forma de vivir: como nos gusta mucho cocinar, movimos la cocina —que era pequeña y estaba en la parte de atrás— al corazón de la casa y le incorporamos un amplio comedor; dado que siempre he sido muy de tener varios salones, planteé dos: uno muy grande interno, más privado, y otro exterior en la terraza; desapareció una habitación pequeña, que ahora es un vestidor, y movimos el baño en busca de luz. La libertad que María me dio fue muy motivadora. Nunca había hecho un proyecto doméstico porque, uno, debes tener mucha paciencia, y, dos, se alargan mucho. Estoy muy contento de haber tenido la suerte de poder hacerla realidad”. Y, entre risas, añade: “¿Libertad y confianza totales? Un verdadero lujo que nunca volveré a tener. Y por eso no voy a hacer más viviendas”.
Y una vez dada forma al contenedor, había que pensar en el contenido. Apenas compraron nada para el amueblamiento, tirando tanto de herencias familiares como de diseño propio y añadiendo contadísimas piezas vintage. Y, así, en los distintos ambientes del apartamento se reúnen sin complejos un conjunto de sofá y sillones italianos de los setenta —fabricados por la centenaria azienda lombarda Rossi di Albizzate— que los padres de Alberto adquirieron cuando él nació, con una mesa baja de la colección de Ciszak Dalmas para Rugine y una larguísima estantería baja hecha a medida, que recorre toda una pared; o la rústica mesa de madera en la que Ouka Leele solía pintar en su estudio —sobre la que ahora se sirven las comidas y cenas; los desayunos siempre directamente en la isla—, con las popularísimas curvas de seis sillas Nº 14 de Thonet que en su día amueblaron la casa siciliana de los padres del socio de Alberto.
En cambio, y pese a ser italiano, sorprende que haya muy pocas lámparas: un flexo que recuerda a la icónica Bellevue, de Arne Jacobsen, en la entrada; una Ambrosia, de Ciszak Dalmas para Marset; una pequeña lámpara de sobremesa de alabastro y un par de antiguos quinqués tuneados en la habitación principal. “Hay tanta luz que no hacen falta más”, zanja Alberto. Mención aparte merecen el piano y arpa de Rosenfeldt, colocados estratégicamente en dos rincones —y en dos alturas— del salón; y, por supuesto, la copiosa y dispar colección de objetos que decora toda superficie que se preste: libros y revistas, velas, piedras, conchas, campanas de cristal, cajas, figuritas… Pero el registro no estaría completo sin dar cuenta del arte —fotografía y obra gráfica sobre todo— igualmente presente en toda la vivienda. Llegados a este punto, María Rosenfeldt vuelve a tomar la palabra: “Cuando me puse a ordenar el archivo de mi madre, descubrí muchas obras suyas maravillosas que nunca había visto. Y algunas de ellas, como el precioso dibujo del pasillo, del que los dos estamos enamorados, o un par de fotografías de gran formato que presté para una exposición, han terminado instalándose aquí”.
Con todo, y pese a que la pareja lleva ya un año viviendo en ella, la casa es un progetto non finito, como el propio Alberto reconoce: “Las cosas tienen que encontrar su sitio, y eso lleva tiempo. Normalmente, al menos en mi experiencia personal, a partir de los tres años todo empieza a estar ya en su lugar definitivo y solo se producen ya pequeñas variaciones: de repente te enamoras de algo y otra pieza desaparece para dar paso a la nueva”. Rosenfeldt, por su parte, quiere hablar de su relación con los objetos con los que convive, y, de paso, introducir el inconsciente en la conversación. “En mi caso, al menos, se trata de una relación no-consciente”, dice. “Los dos somos fetichistas de objetos raros y, al mudarnos, teníamos cajas y cajas llenas de todo tipo de cosas. Hay alguna todavía por aquí, en medio, porque no hemos sabido dónde poner ciertas cosas… y, de las que sí están colocadas, muchas aún se moverán. Ellas mismas. Nada en la casa está pensado decorativamente, y si tiene cierto punto decadente es porque los dos llevamos arrastrando cacharros que amamos toda la vida”.
Y, hablando de amor, María vuelve al origen, no ya de nuestra charla, sino de la casa. Y a su madre, claro. “La compró en los ochenta, y para ella era su mayor tesoro: vivía y trabajaba aquí, recibía amigos… Allá donde esté, seguro que nos mira y piensa: ‘¡Qué bien lo habéis hecho!’. Y es que tenemos un paraíso en pleno centro de Madrid. Cuando ahora pienso en la decisión que tomamos de vivir aquí, creo que es la mejor decisión de mi vida y que estamos en el sitio donde teníamos que estar. Todos los días me digo a mí misma que qué maravilla y qué gusto que mi madre me haya dejado esto. Que podamos vivir aquí y aprovecharlo. Y que ella esté tan presente. Es una casa de la que no te apetece nada salir”. Alberto, complacido, quiere añadir algo sobre ese efecto de ángel exterminador: “Cuando tu casa te gusta de verdad, no necesitas salir a dar una vuelta o a tomar algo. Ese es el mayor indicador de que uno ha conseguido el hogar que le apetecía y necesitaba. Porque no solo no te cansa estar en él, sino que te apetece hacerlo. Y, de hecho, lo que no te apetece es salir”. Y María remata: “Nosotros ya no salimos nunca”.
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