Alexandra Loske, la mujer que saca los colores al mundo del arte
La historiadora alemana afincada en el Reino Unido, repasa en un libro el fascinante devenir del universo cromático y su interpretación por filósofos, científicos y pintores
Los primeros seres humanos que intentaron pintar la naturaleza que los rodeaba se enfrentaron constantemente a la frustración de no poder disponer de los dos colores que dominaban su mirada: el azul del cielo y el verde de la abundante vegetación. “Vivimos en un mundo abundante en clorofila, pero son pocas las plantas de las que se puede extraer un buen pigmento verde”, escribe Alexandra Loske, la autora del fascinante The Book of Colour Concepts (el libro de los conceptos del color), un doble volumen en cuatro idiomas —inglés, alemán, francés y español— publicado por la editorial Taschen.
La historiadora alemana del arte, de 55 años, vive desde hace casi tres décadas en el Reino Unido. En la última de ellas ha ocupado el puesto de conservadora del Royal Pavilion de Brighton, un edificio construido en el estilo indo-sarraceno a finales del siglo XIX. El exotismo del palacio que John Nash diseñó para Jorge IV en la costa sur de Inglaterra es el entorno ideal para una mujer que ha enfocado su carrera profesional a la escurridiza historia del color. A su concepto, a su historia y al intricado modo en que filósofos, científicos y artistas han intentado definirlo, catalogarlo y capturarlo.
La cultura del mundo occidental, invadida hoy por una explosión de colores que nos resultan ya tan familiares como para que hayan dejado de captar nuestra atención, hace relativamente poco que abrazó con tanta naturalidad esa profusión. Hubo un tiempo, cuenta David Batchelor en su ensayo Cromofobia, rescatado por Loske, en que el miedo a la contaminación y la corrupción procedente de Oriente provocó gran recelo, y era contemplado como algo depravado, perverso y afeminado.
“Hasta mediados del siglo XIX, en el mundo occidental, había miedo al color. Todo aquello que estaba coloreado de manera estridente era considerado ajeno, era ‘lo otro’. Algo lejano y disruptivo. Es un rechazo que tiene mucho que ver con una cierta idea en Occidente que relaciona la blancura con la belleza clásica. Y ahora sabemos que se trata de un error, porque las esculturas o los edificios del mundo clásico no eran blancos. Simplemente, los colores han desaparecido”, explica Loske.
Cualquier intento de explicar los colores corre siempre el riesgo, como mínimo, de ser incompleto. Y en el peor de los casos, de ser un nuevo fracaso. Porque la primera paradoja de un proyecto como el emprendido por Loske es que las palabras nunca serán lo suficientemente certeras como para definir una tonalidad o un matiz cromático. Isaac Newton fue pionero con su rueda de los colores, y pareció dejar claro que había una racionalidad objetiva, de luces y prismas, para establecer una categoría cromática. Sin embargo, siglos después, ha quedado claro que el color está siempre en la percepción subjetiva de aquel que lo mira, y que quizá nunca seamos capaces de ver todos a la vez el mismo rojo, el mismo azul o el mismo naranja.
Muchas obras de arte que hoy contemplamos como clásicos consolidados tienen colores o tonos muy distintos a la intención original del autor. No es lo mismo un pigmento de componente mineral, por lo general bastante estable —un buen tono ocre puede durar siglos sin variar—, que otro extraído de plantas o de insectos, de naturaleza orgánica, que resplandecen al principio pero tienden a degradarse con gran rapidez. Ha sido la tecnología, a partir del siglo XIX, la responsable de fijar en el imaginario colectivo nuevos colores, tonos inmutables y una invasión de tonalidades en las vidas cotidianas. “Comienzan poco a poco a surgir muchos pigmentos modernos o sintéticos. La pintura es más asequible, los colores son más fáciles de adquirir. Y luego llega la máquina de vapor, que permite producir en serie papel decorativo para la pared”, señala Loske. “Piensa en lo que los victorianos hicieron con eso. Muchos más colores, diseños más locos. Y los artistas que usaban estos nuevos pigmentos tuvieron la suerte de que sus obras se conservaron mucho mejor que algunos cuadros del XVIII”.
Los libros sobre la teoría del color, que a la fuerza requieren un delicado y costoso trabajo de impresión, suelen revalorizarse con el paso de los años, y son objetos especialmente codiciados por bibliófilos. Entre las copias más perseguidas están las de la obra Ensayo sobre la luz y la sombra, sobre los colores y sobre la composición en general, escrita en 1805 por una casi desconocida artista británica, que daba clases de pintura a las señoritas de la alta sociedad. Mary Gartside presentó su proyecto como una guía de ayuda para sus alumnas, y lo que elaboró fue algo revolucionario para la época por su abstracción y eficacia. Gartside presenta sus diferentes experimentos —blanco, amarillo, verde, azul— para mostrar los grados que experimenta cada color hasta llegar a su saturación, y se anticipa así a la pintura abstracta cromática de Kandinsky o Mondrian.
“Ella sigue siendo una figura poderosa. Artista y teórica, profesora, alguien a quien le gustaba escribir. Finales del XVIII, principios del XIX. Doblemente restringida: por ser mujer, y porque entonces resultaba complicado ilustrar un libro sobre el color”, defiende apasionadamente Loske.
El color define nuestras vidas y cada época. Explica las obsesiones de un artista y suele ser una constante de su obra. Y como otras modas, sube y baja, resume Loske, que señala desde la ventana los automóviles aparcados en la calle. La gran mayoría, negros, blancos, grises o plateados. “En los años setenta del siglo pasado, habríamos visto un montón de vehículos de colores brillantes: verdes, naranjas, azules… Es un sector en el que los colores han desaparecido”, lamenta la autora, empeñada durante años en señalar el mundo radicalmente cromático en el que vivimos, y en subrayar lo poco consciente que es la mayoría de la gente del complejo proceso por el que se crean muchos de los colores que los rodean.
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