No temo ningún mal
“Ejecutivos en la zona financiera de Azca, en Madrid”, rezaba el pie de esta foto que resulta curiosa porque no hay manera de distinguir en ella a los ejecutivos de sus sombras. Tal vez por las mañanas, cuando suena el despertador, esos hombres salgan de la cama convertidos ya en sombras. Quizá se duchen bajo un hilo de agua negra y desayunen un pedazo de pan quemado con mantequilla oscura. Se subirán después a sus automóviles fantasma que conducirán como espectros hasta los foscos sótanos de la Torre Picasso o de cualquiera de las que la rodean. En el ascensor, se buscarán a sí mismos en los espejos y solo verán su propio eclipse. Es posible que cobren parte de su salario en dinero negro, no lo sé, pero hay tanta de esa pasta circulando por los grandes despachos de las grandes ciudades que no es ninguna tontería aventurarlo.
Hay una novela maravillosa, El hombre que perdió su sombra, de Adelbert von Chamisso, en la que un tipo vende la suya al diablo convencido de hacer un gran negocio. Enseguida descubre que se puede vivir sin otras cosas, pero no sin sombra. Es posible que el diablo posea un excedente tal de sombras que se haya dedicado a la adquisición de cuerpos. De ahí la imagen que tenemos ante los ojos. Esos ejecutivos, en los que su antiguo volumen corporal ha devenido en sombra de su sombra, podrían ser la metáfora de una sociedad que vive entre tinieblas y frente a lo cual solo se me ocurre entonar el viejo salmo: “Aunque por el valle de las sombras caminaré, no temo ningún mal porque Tú me acompañas”. El problema es dar con ese “Tú” mayúsculo.
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