Eva Lootz, artista: “El arte contemporáneo ha sido ese pensamiento salvaje que la ciencia no permite”
Afincada en España desde 1967, la vienesa de 84 años mantiene un asombroso nivel de actividad. Dos nuevas exposiciones en Madrid, tras las recientes en Valladolid, Barcelona y San Sebastián, lo confirman
Eva Lootz (Viena, 84 años) es todo energía. Para acceder a su casa de la sierra de Madrid, que lleva semanas cerrada, hay que empujar unas puertas metálicas que solo se deslizan con mucho esfuerzo y entre quejidos herrumbrosos, y lo hace casi sola. Ya dentro, corre a encender la chimenea de leña: papel de periódico, piñas, ramas, una cerilla, golpes de fuelle.
“Soy muy friolera”, dice. “¡Y esto no tira!”. Y le da al fuelle.
Reparte sus días entre esta casa y su buhardilla en la calle de Piamonte, en el centro de Madrid, donde últimamente ha pasado más tiempo por los preparativos de su exposición Si aún quieres ver algo, en la Sala Alcalá 31 (hasta el 21 de julio), comisariada por Claudia Rodríguez-Ponga. La muestra coincidirá con la que le dedicará el Museo Reina Sofía (desde el 12 de junio), pero también con otra ya inaugurada en la sala Kubo Kutxa de San Sebastián, Entrelazar, arrugar y seguir el hilo (hasta el 25 de agosto), y después tomará el relevo el C3A de Córdoba (desde el 17 de octubre). Estas se suman a otras recientes en el Museo Patio Herreriano y el Museo Nacional de Escultura, ambos en Valladolid, y en la Fundación Suñol de Barcelona. Que esta artista afincada en España desde 1967 —recaló aquí con su marido, el escultor Adolfo Schlosser, camino a Lisboa—, premio Nacional de Artes Plásticas en 1994, esté recibiendo tanta atención últimamente es una buena noticia para el círculo de entusiastas que llevan décadas admirando su quehacer.
¿A qué atribuye este repentino interés en su obra?
Pensarán: “Esta se va a morir en dos días, vamos a aprovechar antes”.
¿No cree que ha habido un cambio de percepción sobre las mujeres artistas?
Sin duda. Ha cambiado todo mucho.
Habla alto, incansablemente y con pasión de lo que le interesa. Ya sea de la historia de la minería, de las propiedades del mercurio, de la formación del lenguaje, de etnografía, filosofía o ecología. Su arte encapsula todos estos temas con el mismo ahínco con el que evita las cuestiones autobiográficas. “Nunca he querido hablar de mí, por eso me volqué en los materiales. Al principio hacía pintura en bastidor. Luego dejé los colores y pronto también los bastidores. Y usé distintos líquidos: parafina, lacre, alquiles. A principios de los setenta hice una obra con semillas de algodón dispuestas de la manera lo más neutra en el suelo, y vertí la parafina líquida encima. La dejé enfriar y ya estaba”. Nada industrial: “Esas obras las hice yo misma, con un hornillo. Igual que las de plomo o estaño, que puedes fundir en casa. Creo que a usar el calor he tendido inconscientemente, por ser tan friolera”.
Estudió para ser directora de cine. ¿Cuándo decidió que quería ser artista?
Toda la vida dibujé, desde niña. En casa teníamos una biblioteca de arte. También me interesaban mucho la etnología y la antropología.
¿Por qué no se hizo antropóloga?
Porque no quería ser una académica que estudia los llamados salvajes. ¡Quería ser yo la salvaje! Y el arte contemporáneo ha sido ese pensamiento salvaje que la ciencia no permite. Lo mismo me pasó con la filosofía, que comprendí que necesitaba hacer. Me gusta trabajar con las manos, soy una hacedora.
Ha criticado en alguna ocasión que se separe ciencia y arte, lo que llama la “brecha cartesiana”.
Los dualismos. Esa separación entre materia y espíritu nos viene ya de los griegos. Y el cristianismo la refuerza. Y más aún Descartes, cuando dice que hay dos ámbitos, uno es la res cogitans, la mente, y el otro la res extensa, la materia. Y de ahí todos esos dualismos de cuerpo y mente, arte y artesanía, ciencia y arte… Ahora estamos en trance de deconstruirlos.
¿Cómo era su vida en Austria?
Tuve un enorme conflicto con mi padre. A partir de cierto momento, acabábamos las comidas a grito pelado. Era un señor muy conservador y las dos guerras mundiales le habían hecho polvo, como a toda su generación. Era historiador de arte y pintor académico, y no aceptaba lo que yo hacía, porque para él el arte llegaba hasta Cézanne. Me dijo: “Lo que tú haces es una vergüenza”.
¿De eso huía cuando vino a España con Adolfo Schlosser?
Había más motivos, pero el conflicto con mi padre influyó. Yo quería estar en lo último, no en aquella sociedad en la que me había criado.
Sorprende que fuera a buscar lo último en la España franquista.
Eran los últimos estertores del franquismo, y yo había tenido ese padre tan autoritario, así que me identifiqué con este país. Conecté muy rápido con la gente inquieta de Madrid. Yo me rehíce en cierto modo en paralelo al país. Luego vino la decepción. Porque se vio que 40 años no se liquidan en dos patadas. Hace falta tiempo.
¿Hay algo de su origen austriaco que rescate?
Estoy agradecida a mi educación, porque fue sólida. Cuando di clases en la Universidad de Cuenca me di cuenta de que los chicos tenían una educación peor. Insisto mucho en la educación pública de primer nivel. Eso hace a los países. Es muy triste que no se pongan de acuerdo con la educación.
Su idea era llegar hasta Lisboa.
Recuerdo que de niña iba a un paso a nivel donde pasaba el tren a la puesta del sol, y yo quería seguir en esa dirección. Lévi-Strauss, en su libro Tristes trópicos, comienza con esa misma idea de que la dirección que recorre el sol diariamente de Este a Oeste es la de la perfección y plenitud. No diré del progreso, porque ese es un término que más vale deconstruir. Los barrios más elegantes de todas las capitales europeas, Roma, Madrid, Viena, Berlín, se extienden hacia el oeste. Y, a la inversa, los más conflictivos o baratos en esas mismas capitales suelen estar en el sudeste. Ahora se está luchando contra ese prejuicio, pero creo que lo que opera ahí es el inconsciente colectivo, que es muy fuerte.
¿Ha visto mucho cambio en España?
Muchísimo, y de forma fascinante. Antes ibas al médico y no veías más que madres con sus hijos. Ahora ves padres también. Las mujeres han sido aquí enormemente importantes, ya en la República estaban Clara Campoamor o Victoria Kent. Pero ahora tienen un papel completamente distinto a cuando llegué.
¿Había más machismo que en Austria?
El machismo ha existido en todas partes, allí también. Pero después de la guerra allí se trabajó en las leyes. Otras cosas me llamaban la atención de aquí: había algo muy fascinante en los pueblos, a finales de los sesenta, donde te veías trasladada a un mundo de hace 300 años. Y vi cómo empezó después la cosa del diseño, un rodillo, que convivía con artesanía pura en los pueblos donde el tiempo se había parado.
¿Convivían dos mundos en uno?
Eso. Recuerdo una tarde entrar en la seo de Zaragoza, cuando los sacristanes estaban en la siesta, y yo allí entre los maravillosos cuadros aún no restaurados y llenos de polvo, pero eran zurbaranes, obras maestras, y debajo el bocadillo del sacristán envuelto en periódico. Pero luego todo eso cambió. Para bien, evidentemente. Aunque sigue habiendo problemas.
El fuego languidece y se apresura a avivarlo. Y retoma la conversación:
A través de mi interés por el mercurio, empecé a interesarme por la minería. España tiene el cinturón pirítico del sudeste, donde están las minas de Riotinto, un sitio fascinante donde se puede estudiar la historia de la minería desde hace 3.000 años. Cuando los europeos llegan al Nuevo Mundo, en 20 años estaban explotando las minas de plata. Eso nos dice que en los ejércitos de Hernán Cortés no solo había soldados, sino también expertos que hoy llamaríamos ingenieros de minas.
¿Cree que la descolonización sigue siendo una asignatura pendiente?
Sí, en todo el mundo. Desde el proyecto que hice en el colegio de San Gregorio de Valladolid me fascinó ese tema. Empecé a leer a los antropólogos sudamericanos, Aníbal Quijano, Enrique Dussel, Bolívar Echeverría, que han trabajado mucho en esa narración, muy distinta a como a nosotros nos la han contado.
¿Por qué decidió donar una parte sustancial de su obra al Museo Reina Sofía, que será la base de su exposición allí?
No me quedan descendientes, ni prácticamente familia, salvo mis amigos. Estoy muy agradecida a este país maravilloso y lleno de talento y gente generosa, porque he podido hacer lo que he querido. Y qué mejor que hacer una donación a un sitio público de aquí.
No quiso que la exposición de Alcalá 31 fuera una retrospectiva.
Las retrospectivas no me interesan. Me interesa seguir haciendo cosas. En Alcalá 31 habrá obra nueva porque la exposición va de la sensación de que estamos en un momento en que un viejo mundo tarda en morir y no acaba de nacer el nuevo. Ves cómo desaparecen cosas, no solo especies animales, sino tiendas, casas de comidas, sitios donde llevaba cosas a arreglar, artesanos. Pero más importantes son los cambios de la ciencia. Es muy llamativo que la gente ha asumido cosas como el ordenador, o la resonancia magnética, pero en su imaginario tiene un panorama de hace 300 años, de cuando la visión del mundo era mecanicista. Tenemos que ponernos al día con lo que nos enseñan los grandes pensadores más recientes, Schrödinger, Einstein o Boltzmann, pobre, que se suicidó.
¿Cree que vivimos con un exceso de imágenes que no estamos preparados para digerir?
Sí, se produce una especie de anestesia que afecta a las imágenes. Antiguamente las imágenes nos ponían en contacto con lo real, nos ilustraban sobre el mundo, y ahora lo que hacen es sacarnos los ojos. Hay una sobreabundancia de estímulos sensitivos. Y con la manipulación de la inteligencia artificial, ya no podremos distinguir. Entre el mundo y nosotros ahora está la pantalla. Pero cierto tipo de arte hace hincapié en eso, que nacemos y morimos como carne. Las mujeres artistas han sido muy importantes en eso, por insistir en la literalidad del cuerpo.
¿Ana Mendieta, por ejemplo?
Sí. Es un buen ejemplo porque su pareja [el minimalista Carl Andre] era todo lo contrario.
¿Puede definirse su arte como un minimalismo cálido?
Es cierto. Como le contaba, de niña me fascinaba la etnología. No me perdía una conferencia. Comprendí que las sociedades pueden ser de muchas maneras. Si se puede ser tan diferente como somos nosotros y los esquimales, entonces hay mucha posibilidad de cambio, ¿no?
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