Roni Horn, artista: “Estamos en un momento de hipermercantilización y todo se ha rendido al capitalismo”
La creadora estadounidense llega a la Illa Del Rei, el espacio en Menorca de Hauser & Wirth, encumbrada por el sistema del arte pero escéptica y genuina. Nos recibe en su estudio de Nueva York
Tiene sentido que Roni Horn reciba a las visitas en la biblioteca de su estudio en el barrio neoyorquino de Chelsea. Una conversación con ella es un pimpón de alto voltaje intelectual en el que se levanta a buscar libros para apoyar sus menciones a poetas como Emily Dickinson y Clarice Lispector, a coreógrafas como Trisha Brown o a intelectuales polifacéticas como Djuna Barnes. El lenguaje es un material más de su obra, como el vidrio o el aluminio. Incluso las baldosas de la estancia tienen palabras forjadas en metal. En su espacio de creación, diáfano y muy ordenado, siete letras en todas sus combinaciones posibles forman una de sus piezas, Slarips, en proceso antes de exponerse en Nueva York. Palabras que vuelan y se liberan de su propio contenido. Palabras que pesan como quintales cuando aplastan en forma de etiqueta. O simplemente letras yuxtapuestas. En algún lugar entre todas esas realidades, o quizá presente en los extremos semánticos, se encuentra Roni Horn. Podría decirse que atrapada en la paradoja del lenguaje si no fuera porque parece sentirse realmente cómoda, aposentada, empoderada en la contradicción. Es ella la que recorre toda su obra. La que le da forma y se la quita.
“Una vez que empiezas a nombrar las cosas de alguna manera estás opacándolas, las separas de ti. La naturaleza del lenguaje es casi inherentemente divisoria, porque presumiblemente estás separando algo del resto. Al mismo tiempo, estás creando o trasladándote a un espacio experimental, de alguna manera, que es distinto a la totalidad. Y a veces uno quiere estar en ambas partes a la vez. Yo creo que puedo conseguirlo, entrar en esa contradicción”, dice en respuesta a la primera pregunta. No está mal para romper el hielo.
Horn (Nueva York, 68 años) transita corrientes como el minimalismo y el arte conceptual. Su trayectoria salta sin brusquedad de la escultura a la fotografía, de la literatura a las instalaciones. Ha expuesto en el Pompidou de París, en el Whitney de Nueva York, en la Tate de Londres y en la Bienal de Venecia. Y a pesar de su versatilidad, siempre se han referido a su obra como un corpus creativo coherente. No hay nada más sólido que asumir la complejidad de todo ser humano y nada más humano que la fluctuación. En su arte y en su conversación, no obstante, todo tiene una aproximación teórica, aunque no le acaba de convencer que se diga que su proceso creativo sea “cerebral”. Prefiere referirse a él como “empírico”. Roni Horn, que no en vano cursó sus estudios en la Universidad de Yale, sigue explorándose, investigándose, quizá experimentando como artista y como persona. Su estudio está lleno de collages, de croquis que conectan dos ideas de manera tangencial, de imágenes creadas por otros artistas pero que cobran nuevo significado tamizadas por su composición. “Siempre me cabe la esperanza de encontrar alguien extraño dentro de mí. Me permite creer que habrá una situación que sacará algo de mí que nunca había sido obvia, que no se había manifestado antes”, asegura. “Lo incierto, lo incómodo, lo desconocido. El misterio siempre es bueno, porque realmente sabes que no puedes llegar nunca a su final”, prosigue con su amabilidad seca.
¿Qué esperar de la muestra que trae a la Illa del Rei en Menorca, de la galería Hauser & Wirth? Desde el 11 de mayo, este espacio histórico dialogará con todas las obsesiones de Horn. Desde la mencionada Dickinson (a la que cita y geometriza en la serie Key and Cue con versos como grief is a mouse —”el duelo es un ratón”, en español—) a su pasión por los objetos repetidos de otra de sus series, Pair Objects. La ilusión de la igualdad y de lo reconocible, la lógica de lo único, irrepetible e inacabable. Quizá su manifiesto indirecto sea, no obstante, la obra Asphere. Un neologismo lleno de polisemia en su título. La aparente sencillez de una esfera que no lo es (¿la antiesfera?, ¿la no-esfera?) tallada en cobre macizo, granillado y patinado. Un planeta liso que ella considera también o quizá su propio autorretrato, de la misma manera que Louise Bourgeois representaba a sus hijos con forma de edificios. Y es, sobre todo, algo que parece de sobra conocido pero que esconde una naturaleza inclasificable. “Asphere contiene la idea de que algo se convierte en menos familiar cuanto más lo conoces. Me fascina ese reverso de la familiaridad. Y me gusta quedarme en ese espacio”, afirma, recordando que frecuentemente le han cambiado el título pensando que era un error de imprenta.
Y es que no ha sido fácil para Roni Horn defender ese preciso lugar sin el cuestionamiento de una sociedad siempre dispuesta a la simplificación y que confunde conocer con catalogar. Que a menudo la ha considerado un error tipográfico o de imprecisión. La tradición binaria de la identidad ha chocado más de una vez con su esquiva autodefinición. “¿Quería ser un hombre? No. ¿Quería ser una mujer? No. De la misma manera, no estoy diciendo que no nací como mujer, no niego mi realidad física. No tuve interés en transicionar. Para mí, el género es un estado mental. Y, definitivamente, retirar mi género de la mirada pública fue algo muy importante para mí. Y lo hice activamente”, asegura. Horn se vincula con el concepto de “androginia” y defiende que las esencias son dinámicas y moldeables, como explica estableciendo un paralelismo con uno de los materiales estrella en la exposición de Menorca: el vidrio colado. “Siempre me ha interesado desde el punto de vista químico, pero también desde el filosófico, el hecho de que el vidrio habita dos esferas con un gran nivel de precisión y, a la vez, de espejismo. Es un líquido superenfriado que se presenta en forma sólida. Se malinterpreta a menudo como algo que existe en estado sólido y yo quería traer ambas identidades en una sola forma”, explica al referirse a Untitled (A witch is more lovely than thought in the winter rain), otra de las series que se ve en la exposición menorquina y que ha trabajado con una técnica propia que genera la ilusión óptica de estar en continuo movimiento.
Estas obras, como todas las suyas, tienen cierta tendencia a la mutabilidad dependiendo del lugar donde se expongan, de la luz que las ilumina y, sobre todo, de los ojos que las miren. Su obra nunca está completa hasta que se exhibe ante la mirada del otro, otro giro inesperado para alguien que socialmente se recluye cada vez más y que ha perdido interés por la interacción. “Son tus ojos, tu mirar y observar, los que me socializan, supongo. Especialmente cuando se trata de escultura y fotografía, pienso mucho en el tipo de experiencia que trato de generar en quien las ve”.
En su reticencia a reunirse con el resto de sus congéneres, Horn ha encontrado en el concepto de isla un lugar al que aferrarse. Desde Manhattan a Menorca, con una parada clave en su carrera: Islandia. Allí llegó hace cinco décadas y recorrió el país en moto. Se sorprendió amando un paisaje sin árboles. Y el agua se consagró como elemento con gran presencia en su imaginario. Su fascinación se tradujo en una explosión de prestigio como fotógrafa con la serie de libros To Place. También exploró allí la literatura en reflexiones escritas como Island Zombie: Iceland Writings (2020) o instalaciones como Library of Water (2007). “¿Islas? Creo que ya no existen. Por la manera totalmente avasalladora en la que las cosas confluyen, es como si el mundo se hubiera hecho más pequeño. O por el aumento de la densidad de la actividad y de la gente, de la química y la economía, los bienes materiales, la contaminación…, no hay diferencia entre aquí y allí. Y la idea de una isla, de estar físicamente separado, de permanecer intacto…, ha cambiado mucho desde que fui a Islandia por primera vez en los años setenta”, dice más descriptiva que nostálgica. En Menorca, de alguna manera quizá demasiado ingenua, espera encontrar un resquicio de mundo no globalizado.
Tampoco Manhattan, la isla menos aislada del mundo, es igual que antes. Tampoco lo son, desde luego, ni el arte ni el minimalismo, pero el tiempo ha jugado a favor de su obra, sumándole prestigio y valor de mercado. “El minimalismo no es para todo el mundo, pero fue el lenguaje en el que yo crecí. Mucha gente reaccionó a él en forma de rechazo. Pero creo que probablemente fue el movimiento más radical de las artes visuales en América, te gustara o no. Los ochenta fue un periodo reaccionario en el arte. Incluso en los noventa, mucha gente interesante empezó a saltar a la palestra, toda una nueva generación de artistas de esos entornos radicales y reaccionarios que me fascinaban, con un rigor conceptual y una integridad en el trabajo con los que me podía identificar. Pero ahora estamos en un momento de hipermercantilización y todo se ha rendido al capitalismo”. Reconoce que nunca esperó sacar tanto rédito con una visión tan intransferible del mundo del arte, pero aun así no pretende entrar en el juego de una ciudad en la que todo es “dinero, dinero y más dinero”, lo que convierte el arte en un espacio accesible casi exclusivamente para los más privilegiados.
Aun así, sí parece haber sucumbido a la hiperproductividad expositiva: las cifras de venta en algunas casas de subastas y, sobre todo, la abundancia de muestras con su nombre hablan por sí mismas. Solapadas o yuxtapuestas con la muestra en Menorca, la galería Hauser & Wirth expone obras suyas en la galería de Nueva York desde el 4 de abril y el Museo Ludwig de Colonia también le ha dedicado un monográfico titulado Roni Horn. Give Me Paradox or Give Me Death hasta el 11 de agosto. Dice que acudirá a todas las exposiciones menos a la de Nueva York. A España regresa después de su paso por el Centro Botín de Santander el año pasado y la crítica ha terminado siendo unánime ante la calidad de su obra, con galardones como el Premio Joan Miró de 2013. Horn, eso sí, prefiere vivir sin vitrinas y mirando su éxito con cierto escepticismo.
La carrera de Horn sigue como cada una de sus obras: con un final abierto y un misterio por resolver. Reconocible, pero no tanto. Engañosamente familiar. Pero a pesar de que se adhiere a la fascinación por el non finito y la incertidumbre, confiesa que sabe que hay una certeza de un final al que nadie escapa. “Algunas certezas están llegando, ya sabes, y ese es el trato con la mortalidad. Es una palabra que negamos, pero que se va activando más conforme te acercas a ella. Así que eso te fuerza a generar un nuevo lenguaje de interacción con todo lo que te rodea”.
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