Fito Páez conversa con Leila Guerriero sobre el amor, la muerte y la música
Los 61 años de vida del gran rockero argentino son un puzle de amor y sufrimiento. De épocas bajas y remontadas, con éxitos como sus 12 Premios Grammy. Nunca faltaron las musas. Fito Páez se abre en canal para hablar de la muerte, del amor y de la música. “Los que hacemos esto lo hacemos por desesperación”
—Esta no la toqué nunca. La toqué una sola vez, hace años, en el teatro Ópera.
Las ventanas de este departamento del Palacio Saint, un edificio construido en 1931, están abiertas y el aire lento de la primavera —es martes 10 de octubre, Buenos Aires— traslada de un ambiente a otro el frescor oxigenado que llega desde la plaza de enfrente.
—Se llama ‘Cae la noche en Okinawa’ —dice Fito Páez—. Está en el disco Rodolfo.
Su estudio, donde compone, estudia, ensaya, escribe, lee (el sitio desde el cual el 20 de marzo de 2020, el día en que se decretó en la Argentina el confinamiento obligatorio por la pandemia de la covid-19, dio un concierto vía streaming completamente solo cantándole a una multitud invisible, vislumbrando en esa actuación alienada algo espeluznante acerca del futuro), está separado del espacio donde almuerza o cena —con sus hijos, Martín y Margarita; con amigos; con su pareja, Eugenia Kolodziej— por puertas altas con enormes paneles de vidrio, de modo que todo lo que sucede allí puede verse desde afuera, y viceversa. En el departamento predomina el blanco en paredes, techos, aberturas, interrumpido por toques de color —un sofá amarillo y rojo, una silla azul, almohadones anaranjados—, exclamaciones asombrosas que replican los relinchos coloridos que Páez viste cuando sube a los escenarios y que podrían pensarse como una reaparición tardía, y mucho más optimista, de los ambientes de la casa en la que se crio, en la calle Balcarce, 681, de la ciudad de Rosario, a 300 kilómetros de Buenos Aires, donde la pieza de su padre estaba pintada de rojo, un baño de amarillo, colores imprudentes que generaban un clima febril.
En los años noventa pudo haber comprado una propiedad tan elegante como esta, en un barrio tan elegante como este —frente a la plaza San Martín, una de las zonas más exclusivas de la ciudad—, pero el dinero que ganó con su disco El amor después del amor, de 1992, el más vendido del rock argentino (supera el millón de copias), lo invirtió en un estudio de grabación (Circo Beat) y en rodar su primer largometraje (Vidas privadas, 2001). Las cosas no salieron bien y tuvo que vender el estudio, y luego las cosas salieron un poco peor y hubo deudas, y sólo a los 52 años se transformó en propietario de este, su primer departamento.
Si a partir de los 19, recién llegado a Buenos Aires desde Rosario, vivió en departamentos prestados, pensiones y hoteles, con amigos, con parejas, solo, nada de esa precariedad existe en esta casa donde hay una elegancia prudente.
En el estudio existen dos zonas de trabajo diferenciadas: el piano y el escritorio. Si Páez se sienta al piano, le da la espalda al escritorio; si se sienta ante el escritorio, le da la espalda al piano. Esa disposición parece un pacto de convivencia, un intento de separar la música de la escritura —ha publicado las novelas La puta diabla (Emecé, 2013) y Los días de Kirchner (Emecé, 2018), las crónicas de Diario de viaje (Planeta, 2016), la autobiografía Infancia y juventud (Planeta, 2022), y trabaja en un ensayo sobre la música en el siglo XXI, en una nueva novela y dos guiones—. Sentado al piano, mantiene la espalda erguida. La vestimenta que elige para los shows pasó de la ausencia de glamour de los primeros años a cierta extravagancia astronáutica en los noventa, a los atuendos coloridos de este siglo, y contrasta con la ropa que usa en la intimidad o en los ensayos: jogging, camisetas de colores imprecisos, buzos enormes. Ahora lleva una camiseta deportiva azul, pantalones cortos verde seco y chancletas Adidas. Desde hace unos minutos toca ‘Cae la noche en Okinawa’, un tema que incluirá el lunes en un concierto que dará en el teatro Colón, con una orquesta de cuerdas, en homenaje a su amigo el músico argentino ya fallecido Gerardo Gandini. Como muchas otras, la canción quedó escondida en su discografía durante un periodo extenso —cuyo comienzo podría situarse en 1999, con el disco Abre, y su final en 2017, con La ciudad liberada—, y es por eso por lo que ha mencionado el título y el álbum, algo que no necesita hacer con himnos como ‘Mariposa Tecknicolor’ o ‘Yo vengo a ofrecer mi corazón’. La voz de Páez envuelve las primeras notas del piano voluptuoso en un tono más grave que el de la grabación original.
—El sol se esfuma en el mar, / todos los brillos se van.
Al llegar al final, en un ascenso endemoniado, falla.
—¡Nooo! ¡Diosss! La cagué al final. No, no, no.
Se levanta de la banqueta agarrándose la cabeza, fingiendo indignación. Se sienta y retoma, pero yerra nuevamente.
—Una más —dice, sereno.
Ahí está el señor Páez, solo con el señor Páez, obligando al señor Páez a hacerlo otra vez hasta que salga perfecto. Y sale.
—¡Ahí va! La voy a tocar bien y se van a parar y van a aplaudir de pie —dice, riéndose con sorna.
Así es como ha llegado hasta acá. Sentándose a tocar una canción hermosa, estropeando a veces esa canción hermosa, insistiendo hasta limpiar de errores esa canción hermosa, triunfando al final. Con 28 discos editados, nominado 24 veces al Grammy Latino —lo ganó 11—, cuatro veces a los Grammy —lo ganó en 2021 con La conquista del espacio—, pasó de la buena a la mala crítica, del amor del público al rechazo, pero siempre se sentó al piano y dijo: “Muy bien, allá vamos, todo de nuevo otra vez”. Fue el jovencito huérfano y genial, el músico enloquecido por el asesinato de su familia, el hombre iluminado por el amor de una mujer, el artista inspiradísimo que compuso un disco que le cambió la vida, el traidor que desertó de las filas del rock and roll para vestirse de Paul Smith, y distintas versiones de “ya no es lo que era”. En medio de ese oleaje, él siguió lanzando un disco tras otro hasta llegar a una explosión que generó tres en dos años, una autobiografía, una tournée conmemorando las tres décadas de El amor después del amor que lo llevó por toda América Latina y España, y la serie de Netflix basada en su autobiografía que, emitida desde abril de 2022, apenas tocó la pantalla se transformó en lo más visto de la plataforma. Así se llega a Fito Páez versión 2023/2024, un planeta presuroso atravesando el fondo del cielo seguido en su trayectoria por miles que ya lo conocían y miles que lo descubrieron ahora, alguien capaz de hacer triunfar su voluntad incluso sobre su cuerpo como sucedió en cuatro de los ocho recitales que dio en España en julio de 2023, empezando por el de Madrid, que llevó adelante en condiciones físicas escalofriantes que se mantuvieron en secreto.
—Bueno. Ahora vos te vas, y yo me quedo solo, ensayando para el concierto del lunes.
Pocas veces está solo. En los wésterns hay un momento en el que el héroe y el villano se encuentran en la calle principal del caserío donde han estado acechándose y uno le dice al otro: “En este pueblo no hay lugar para los dos”. En el pueblo de Páez siempre hay lugar para todos. De ahí derivan sus problemas. Y buena parte de su felicidad.
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Raro destino la luz para el niño que nació rodeado de muerte. A comienzos de 1962, nueve meses después de que Margarita y Rodolfo Páez se casaran en Rosario, nació muerta su primogénita, Valeria. El 13 de marzo de 1963 nació el segundo hijo de la pareja, que llevó el mismo nombre que su padre: Rodolfo Páez. Fito. Sanísimo. Ocho meses más tarde, el 24 de noviembre, como consecuencia de un tumor, una mola hidatiforme que, según escribe Páez en su autobiografía, se forma “con células uterinas que ayudan a que el embrión se adhiera al útero”, Margarita murió. Criado por su padre (un empleado municipal acucioso), su abuela paterna, Belia, y su tía abuela Pepa, se marchó a Buenos Aires a los 19 años y nunca volvió a vivir en esa casa de la calle Balcarce donde ahora funciona un centro de diagnóstico ecográfico. En la puerta hay un cartel: “Por favor, corrobore que cierre bien la puerta”. Si el 7 de noviembre de 1986 esa puerta hubiera permanecido cerrada, muchas cosas hubieran sido diferentes en la vida adulta de Fito Páez.
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—El otro día tuve la maldita sensación de decir: “Che, extraño un poquito la pandemia”.
A las 14.30 del martes 10 de octubre, sentado ante un té que preparó Mimí, la mujer que trabaja en su casa desde hace años, se ríe con una risa que llega al ahogo, termina en tos y se apaga en un quejido después del cual se pone serio.
—No sé qué fue. La sensación de cueva, de covacha. Pero, por otro lado, era una situación de locura.
Un tiempo antes, él y Eugenia Kolodziej, actriz, de 33 años, habían decidido vivir en casas separadas (“un amor civilizado. A veces estás todo el día con la familia y al final decís: ‘No, necesito componer’. Te quedás toda la noche componiendo y al día siguiente no podés hacer nada porque estás hecho bolsa”). Apenas se vislumbró el confinamiento, él la llamó y le dijo “venite a casa”. Ella dijo: “Aguantemos. Son dos semanas”. Las dos semanas se transformaron en cuatro, en seis, en meses.
—La pandemia fue una época en que me la pasé escribiendo y haciendo música. Me levantaba y pisaba las melodías. No sabía con cuál quedarme. Acá se quedó Mimi, porque pensó que eran un par de semanas, nada más.
Mimí —él pronuncia Mimi, sin acento— puede haberlo salvado de la inanición. Criado en una casa donde la abuela y la tía abuela hacían todo, ignora el arte de la domesticidad. Hace años, Carlos Vandera y Coki Debernardi, dos músicos que son sus mejores amigos, quisieron enseñarle a hacer un Carlitos, un sándwich tostado de jamón y queso con un ingrediente distintivo, el kétchup. La torpeza de Páez fue tan asombrosa que lo obligaron a abandonar el intento. Los primeros años en Buenos Aires transcurrieron en un desorden de cimas altas. Pesaba 55 kilos, se alimentaba a base de Gancia —un aperitivo—, mate y caramelos, tenía un solo calzoncillo que lavaba y volvía a ponerse aún mojado, se lavaba el pelo con jabón para la ropa.
—No estaba preocupado por mi statu quo. Mis problemas eran otros. La muerte, el amor. Los que hacemos esto lo hacemos por desesperación. Yo estoy desesperado, no sé qué mierda hacer de mi vida. Me tengo que sentar a escribir, a drenar. Y eso te calma. Por un minuto, minuto y medio. La desesperación es el motor de la obra. Ese recital acá en mi casa, en la pandemia, solo, fue una locura. En el momento en que estás solo, gritándole a la nada, decís “puta, qué angustiante”.
La cuarentena empezó el 20 de marzo. Ese mismo día anunció que daría un recital desde su casa. Se sentó al piano a las 21.30. Lo siguieron a lo largo de más de una hora 100.000 personas: un hombre solo cantando para nadie en una sala vacía. El último de los temas fue ‘Yo vengo a ofrecer mi corazón’. Al cantar la línea “¿Quién dijo que todo está perdido?”, algo cambió, como si esa línea le pareciera, de pronto, demasiado inocente para la catástrofe que se avecinaba. Miró hacia algún punto fuera de cámara. Se quedó en silencio, envuelto en un dramatismo pesado. Luego dejó caer, sin cantar, el verso de cierre, “Yo vengo a ofrecer mi corazón”, y descargó un acorde triste en el piano. Agachó la cabeza como si rezara, permaneció así unos instantes. Después sonrió, hizo una broma. Parecía un hombre desolado luchando con todas sus fuerzas para reponerse de esa desolación.
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—Tiene momentos oscuros. A tanta luz, tanta oscuridad. A veces explota por lo laboral, y a veces porque perdió los lentes.
Eugenia Kolodziej está en pareja con Páez desde hace 10 años, cuando él tenía 50 y ella 23. Es bella de esa manera en que algunas personas parecen recién hechas. Es actriz, toca la batería, y Páez no era ni lejanamente su ídolo musical, pero un día le puso un mensaje en Instagram para comentar una foto: “Matás”. Él le contestó. Empezaron a escribirse cada tanto, hasta que la invitó a su casa. La situación era incómoda: “Yo no quería que él pensara que iba a ir a coger”. Sin embargo, apenas le abrió la puerta ella sintió familiaridad, calidez, cercanía (una trilogía de palabras que utilizan otras mujeres importantes en la vida de Páez para describir lo que sintieron al verlo por primera vez). Hablaron durante horas, pasaron la noche juntos y no volvieron a separarse.
—Para mí es mi novio, mi compañero. Cuando está en un recital digo: “No puedo creer que estoy con este tipo”. Ahora ese fervor se traslada a la calle. Salimos a comer o a tomar una cerveza, y viene la gente para saludar. A mí me genera cierta incomodidad. Esas cosas siempre pasaron, pero mucho más tranqui. Ahora es efervescente. Creo que la serie trajo nuevas generaciones que no lo conocían. Hace algunos años, con toda esa cuestión política, lo radicalizaron hacia un lugar y hubo mucha gente que se enojó con eso. Y esto trajo una calidez nueva hacia él.
En 2010 se cumplió en la Argentina un bicentenario de la Revolución de Mayo y Páez tocó, contratado por el Estado, ante una multitud. Al año siguiente, Mauricio Macri, un candidato de derecha, ganó las elecciones a jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires sobre el candidato kirchnerista, la fuerza política que gobernaba el país. Páez escribió un texto publicado en Página/12: “Da asco la mitad de Buenos Aires (…) Buenos Aires quiere un Gobierno de derechas”. Hubo una lapidación pública, se cuestionó el caché que había cobrado por tocar en actos como el del bicentenario, y las repercusiones de ese texto lo siguieron durante años. Lo acompaña el malentendido, no sólo en términos políticos: lo que él entiende como una expansión del entusiasmo que lo hace escribir novelas y dirigir cine es visto por otros como una irritante aspiración a meterse en territorios que no le corresponden; lo que él entiende como búsqueda de la perfección durante los ensayos es percibido por otros como una tiranía.
Durante el confinamiento por la pandemia, sola en su departamento, con la compañía única de dos gatos, después de 45 días de encierro, Eugenia sintió que no aguantaba más.
—Pero no quería decirle nada a Fito porque estaba muy radical con los cuidados, y decidí ir a la casa. Me armé un recorrido para ir caminando como 40 cuadras, con una bolsa de supermercado. Si la policía me paraba, iba a decir que estaba haciendo las compras. Cuando salí había un taxi. Dije: “Me la juego”. Me subí y me fui para la casa de Rodolfo. Estaba durmiendo, fui muy temprano. Él no entendía nada. Nos dimos un abrazo eterno y me decía: “Estás loca, estás loca”. Él estaba recagado. No se quería contagiar.
Extraño miedo para alguien que habla de la muerte como si tuviera con ella un trato de privilegio, supiera algo que los demás no.
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—Uno de los vínculos más complejos que tengo es con mi madre. Toda la presión que tienen los humanos con la madre viva yo no la tuve, entonces me la tuve que imaginar.
Se crio en una casa de economía modesta y cuidados amorosos, con límites impuestos por un padre que llevaba a su hijo a comprar discos, lo hacía escuchar desde Jobim hasta Gershwin, lo alentaba a leer e ir al cine, pero anhelaba para él un futuro universitario.
—Me da profunda ternura la dicotomía que tenía entre el mandato social, que era el título universitario, y su deseo más profundo, que era la literatura, la música, el cine.
Aunque era buen alumno, el colegio privado Dante Alighieri no pudo extender el título de egresado al que, quizás, sea su alumno más resplandeciente: nunca rindió inglés y contabilidad, de modo que para las estadísticas es un adulto sin secundario completo. Su madre había sido concertista de piano, educada por un hombre de apellido Scarafia. Páez empezó a tomar clases de piano con ese profesor —vivía frente a su casa—, pero no tenía interés en leer música. Engañaba a su maestro tocando de oído. La máscara cayó cuando quiso aprender ‘Rhapsody in Blue’ para tocársela a su padre. Scarafia le indicó que repitiera desde el compás número tal. Páez no tenía idea de cuál era ese compás: la maraña de notas no le decía nada. El profesor se dio cuenta, cerró la tapa del piano y le dijo que no apareciera nunca más. Ese episodio no marcó el futuro, que fue señalado involuntariamente por otro hombre, muy distinto a Scarafia, el 7 de agosto de 1976 cuando, a sus 13 años, Páez fue al teatro a ver La Máquina de Hacer Pájaros, la banda de Charly García, un músico descomunal que no logró la trascendencia fuera de su país que lograron otros. Aquella noche, Páez entendió todo: “Nunca había estado en un lugar donde hubiera gente con esa energía. En mi casa era todo Padre nuestro que estás en los cielos. Yo me quería escapar de ahí. Me aburría. Y por suerte apareció Charly”, decía en 2018 en la revista mexicana Gatopardo. La fiebre por aferrarse al destino que venía a buscarlo fue una tarea a la que se entregó en un contexto difícil. La dictadura militar había tomado el poder ese año y la juventud, el rock, la nocturnidad eran sinónimo de lo que había que combatir. A los 16, formó la banda Neolalia, luego otra llamada Staff. Hizo un esfuerzo moderado por entrar en el “mercado laboral” —trabajó media jornada en una pollería—, y empezó a mentir en su casa asegurando que asistía a la Facultad de Agronomía cuando en realidad se iba a tocar. Su fama de genio del teclado empezó a crecer dentro de Rosario y Juan Carlos Baglietto, un músico que sería uno de los máximos exponentes de la llamada “trova rosarina”, lo invitó a formar parte de su banda, en la que todos le llevaban al menos siete años.
A los 19 decidió mudarse a Buenos Aires, una ciudad que apenas conocía. Se fue en tren, con poca plata y su teclado. El padre se disgustó al verlo abandonar la vida universitaria que quería para él (“Estaba enojado. A veces llamaba a casa y él no quería hablar”). En 1982 lo convocaron para hacer el servicio militar, entonces obligatorio. La decisión que tomó es famosa: se hizo sacar siete muelas de una vez. El diagnóstico de la revisión médica de los militares concluyó: “Pérdida de superficie masticatoria. No apto para el servicio militar”. Ese acto de amputación representa su filosofía: no hay encerrona posible para un hombre dispuesto a todo, un Houdini capaz de librarse sin trucos, pura tracción a sangre, de cualquier cerrojo.
—Se le murió la madre a los ocho meses. Ya está. Eso va a ser gritado. Eso no tiene borde. Cualquier argumento que le pongas adelante a ese tipo lo va a derribar. Por eso digo: no provoques mucho a un animal porque te va a clavar los dientes.
Qué importaba, entonces, no tener un sitio donde dormir. Qué importaba no comer. Qué importaba no tener dientes si un día Daniel Grinbank, un productor y mánager que tuvo mucha influencia en la música argentina, lo contactó para preguntarle si quería reunirse con Charly García, a quien él representaba, para ingresar como tecladista de la banda. García estaba por sacar el álbum Clics modernos, que, si ahora es tenido como una cumbre del rock nacional, 40 años atrás fue denostado. No por Páez, que al escucharlo quedó perplejo.
—Clics modernos es una obra ineludible. Hay que verlo como un oráculo. ¿Cómo sería una música joven hoy? Así, como Clics modernos. Es una música del futuro.
—¿En tu obra hay un equivalente a ese disco?
—No. En absoluto. Son discos que no hay manera de empatarlos.
Se incorporó a la banda de García, en la que Fabiana Cantilo, una cantante de voz sofisticada y un lunar enervante en la mandíbula —un hilo de belleza exquisita recorre los rostros de todas las mujeres que estuvieron con Páez—, era corista. Páez se la ganó con timidez y deslumbramiento.
—Fabi tenía 22, 23 años y era la mujer más linda del mundo. Y yo era un chiquito de Rosario. Era muy linda, simpática, ocurrente y yo siempre quería agradarle. Siempre fue muy musa.
La relación fue tumultuosa, duró cinco años, ella inspiró algunas de sus mejores canciones, como ‘Tres agujas’, y el adiós nunca fue definitivo: Cantilo es parte central de ese ecosistema de mujeres con las cuales Páez tuvo un vínculo fuerte, y que gravitan en torno a él para siempre. En 1984 grabó su primer álbum solista: Del 63. En 1985 el segundo: Giros. El 6 de diciembre dio su primer show en el Luna Park, un espacio consagratorio, mientras en Rosario su padre estaba grave.
—Me llamaba mi tío y me decía: “Tenés que venir, no es joda”. Y yo lo negaba.
Hasta que el tío le dijo: “Se está muriendo”. Su amigo el músico Fena Della Maggiora lo llevó en auto. Fueron directo al hospital. Páez entró al cuarto, abrazó a su padre que, inconsciente, derramó una lágrima. Murió casi de inmediato.
—Yo no pensaba en la muerte de ellos en esos años. Tenía una idea: ni mis abuelas, ni mi papá ni mis tías se iban a morir. Me decían: “Tu viejo está mal”. No, eso no está pasando. Qué curioso, ¿no? Mi idea era: “Acá no se muere nadie”.
Pero se murieron todos.
***
Era 1986. 7 de noviembre, Río de Janeiro. Estaba allí con Fabiana Cantilo y Charly García. Habían tocado en la sala Circo Voador. En la tarde del 8 de noviembre, Páez y Cantilo aún dormían cuando el baterista de la banda entró en su cuarto para avisarle que lo iban a llamar desde Buenos Aires. Páez tenía 23 años y el sensor de alarma bastante desactivado por la felicidad del recital y la borrachera posterior, pero se dio cuenta de que la situación era rara: ¿por qué le avisaban que lo iban a llamar?, ¿por qué no lo llamaban directamente? Sonó el teléfono, atendió. El productor Jorge Portunato le dijo: “Fito, mataron a tus abuelas en Rosario”. “Encontraron el cadáver de Pepa, doña Josefa Páez, soltera de 80 años, mi tía abuela, en el pasillo de entrada con profundas heridas de arma blanca”, escribe en la autobiografía. “En la cama de su dormitorio, a Belia, doña Belia Zulema Ramírez de Páez, de 76 años, mi abuela, que yacía muerta con un tiro en la cabeza. El arma con que se le dio muerte fue accionada con la interposición de una almohada que estaba sobre su rostro. En el piso, el cadáver de Fermina Godoy, de 33 años, con una puñalada en el pecho”. Fermina Godoy era la empleada doméstica, embarazada de siete meses.
Los responsables del crimen fueron descubiertos tiempo después por investigaciones que condujeron a una travesti que usaba una cadena de la abuela de Páez. Se la había regalado su novio, Walter de Giusti, detenido y condenado a cadena perpetua como autor material del crimen (murió en 1998, por complicaciones derivadas del VIH). De Giusti no era un desconocido para Páez, y atar esos cabos debió ser una llaga ardiente. Un día, mientras aún vivía en Rosario y tocaba el piano en su casa, alguien golpeó los postigos de la ventana que daba a la calle. Páez abrió. Era un adolescente como él que le dijo: “Vos sos Fito, ¿no?”. Lo incomodó que estuviera espiándolo. Fue brusco, cerró la ventana. Pero la escena se repitió varias veces hasta que Páez le dijo: “No me gusta que te quedes ahí escuchando”. El otro lo desarmó con una frase: “Me gusta la música”. “Sus ojos”, escribe Páez, “(…) escondían una especie de ternura (…)”. “Bueno, quedate, ¿cómo te llamás? ‘Walter’, respondió, bajando la mirada. Volví al viejo August Förster, conmovido por la fragilidad de aquel pibe”. No lo invitó a entrar pero toleró su presencia: en el pueblo de Páez siempre hay lugar para todos. El 7 de noviembre de 1986, transformado en un adulto joven, el hombre que escuchaba al otro lado de la ventana tocó el timbre de esa casa. Un tiempo antes había hecho allí un trabajo de plomería que había quedado mal y dijo que quería ofrecer disculpas. La abuela de Páez no sospechó de la excusa absurda. Abrió la puerta y lo dejó entrar.
—¿Te acordás de la última vez que las viste?
—Sí. Yo ya había olido el olor de la muerte en esa casa. Era un olor como a viejo y a encierro. El día que me fui a la estación, para volver a Buenos Aires, les di un beso. Me subí al taxi. Me di vuelta y las vi haciendo así —dice levantando la mano en un saludo—. A los dos meses fue el asesinato. O al mes. Me parte el alma recordar esa secuencia. Fue como si hasta ellas supieran que era la última vez. Apenas cuatro años después de llegar a Buenos Aires se abría paso en las ligas donde jugaban los músicos que siempre había admirado (Litto Nebbia, García, Luis Alberto Spinetta), pero al asesinato de sus abuelas le siguió un deambular anestesiado. Pasó mucho tiempo en un “lento suicidio alcohólico”.
—Hasta los 30 estaba a un segundo de pegarme un balazo o irme de joda. Pero eso también te fortalece. El sentido cercano de la muerte le quita valor a todo. Es como si tuviera un tercer ojo desde muy chiquito. Cuando muere tu madre y te matan a tus abuelas, ya está. A mí me interesa el amor. ¿Me interesa el dinero? No. No es mi materia. La otra sí es mi materia. La idea de la muerte es tan fuerte que todo lo demás te parece hueco. No podés concebir que las mujeres que te hicieron la comida y te curaban la fiebre hayan sido asesinadas. Lo único que hacés en tu vida es escapar de esa escena. Pero el asesinato, que se encarna como un estigma, a la vez es contrapesado por el amor de esas dos mujeres. Y el único que tiene la llave para ver eso soy yo.
La relación con Fabiana Cantilo, como todo lo demás, se desmoronaba. Un día pasó por una agencia de viajes, vio una foto de Papeete, compró dos pasajes, uno para él y otro para Alejandro Avalis, su mano derecha durante años.
—En un momento nos perdimos en un callejón del puerto y casi nos come una jauría de perros. Un momento brujeril, corridos por noventa perros. Había algo como acechante. Mientras tanto esa voluntad. Pum, pum, los temas. En la primera zambullida al mar me quedé con el agua hasta el cuello un rato largo y compuse ‘Fuga en tabú’. Después fui a la choza donde estábamos y la grabé entera.
“Si hay que brillar, brillaremos. / Si hay que acabar, acabemos”, dice ‘Fuga en tabú’, una declaración de entrega a las fuerzas sin control que lo arrastraban hacia los arrecifes fantasmales de una familia aniquilada. Regresó a la Argentina con un disco. Lo tituló ‘Ciudad de pobres corazones’, un tema rabioso que gritaba: “En esta puta ciudad / matan a pobres corazones”, el reverso de ‘Yo vengo a ofrecer mi corazón’, una venganza contra su propia candidez. En 1988 entregó su siguiente placa, Ey! La compañía EMI la editó a regañadientes y le anuló el contrato. Su deambular por la ciudad alcanzaba cotas delirantes. Llegó a dormir a la intemperie, tapado por diarios y una manta que llevaba consigo a todas partes. El siguiente disco, Tercer mundo, lo grabó sin compañía, pero la Warner se interesó. Inesperadamente, vendió 30.000 placas en 20 días. Lo presentó en el teatro Gran Rex de Buenos Aires. Cada noche, después de hacer cantar a miles, regresaba a la casa destruida que habitaba por entonces. En febrero de 1991 aceptó ir con Fena Della Maggiora a Punta del Este, un balneario uruguayo. Allí, en casa de amigos, estaba la actriz Cecilia Roth, que había regresado a la Argentina después de años de exilio en España y se había casado pocos meses antes con un hombre llamado Gonzalo Gil. Se conocieron el 11 de febrero, en una fiesta. Páez hacía rato que no tenía ningún lugar a donde ir (ni motivo para querer llegar a ninguna parte).
***
La lluvia arrecia al otro lado de los ventanales que rodean la sala del departamento donde vive Cecilia Roth. El pelo rubísimo y lacio —se lo exige el personaje de la película que está rodando; ella lo tiene más rizado— emana chispas de luz por los reflejos de la tormenta. Administra los tonos produciendo un desajuste extraordinario entre lo que dice y cómo lo dice, de modo que lo que parece que va a ser serio se torna gracioso. Con ella parece haberse puesto en marcha ese mecanismo que se reitera en otras parejas de Páez: casi no sabía quién era el hombre que se le acercó en la fiesta de Punta del Este y le dijo, desaprensivamente, “Nena, ¿me servís vino?”, pero el efecto de confianza fue inmediato.
—Como que le vi su más profundo ser. Es un tipo que sabe amar. Es muy hermoso tipo. Yo estaba casada. Y venía con una vida bastante poco sana. Y Fito estaba bastante roto. Pienso que los dos fuimos muy salvavidas del otro. Fuimos muy felices y… ay… Fito te va a preguntar: “Lloró, ¿no?”. Es una de mis habilidades —dice, riéndose, y toma una servilleta para secarse las lágrimas—. Pero lloro con felicidad. De emoción, de lindos recuerdos. Cuánto tiempo pasó, y sin embargo cuánto más profunda es la relación ahora. Cuando lo conocí dije: “Guau, es esto”. Cuando volví a Buenos Aires desde Punta del Este estaba Gonzalo en casa, este mismo departamento. Se había enterado, porque esas cosas corren. Le dije: “Me enamoré”. Me dijo: “Ah, sí, de ese chico cubano”. Porque Fito en esa época iba mucho a Cuba. Y Gonzalo cometió el peor de los pecados. Me dijo: “Seguramente te dijo que yo estoy con Flopi”. Que era una corista de Fito. Le digo: “No”. Y automáticamente se me fue toda la culpa.
La carcajada ronca de Roth es algo más hermano de la lluvia y la intemperie que de este departamento que exuda civilización. Horacio González, un intelectual argentino de quien Páez era amigo, les prestó un espacio en su casa.
—Dormíamos en el living, los vidrios estaban rotos, pero éramos felices. Yo tuve una seguridad instantánea con Fito. Fue como “lo encontré”. Salir de ahí deja un hueco importante. Por más que te enamores. Yo no volví a formar una pareja. He estado meses con alguien, o años, pero no conviviendo.
Durante el tiempo en que permanecieron juntos, la creatividad de los dos se expandió como un incendio. Ella hizo las películas Un lugar en el mundo (1991), Martín Hache (1997), Todo sobre mi madre (1999). Él compuso El amor después del amor, que desde el año de su lanzamiento, 1992, marcó a generaciones enteras con temas como el que le da título al disco.
—Tuvimos momentos extraordinarios. Recordamos los dos, siempre, un atardecer en Fiyi, arriba de un barquito, una siesta. Todo fue muy hermoso. Es difícil comparar otra relación con la que tuve con Fito. Porque fue…
Hace una pausa y, como dejando que algo largamente cultivado se abra paso hasta la superficie, dice con dulzura excepcional:
—… fue el entendimiento de lo que era el amor.
***
—Yo creo que a Cecilia le pude transmitir lo que había pasado con el asesinato de las abuelas —dice Páez—. Y creo que ella también venía de una experiencia bravísima, que había sido el exilio. Dos personas quebradas. En el momento que nos cruzamos, ya sabíamos que íbamos a tener una historia de amor. Ella tenía un miedo bárbaro. Se había casado. Tiene gran carácter, se cuidó hasta donde pudo, y generalmente ese tipo de carácter va a por lo que hay que ir. Es implacable. Es temeraria. Aprendí muchísimo de eso. Yo me acuerdo de haber pensado en situaciones laborales: “Esto lo voy a hacer a lo Roth, a lo bestia, a la mierda el contrato, a la mierda los mánagers, a quemar la casa y seguiremos viviendo de alguna manera”. Yo soy bastante más conciliador. Aunque en los ensayos tengo fama de tirano, es más la fama. En general soy conciliador porque quiero que la música salga. Pero Ceci es impresionante. Ella tenía una cosa que me encantaba. Yo le mostraba los temas y lloraba. Y me encantaba emocionar a Ceci. La composición de El amor después del amor fue en José Ignacio, en Uruguay. Fue una fuente. No paraba. Yo había llegado con cuatro cositas muy básicas y ahí se abrió, en esos 10 días salió todo el álbum.
La Warner hizo 30.000 copias, estimando que se venderían en dos meses. Se vendieron en tres días. Emprendió una gira de 150 conciertos, que terminó con dos shows ante 40.000 personas en el estadio de Vélez Sarsfield, el 24 y 25 de abril de 1993. No podía salir a la calle sin generar tumulto, tenía una guardia de paparazis en la puerta. Ya había hecho recitales para miles de personas, había lanzado discos a los que les había ido bien, había recibido admiración, pero El amor después del amor fue el estallido de una supernova que movió el eje del planeta en que vivía y lo eyectó a otro, fascinante y aterrador.
—Todo empieza siendo un juego de sensualidad y de gracia, querés agradarle a Fabi, a Ceci, y después empiezan a pasar cosas como que la gente te dice: “Nos conocimos con esa canción y tuvimos 10 hijos”, y te sentís muy honrado, y por otro lado no deja de ser extraño, y en un momento estás en la picota. Me transformé en una especie de traidor. Una revista sacó una tapa que decía “La traición de Fito Páez”, o algo así. Como si yo hubiera traicionado el lugar de origen ahora que me estaba yendo bien. Pero es verdad que te transformás en un idiota con una facilidad increíble. Te volvés demasiado arrogante. Me acuerdo que un tipo se bajó del auto y me dijo: “Firmame, nosotros te vamos a ver a todo lados”. Y en vez de firmarle le empecé a decir: “No soy tu esclavo”. ¿Para qué? Firmale y te vas. No es para justificarme, pero responde a un cambio de vida brutal para el cual nadie está preparado. Sucede lentamente y no te das cuenta. Y una noche llegás a un hotel y tenés a 500 personas cantando en la vereda, molestando a todo el mundo, y ahí decís: “Ya se fue todo a la mierda”. Se enrarece la vida, dejás de ser el pistolero que todos conocen. Decís: “¿Por qué estoy acá? Si era la música, escribir, chupar cerveza”.
La existencia, tal como la había conocido, estaba fuera de su alcance: adiós a los bares cutres y adiós a dormir donde lo agarrara la noche y adiós a regresar a casa colgado de un camión de la basura, y hola a Nueva York, hola a productos de marca para el pelo. En esas condiciones tuvo que grabar otro disco para la compañía.
—¿Qué iba a contar? Si hacía dos años que no tenía experiencia de calle. Entonces me fui a Rosario, me dije: “Vengo de acá, de esta casa, de la muerte de mi madre”. Hice el disco. Circo Beat. Y ahí pensé: “Voy a dejar ese lugar, no lo paso bien”. Y poco a poco me bajé.
Circo Beat, lanzado en 1994, vendió 250.000 copias. En diciembre de 1995, el periodista Daniel Amiano publicó una nota en el diario La Nación en la que daba cuenta de que el día del recital en el que se presentó en el estadio de River había poca gente: “Llamó la atención la ubicación del escenario: en lugar de estar contra un arco —es lo más usual— se ubicó en el centro de la cancha de frente a la extensa platea San Martín. Puede haber dos razones para ello: las medidas del escenario o la poca demanda de entradas”. Él relata esa etapa de su vida como un repliegue voluntario, no un efecto de la pérdida de la popularidad.
—Lo fundamental es retirarte de los medios. Me venían a preguntar de todo y yo, como un tarado, opinaba de cosas que no sabía. Conocí a Gerardo Gandini, aprendí a tocar cosas mucho más difíciles, volví a estudiar piano. Ahí arranca otra etapa, recuperás la humildad.
—¿La habías perdido?
—Y sí, un poco sí.
***
El escritor argentino Rodrigo Fresán, que vive en Barcelona desde hace años, entrevistó a Páez cuando aún vivía en Buenos Aires y trabajaba como periodista en la revista Pelo. Desde 1991 empezó a frecuentarlo en un grupo de amigos en común, “chicos y chicas noctámbulos”, en el que estaban Martín Caparrós, Alan Pauls, el periodista Jorge Lanata.
—Fito organizaba unas tertulias en su casa. Iban Ricardo Piglia, Alan Pauls, Horacio González. Es algo que yo valoré siempre de Fito, eso de ser una especie de polimorfo multitask. Todo lo entusiasma, todo le gusta. Tiene esa cosa conmovedora del chico de provincias que llega a la gran ciudad, por un lado para comérsela y por otro para ser devorado. Y dentro de lo que es el pop latinoamericano, es un tipo que ya maduró muy bien y está preparándose para envejecer muy bien. Yo creo que es mucho mejor ahora. No sólo a niveles de interpretación, que me gusta mucho más cómo suena, sino que los arreglos son buenísimos. Pero también es mejor él. Me parece un poco tonto decir esto, pero me parece que es mejor persona. No hay nada más irritante para la gente sin entusiasmo que el entusiasmo ajeno. Y esa envidia se convierte en condena y acusación. Ver a alguien feliz con lo que hace, bailoteando como bailotea Fito… entiendo que eso irrite, despierte un espíritu cuestionador. Me da la impresión de que si Fito hubiera sido corredor de Fórmula 1, también sería jockey, aviador, manejaría locomotoras y le interesaría mucho la posibilidad de construir el Arca de Noé.
***
A Circo Beat le siguieron Euforia, Enemigos íntimos —una colaboración con Joaquín Sabina que resultó tortuosa—, Abre. En 1999 empezó a rodar su primer largometraje, Vidas privadas, en el que actúan Cecilia Roth y el mexicano Gael García Bernal. Es la historia de una mujer secuestrada durante la dictadura argentina que da a luz en cautiverio a un hijo al que cree muerto, se exilia, regresa a su país y contrata a un taxi boy. El chico es hijo de desaparecidos. Todo termina en incesto. La película no obtuvo buenas críticas: “(…) un guion torpe (…); un libreto que acumula situaciones de tensión insoportable cuya falta de gradación las va anulando sistemáticamente una tras otra”, publicó EL PAÍS. Páez coloca en ese rodaje parte de la carga que los llevó al divorcio.
—El vínculo venía mal, pero la película fue un gran detonante. Estaba filmando el Edipo con mi mamá muerta con la que era mi pareja. Se mueve mucho magma. En 1999 nació Martín. Yo tenía un diagnóstico bastante severo sobre mis posibilidades de tener hijos. No me molestaba mucho. Pero queríamos quedar embarazados con Ceci y mis estudios daban mal. Entonces dijimos: “Vamos a adoptar”. Y fue maravilloso. No importa nada si es tu leche o no es tu leche. Hoy cuando necesito tranquilidad la única persona a la que llamo es a Martín.
A las 16.30, la hora en que la entrevista debe terminar, Páez se levanta.
—Vení, quiero tocar una cosa. Esta no la toqué nunca. La toqué una sola vez, hace años, en el teatro Ópera.
Entonces la toca. Después se queda solo.
***
—Martín tenía tres años cuando nos separamos —dice Cecilia Roth—. Fue una separación muy triste para los dos. Fito se enojó, se enojó. Me dolía su distancia. Hubo momentos en los que estábamos bien pero de pronto se despertaba un terremoto. Él siempre fue un padre muy presente, pero no soportaba cómo era yo como madre y yo no soportaba cómo era él como padre. Pienso ahora que recién en los últimos años Fito me tiene más respeto. Por ahí siempre lo tuvo y no lo vi. Yo era más loquita. Más ego. Una vez separados él era el culpable de todo y yo la culpable de todo. Y ahora es un hermano, un gran amigo.
—Él sostiene que Vidas privadas tuvo mucho que ver en la separación.
—No, no estoy de acuerdo. Pasaron otras cosas. Era la primera película de Fito y yo sentía que no me daba ni pelota. A mí, a mi experiencia. Me sentía bastante humillada. Puede ser que en esos tiempos haya empezado a suceder un rompimiento en nuestro vínculo. Por faltas de respeto mutuo. Me acuerdo de una noche, a los seis o siete años de estar juntos. Estábamos viendo una película. Lo miré y le dije: “Si vos no existieras, yo tampoco existiría”. Pero eso también se puede romper. Yo soy muy extrema. Muy frívola en ese sentido: “Bueno, si no es así, chau, se terminó”. Muy elemental, muy binaria. No dejé de querer a Fito nunca, pero en un momento no bancaba ese vínculo. Maltratos mutuos. Empezar a preguntarte a la mañana: “¿Toda mi vida va a ser así?”. Creo que empezamos a aburrirnos. A estar tensos. A veces pienso, ¿qué pasaría si estuviéramos juntos ahora? No viviría con él ni en pedo. Vivir juntos erosionaba mucho el vínculo. Por los horarios, por todo. Pero me pregunto en qué momento yo dejé de tener ganas de estar con Fito. Ahora miro las fotos de los dos embobados con el bebé y pienso: “Qué hermoso”. Yo creo que el peor pecado es ser feliz y no darte cuenta. Esa plenitud. Yo creo que eso lo viví con Fito.
***
El jueves 12 de octubre Fito Páez está sentado al piano, rodeado de una orquesta de cuerdas, en una sala de ensayos del primer subsuelo del teatro Colón. Lleva el atuendo usual fuera de los escenarios: pantalón de jogging, un buzo grande. El concierto homenaje a Gerardo Gandini fue idea suya, aún cuando debe grabar El amor después del amor en portugués, componer el primero de los tres discos del contrato que firmó con Sony España, y continuar con la gira que terminará el 16 de diciembre en el estadio Único de la ciudad de La Plata.
—¿Cómo estamos de tiempo? —pregunta, puesto que los ensayos están reglados por los gremios que marcan un descanso cada dos horas para la orquesta.
—Queda media hora —dice Carlos Vandera.
—Excelente. Vamos a hacer ‘Tumbas de la gloria’ mientras esperamos que llegue Fabi Cantilo.
Poco más tarde, cuando llega Fabiana Cantilo, se produce algo en la calidad del aire. No porque ella y su madre, una mujer de más de 90 años y porte regio, exuden un aroma de atmósferas distintas —Cantilo huele a pinar, su madre a una fragancia intensa como un muro—, ni porque traiga consigo unos modos antiguamente maternales y anárquicamente desfachatados, sino porque es como si hiciera su ingreso una parte de la historia de la música lista para hacer combustión con otra que es, además, el hombre del que estuvo enamorada.
—Ahí está, llegó la musa —dice Páez, sin dejar de prestar atención a la orquesta durante el endiablado comienzo de ‘Tumbas de la gloria’.
Cantilo se acerca a una silla en la que acomoda a su madre. La trata de usted —como a Páez— y le pregunta qué prefiere tomar: té, café.
—Un whisky —responde la mujer con ironía.
Páez la llama con amabilidad:
—Madame Cantiló.
—Ja, madame Cantiló —dice Cantilo, y avanza hasta su sitio.
—Para qué le habré dicho que se peine. Mirá lo que es ese pelo —dice la madre.
Cantilo y Páez cantan el tema que harán juntos, ‘Te aliviará’, como si no hubieran hecho nunca otra cosa que amarrar sus voces a una temperatura armónica.
—¡Excelente, Fabi Cantilo! ¡Excelente! —dice Páez, y propone que el día del concierto, después de cantar, bailen un vals.
—Practiquemos —dice Cantilo.
Él, abrazado a ella, traquetea como si estuviera trabado en la arena. La madre de Cantilo se espanta:
—Pero es un desastre eso que están haciendo. A estos me los tuve que bancar cinco años.
—Es muy patadura usted —dice Cantilo.
Páez se ríe a carcajadas. Todo parece flotar.
***
La delgadez de Carlos Vandera contrasta con el sarcasmo acelerado de algunas de sus frases, como si estuviera habitado por un vikingo. Días atrás, cuando se le planteó la posibilidad de una entrevista, dijo: “Si es para contribuir a derrumbar la carrera de Rodolfo, nos vemos mañana mismo”. Además de tocar con él, es una especie de productor general durante la gira.
—Es mi amigo, pero cuando trabajo es mi jefe. Es muy conservador en las jerarquías. No me perdona. A veces las luces o los camarines no están bien y él se enoja un montón. Eso repercute en los músicos y en el entorno. Si pusiéramos los agudos en la parte linda de la vida y los graves en las partes feas, él tiene mucho de los dos. Cuando está de buen humor es paradisíaco, pero cuando está cruzado tiene una intensidad muy por arriba de lo habitual. Se pone muy dictatorial, no hay debate posible. Pero también es un rompe reglas de toda la vida. Con los hijos es estricto pero tiene las dos ideas: “Hacé lo que quieras”, y “Volvé a tal hora”. Creo que sus hijos lo salvaron. Lo ajustaron a un centro vital. Es un campeón en los cien metros crol del caos. Y Martín y Margarita lo ordenaron. Puso todo el tiempo a disposición para criarlos. Si no, él no tiene estructura horaria. Estás en un estudio de grabación y podés pensar: “Ya es la hora de comer, cortemos”. Él no. Cuando pensás que no das más, él recién está empezando. Tiene esa parte que es muy lúcida y por otro lado es un poco ingenuo y confiado. En su vida artística se ha metido con gente que lo ha cagado mucho.
***
El lunes 16 de octubre, a las 16.30, durante la prueba de sonido, Páez canta el tango ‘Los mareados’ en la sala principal del teatro Colón, aún vacía, mientras por el pasillo central avanza Fabiana Cantilo con los brazos cruzados sobre el pecho como una señora pudorosa.
—¡Fabi Cantilo! Bienvenida. Señor iluminador, ¿va a seguir esta sucesión de días y noches? —dice, porque las luces suben y bajan a un ritmo extraño.
Durante un buen rato da indicaciones de toda clase: “Probá sacar el piano del monitor, ahora la orquesta sin ustedes dos”, hasta que les dice a los músicos: “Yo me encargo, para mí ya está, quiero que descansen”.
Los músicos se retiran pero él se queda en el escenario, tocando. Fabiana Cantilo se recuesta debajo del piano en una actitud que podría ser forzada pero que ella ejecuta con naturalidad. Al terminar la pieza, Páez la ve y dice, con ternura:
—Qué linda Fabiana ahí.
Ese hombre de jogging gris es el mismo diablo que tres horas después, con un atuendo completamente rojo, canta ante un público que lo recibe bramando su nombre. Al día siguiente, elogios: “Fito y los suyos trazaron un itinerario musical en el que las fronteras entre estilos, tiempos y distancias se rindieron a los pies de la honestidad artística”, publicó Infobae. Así es ahora, como era antes: todos elogian. No fue lo que pasó cuando lanzó Rey sol, de 2000; Naturaleza sangre, de 2003; Mi vida con ellas, de 2004; Moda y pueblo, de 2005; El mundo cabe en una canción, de 2006; Rodolfo, de 2007; No sé si es Baires o Madrid, de 2008; Confiá, de 2010, que recibieron críticas duras mientras trabajos que no habían sido bien tratados en su momento, como Ciudad de pobres corazones, se mencionaban con admiración. El mensaje era claro: debía regresar a sus peores años —y sufrir— para componer cosas que valieran la pena.
***
—No, yo no quería, Mimi —dice dos días después del concierto.
—¿Y para qué lo recibe, señor? —dice Mimí, cariñosa, a punto de llevarse el té.
—¿Te molesta si fumo?
Páez busca en su estudio un cigarrillo que consume con calma. Después del recital en el Colón vino a esta casa con cuatro o cinco amigos, pero no hubo grandes festejos. Siempre hay noches interminables y borracheras épicas —le gusta componer con resaca—, pero durante la gira alinea filas detrás de la disciplina, la misma que aplicó a lo largo de años cuando, a pesar de la menor repercusión de sus discos, siguió componiendo:
—Todo lo que gané lo invertí en el estudio y en la película. No me dediqué a las finanzas. Por otra parte, todos o la mayoría de los empresarios, menos ahora que mi mánager es Daniel Grinbank, me estafaron. Es un chocolate que me tengo que comer por haber sido tan descuidado. El negocio es así. Si no estás atento, se lo llevan. Pero esos inconvenientes de dinero ahora están mucho más atenuados. Por primera vez desde El amor después del amor. Treinta años más tarde.
En el ensayo sobre la música que ahora le ocupa aparecen, en medio de vendavales de amor devocional por la materia con la que trabaja, chispazos de provocación cuando se refiere a lo que considera cosas sin ritmo, sin melodía, sin armonía, zurcidas con puntadas tecnológicas.
—Ahora tienen algo que se llama camps de composición. Se juntan muchos autores y un artista y le empiezan a proponer el ritmo acá, una palabra allá. Por eso hay 20 autores en una canción que tiene 12 palabras. La degradación estética, moral y ética del lenguaje musical ha sido apabullante. Toda la magia rítmica de la música está en extinción. Por eso propongo una nueva nomenclatura. No es música. Pónganle “no- música”. Inventen una palabra.
Se echa hacia atrás en la silla y emite una risita de fondo maligno.
—Pero claro. Tampoco tiene imaginación. Puede que vaya desapareciendo el público. Que no haya nadie a quien cantarle. Es un escenario totalmente posible.
—¿Eso no te perturba?
—No. Eso no hace que desaparezca tu deseo. Por momentos me siento un hombre conservador a los 60 años. ¿Pero qué estoy conservando? El disparate de antes, que ahora no lo encuentro. Quiero mantener el disparate de Los Beatles, de Charly García. ¿Me volví un conservador? Sí. Me volví un conservador del delirio. Es muy difícil vivir en un mundo que sólo habla de porcentajes. No añoro el mundo en que viví. Quiero un mundo más delirante. Esa es la buena pelea, ¿ves? La conservación del delirio.
En 2007 estrenó su segundo largometraje, De quién es el portaligas. Actuaba Romina Richi, su pareja desde 2003 y hasta 2010, aunque ninguno de los dos lleva bien la cuenta porque hubo separaciones, idas, venidas. Cuando se conocieron, ella tenía una trayectoria amplia como actriz, sobre todo en programas televisivos para un público adolescente.
—La conocí en una discoteca. Estaba buscando fuego. Digo: “Che, ¿me das fuego?”. Ella estaba en la oscuridad, me da fuego, se ilumina, y tiene ese rostro hermoso, increíble. “Hola”, digo. Bum. Y eso nos condujo a un bar, y nos enroscamos. Ella, según me contó, no sabía ni quién era yo. Y yo no sabía quién era ella. Tenía 24 años. Yo era un viejo cascado ya. Cuarenta y pico. Un viejo zorro. Fue un vínculo que me trajo mucha alegría, yo estaba muy loco con la separación de Ceci. Y después, imaginate, trajo a Margarita. Yo con Cecilia no había podido, era un asunto de baja espermática. Romina me dijo: “Vas a poder”. Y a los tres, cuatro meses, pum, ¡Margarita! Andá a saber cómo se habrán enredado los cables. La máquina, ¿viste? Anda, no anda.
Esa tarde, antes de despedirse, enumera una larga lista de ciudades, aeropuertos, shows que lo esperan. El movimiento interminable del hombre que no prepara su propia comida pero que a veces, con precauciones, se deja devorar.
***
Margarita Páez tiene 19 años y está en una de las salas de la casa. Las trenzas rubias le dan un aire de frescura implacable y campestre. Quiere ser actriz, estudia teatro, inglés, piano.
—Mi papá nunca me enseñó a tocar. Dice que no sabe enseñar. No me enseñó nada práctico. Es que tampoco sabe. Si viviera solo no se arreglaría ni en pedo. Pero, por otra parte, labura tanto que cuando está en su casa está bien que le traigan la comida y no tenga que ocuparse de esas cosas. Quiere que lo cuiden. También es un niño.
En esta casa siempre hubo una regla estricta: si él se ausentaba algunos días, ella no podía quedarse sola y tenía que ir a la de su madre. Esa regla se quebrantó a sus 16 años. Terminaba 2020 y su padre se fue a Lobos, una ciudad a 98 kilómetros de Buenos Aires.
—Mi papá estaba superobsesivo con el covid. Cuando él se fue, invité a todos mis amigos y mis amigas acá. Éramos 30. Al otro día me llama mi papá. Reenojado. Me dijo: “¿Cómo vas a meter 30 personas en casa?”. Se me paró el corazón. Empecé a llorar como loca. Parece que el portero del edificio le había avisado que estaba subiendo mucha gente. Yo ese año iba a pasar las fiestas con una amiga, pero no me dejó. Me tuve que ir a pasarlo con mi mamá. La pasé bien igual, pero no paraba de llorar. Fue una tortura. No puedo estar peleada con mi papá, todo se me desacomoda. Estaba muy enojado porque fue como una traición, y sentí que lo había decepcionado.
Durante su crianza le fue transmitida una idea que está en la base de las creencias de Páez, que puede, a la vez, defender el delirio y sostener una convicción conservadora: la familia como máximo valor.
—Yo creo que él irradia amor y la familia para él es el amor más puro. Si él no hubiese sido criado con amor, no hubiese podido resistir lo que le pasó. Estuvo al borde, pero lo resistió. Yo creo que lo salvamos. Ceci en su momento, Martín, mi mamá, yo. Aparte de que se salvó él mismo.
—La puerta se abre y entra Páez, con la velocidad impresa en el rostro. Se sorprende (“Oh, mirá quién está acá”), y dice:
—¿Sabés qué pensé, Leila? Te voy a mandar los dos guiones de las películas para que los leas. Y el ensayo.
Sale por la otra puerta de la sala, sin dar tiempo a nada. Margarita pregunta:
—¿Qué películas?
—Está trabajando en dos guiones.
—Ah, sí. A mí me los mandó hace un montón y no los leí. Me olvido.
—¿Te gusta la música que hace?
—Sí. Igual, empecé a escucharlo el año pasado. Él nunca me machacó con eso. Igual, para mí es mi papá. Lo de Fito Páez es medio una boludez. No saben que es un hombre al que le gusta tirarse en un sillón y mirar la tele conmigo. A veces en el entorno le dicen “No parás un minuto”, como si lo estuvieran retando. Y no para porque lo elige. Se aburre, si no.
***
El martes 31 de octubre, después de varios recitales y viajes, Páez no se podía levantar de la cama. Su mánager personal envió un mensaje pidiendo disculpas, primero atrasando y luego cancelando la entrevista. Hoy, miércoles 1 de noviembre, es un día frío. Él, de blanco níveo con una chaqueta de plumas que podría aguantar una ventisca en el Ártico, llega al estudio donde Sebastián Arpesella le hará fotos.
—Leila, corazón, te tengo que pedir disculpas. Ayer no me podía mover. El osteópata me destrabó dos vértebras que tenía encimadas. Siempre me agarra de improviso.
—¿Qué cosa?
—El 7 de noviembre. El día del asesinato de las viejas. El año pasado estaba haciendo la serie de conciertos en el Movistar Arena, por los 30 años del disco, y me dio un dolor de estómago cinco minutos antes de entrar. Estaba tirado en el piso, me desmayaba. Lo hice igual. Terminé, fui al sanatorio y me dejaron internado dos días. Tenía una inflamación del estómago y del intestino. ¿Qué fecha era? 7 de noviembre. Bueno, ¿por dónde empezamos?
Camina presuroso hacia la escalera que lleva hasta la zona donde lo esperan la vestuarista, la maquilladora, el peluquero. Mientras le cortan el pelo y le arreglan la barba, comenta un libro sobre el poeta Juan L. Ortiz que está leyendo. Es un lector voraz, autodidacta, con conocimiento sobre autores diversos como Lamborghini, Rodolfo Fogwil, Schopenhauer, Ricardo Piglia. Mientras elige la ropa, habla con igual solvencia de música que del corte del saco que va a usar. Alguien le dice que en el estudio está el televisor que fue la imagen de portada de Clics modernos, y pide hacerse unas fotos con el aparato. Después de una vida salvaje, García atraviesa un momento de salud delicado. En octubre cumplió 72 años, Páez fue a saludarlo (“Está con los ojos brillantes. Tuvo una vida bravísima. Yo cuando veo los ojos así, ya está. No necesito hablar”), y cuando habla de él convergen el fanatismo devoto de un adolescente y la erudición de un musicólogo.
—Es importante que hablemos de este disco. Todos venimos de ahí.
Arpesella sugiere hacer unas tomas en la verdulería que está junto al estudio. Páez advierte que se puede transformar en un lío si hay demasiada gente, pero termina sentado entre cajones de bananas, más atento a la seguridad de los niños que pasan (“Cuidado, que los chicos no bajen a la calle”) que a cualquier lío que se pudiera generar.
***
En 2017 lanzó un álbum, La ciudad liberada, que fue recibido con muy buenas críticas. “El mejor disco de Páez en 20 años”, publicó Rolling Stone. En 2020 lanzó La conquista del espacio y Eduardo Fabregat escribió en Página/12: “Ya no necesita presentar ningún pergamino para certificar su lugar entre los grandes solistas del rock argentino”. Siguió a eso la trilogía de Los años salvajes, Futurología Arlt y The Golden Light, el primero de 2021 y los otros dos de 2022. Eduardo Fabregat escribió: “Es el Rodolfo Páez de hoy, en un momento luminoso, aquilatando toda experiencia”. Y, desde lo que empezaba a ser otra vez la cima, Páez volvió a arrojarse al vacío.
—En 2021 me di cuenta de que se iban a cumplir 30 años de El amor después del amor —dice Daniel Grinbank, su mánager desde junio de 2022—, y me acerqué al que era el mánager de ese momento, de la empresa Rodeo, y le dije que como promotor me interesaba comprar la gira de los 30 años. Él me dijo que no lo veía a Fito con ganas de hacerlo.
Al mencionar a los mánagers anteriores, Grinbank es tan discreto como la oficina que ocupa, en la que el único punto llamativo es una pequeña heladera roja marca Smeg.
—Pero ese año nos encontramos con Fito en los Premios Grammy, en Las Vegas, y fue como si el tiempo no hubiera pasado. Yo lo había visto dar un recital en el Movistar Arena y le dije: “Te cargaste el show vos solo, la producción no existe, sos un intérprete extraordinario pero hoy los shows requieren de tecnología y una serie de recursos que no estaban ahí”. Al tiempo, Fito decide cambiar de mánager. No estaba satisfecho con lo que estaba ocurriendo. Se comunica conmigo y para mí era más que interesante trabajar con él. Yo no entendía cómo una obra tan grandiosa como El amor después del amor no se reivindicaba como correspondía. Y encima él va y hace este nuevo álbum, que es extraordinario. Era un riesgo muy grande tocar una obra de 30 años, reformularla. Hasta un acto de inconsciencia. Salir ileso de esa comparación fue un desafío artístico muy grande y hay un consenso absoluto de que es una obra excepcional. No sólo salió ileso sino revalorizado.
El álbum al que se refiere se titula EADDA9223 —El amor después del amor 1992-2023—, y es la reformulación radical de aquel disco que parecía intocable.
***
—Mirá, te voy a mostrar una cosa del viaje a Roma que hicimos con Euge, después de la gira por España.
Es jueves 2 de noviembre. Todavía falta más de un mes para que pueda tomarse un descanso.
—Hablábamos el otro día de la fama y todo eso. Por suerte teníamos el amor con Cecilia que era muy hermoso y nos protegía, pero recuerdo momentos zarpados. El otro día vi una foto de Pasolini en Venecia cagándose a trompadas con un fotógrafo. Lo matan en Ostia, la playa de Roma. Fui ahora, con Euge. Es tan brutal. Mirá.
Muestra en el teléfono un video: una puerta de rejas, un cartel que dice: “Área videovigilada”, en italiano.
—Hay una llave ahí colgada, para que abras la reja. Y después, un pajonal. ¿A qué venía lo de Pasolini?
—Hablabas de la fama.
—Ah, sí, y de la piña de Pasolini al fotógrafo en Venecia. Es que nadie te enseña, es una situación extraordinaria. Uno puede jugar a eso, pero cuando es de verdad no está tan bueno.
Lo de ahora —la gente deteniéndolo por la calle, la imposibilidad de ir al cine en horario central— también es de verdad, pero tanto el destinatario de la admiración como la admiración en sí parecen más aplomados. Aunque entonces, como ahora, el aplomo no es lo que prima en ciertas decisiones. La idea temible de EADDA9223 —tomar un álbum compuesto en estado de gracia y reescribirlo— se le ocurrió en esta casa durante una borrachera.
—Nos emborrachamos y Carlitos Vandera me dijo: “Se van a cumplir 30 años de El amor después del amor”. Le dimos unas vueltas a la idea de tomar el disco y hacerlo de nuevo. ¿Se puede hacer? Claro que se puede, cómo no se va a poder.
En EADDA9223 participan Chico Buarque, Marisa Monte, Elvis Costello, Mon Laferte. “Antes que desafiar al tiempo, lo que el músico decidió estoicamente es poner a prueba el estado de salud de su sentido de la contemporaneidad. Y el resultado es muy afinado”, escribió el periodista Yumber Vera Rojas en Página/12. En 2023 fue nominado a los Grammy y seleccionado como uno de los mejores 50 discos del año por la NPR, la prestigiosa radio pública de Estados Unidos.
—¿Por qué voy a tenerle respeto? ¿Porque vendió mucho?, ¿porque está en el imaginario colectivo? No.
En la desorbitada órbita que hace que vuelva a pasar por donde alguna vez pasó influyen la trilogía de álbumes, EADDA9223, la autobiografía, la gira de El amor después del amor y, finalmente, la serie de Netflix que cuenta su vida —lleva el mismo título que el disco, El amor después del amor— y sobre la que él tiene enormes cuestionamientos.
—Tomaron la decisión de que sea un melodrama, y creo que es muy acertado. Pero dice: “Basada en el libro Infancia y juventud, de Fito Páez”. Bueno, desbasada, se podría poner. Nada de lo que se pactó se cumplió. No volvería a hacerlo en esa situación de producción. Era una mentira atrás de otra. Me decían que tal cosa iba a ir y no iba. La producción me dejó solo, engañado. Es gente a la que prefiero tener lejos el resto de mi vida. Tampoco es de mucha gravedad, porque salió bien, pero las cosas no se hacen así. Y no soy una materia dominable. No soy alguien de quien pueden pensar: “Da lo mismo, total no va a decir nada”. El equipo creativo trabajó con muchísima calidad. No así los productores. Ellos eran quienes me representaban y terminaron jugando en contra. El mánager juega a tu favor y habla con la verdad todo el tiempo.
—¿Por qué decidiste hacerla?
—Me dijeron que todo iba a ser un cuento de hadas. Los productores de la serie eran mis mánagers.
Sus mánagers: la empresa Rodeo, uno de cuyos socios es Juan Pablo Kolodziej, hermano de Eugenia Kolodziej, su pareja. Ella prefiere no hablar del asunto. Él jamás da detalles, ni en este caso —”no hace falta dar nombres”—, ni en otros como el de Alejandro Avalis, que después de acompañarlo durante décadas ya no trabaja con él.
—Terminamos el vínculo profesional. Era como un matrimonio viejo. Cuando alguien se sale fuertemente de las normas básicas, no podés trabajar más. Ahora estamos en una situación en la cual hay muchos más requerimientos para tocar desde afuera que de la Argentina. Aquí se me ha hecho muy difícil tocar. Porque querés llevar buen sonido y no podés. O porque mi música por muchos años no ha sido tan popular en la Argentina. Como me paso la vida buscando cosas nuevas, no todo el mundo te sigue. ¿Por qué te tienen que seguir el carro?
—¿Lo llevás mal?
—No. Por supuesto que no. Bastante suerte he tenido con que le hayan prestado atención a una veintena de canciones. No soy un hombre quejoso. Y este año además hicimos la gira por España, que fue consagratoria.
La gira tuvo lugar en julio de 2023 e incluyó ocho fechas. Comenzó en Barcelona, Marbella, Valencia, Sevilla, continuó el 14 de julio en Madrid, siguió en Cartagena, Las Palmas de Gran Canaria y terminó nuevamente en Barcelona. Pero el 14 de julio, de madrugada, sucedió algo que Páez adjetiva como “fabuloso”.
—Pasó algo en el medio que fue fabuloso.
Embestido por las carcajadas, se golpea los muslos como si encontrara el hecho muy cómico.
—Me quebré tres costillas.
Esa noche había salido a cenar con Carlos Vandera y su hijo Martín. Volvieron al hotel caminando.
—Me fui a acostar, al otro día era el concierto. Me levanto para hacer pipí, el colchón estaba como en declive, me resbalo y me caigo sobre una hielera. Y la hielera me quiebra las tres últimas costillas. De cuajo. Cinco de la madrugada. Estaba Eugenia, yo a los gritos, en el piso. Nos fuimos a una clínica donde me dijeron: “No tenés nada”. Y yo: “Mirá que me duele”. No me dieron bola. A las diez de la mañana no podía más. Finalmente me conectan con unos médicos del Real Madrid. A mediodía me llevan al consultorio y me dicen: “Tenés tres costillas quebradas. Podés cantar hoy a la noche si te damos dos inyecciones”. Me dieron dos inyecciones, analgésico, corticoide, todo muy subido. Y a la media hora empiezo a flotar. Llego a la prueba de sonido. Estaban todas las entradas vendidas. “Vamos con todo y después vemos”, dije.
Le pidió a Carlos Vandera que no dijera nada a los músicos hasta después del show. Durante el recital, Vandera no dejaba de mirarlo, tenso, esperando que en cualquier momento se derrumbara, “pero estaba de muy buen humor, me hacía chistes”.
—¿Y?
—Y que cuatro conciertos los hice con las tres costillas quebradas. Madrid, Canarias, Cartagena y Barcelona. Pero ese día en Madrid estaba bárbaro. Hago el concierto, nadie se entera. Pasan unos días, hago Cartagena. Cuando llego a Canarias, se me va el efecto de las inyecciones y exploto. Era un dolor delirante. Y ahí me infiltran dos médicos geniales. Me dan más inyecciones. Cuando me ponen eso salgo volando. Y hacemos los dos conciertos. Todos maravillosos.
Cuatro conciertos de más de dos horas, tres costillas hechas trizas. “Sus movimientos eclécticos, su andar distraído pero pertinente y su voz tan particular inundaron de vida el jardín de la Universidad Complutense, donde el público madrileño tuvo la oportunidad de ser protagonista de la historia de amor que el argentino empezó a escribir hace 32 años”, publicó entonces la agencia Efe.
—La gira fue maravillosa, pero lo más fuerte fue ver a tantos argentinos allá. Hay una diáspora. Vos venís a traer un poco de alegría, traés el terruño de vuelta, pero no es una situación muy agradable para toda esa gente que se tuvo que ir. Ahí hay algo que te produce un momento de tensión. Deberían estar acá con sus familias. Entonces fue una gira maravillosa, donde incluso tuve que cantar con tres costillas quebradas, que también fue divertido por las desventuras que hubo que pasar, pero ver a tanta gente expulsada de su país…, a nadie le puede hacer bien ver eso.
En 1992 escribió una canción llamada ‘Tumbas de la gloria’, uno de cuyos versos dice: “Todo lo que te hace bien siempre te hace mal”. El día de la sesión de fotos, después de hablar sobre Charly García, su genialidad, su música, se sentó a uno de los pianos que había en el estudio y tocó, sin errar una nota, el tema ‘No soy un extraño’, incluido en Clics modernos. Al terminar susurró:
—Como si la supiera.
Miró el teclado. Nadie supo qué estaba pensando.
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