Temperaturas de fusión


Vimos en directo el incendio de Valencia. Llegó a nuestros ojos al tiempo en el que sucedía, quizá con unos segundos de retraso: lo que tarda en viajar el horror a través de las ondas electromagnéticas. Disfrutábamos de una reunión familiar, cuando a alguien se le ocurrió encender la tele y encendió la realidad. Abandonamos los canapés, la conversación y las cervezas, todo, lo abandonamos todo por respeto a las presumibles víctimas y a las dos personas que, atrapadas en uno de los balcones del edificio, pedían socorro elevando los brazos. Llevaban varias capas de ropa que los bomberos empapaban para protegerlas de las altas temperaturas provocadas por las llamas de las que aparecían rodeados. Mientras el resto del edificio se calcinaba, el refugio de esta pareja joven mantenía más o menos su aspecto gracias a los chorros y a los abanicos de agua que se vertían sobre él.
Alguien informó de que un cuerpo no puede soportar una temperatura de 80 grados sin perecer. La cuestión era mantener por debajo la de los dos jóvenes. Entretanto, los toldos ardían y las molduras de aluminio se desprendían de la fachada y caían dibujando en el aire filigranas de fuego. Las llamas, que habían comenzado fuera, iban ganando deprisa deprisa el interior. Se lo comían todo: los peluches, los retratos de boda, los recibos de la hipoteca, las zapatillas de andar por casa… Nos preguntábamos a qué temperatura se licuaría el acero que formaba el tuétano del hormigón. Si llegara a derretirse, el edificio devendría en pura gelatina. Resistió y ahí está su cadáver, repleto de ojos oscuros y espantados.
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