El dolor vecino
Nos esforzamos en no implicarnos con nuestro entorno. Es algo intuitivo, una defensa egoísta propia de la gran ciudad
Debo confesar que hace mucho tiempo que me da miedo asomarme a los periódicos. No creo ser la única persona a la que le sucede; en mi caso, eso sí, el temor ha ido empeorando. Puede que la realidad sea cada vez más inhóspita, pero además es probable que yo vaya estando más blandurria, más frágil. También es natural. Contra lo que se suele pensar, estoy convencida de que cuando somos adolescentes poseemos una resistencia casi pétrea, pese a la facilidad con la que se llora en esa época (siempre por uno mismo: es una edad egocéntrica). Y es en la madurez tardía o en la vejez cuando el pellejo se te afina, cuando llueve sobre mojado porque ya has visto o vivido muchos dolores, cuando te conviertes en una princesa que ya no soporta el mínimo bulto de un guisante.
Y ni siquiera estoy hablando de los grandes horrores (Gaza, Ucrania, Sudán…) sino de sucesos más menudos, de un desconsuelo cotidiano que a veces se desborda. El otro día coincidieron estas dos historias: un hombre de 56 años, Carlos, quiosquero jubilado, sufrió un accidente doméstico y falleció, y su madre, una mujer incapacitada de 87 años de la que él cuidaba, murió en su cama de hambre y sed sin poder pedir ayuda. Los descubrieron, por el olor de la descomposición, casi un mes más tarde. Vivían en pleno Madrid y Carlos era el presidente de turno de la comunidad de vecinos. Que nadie se percatara antes de su ausencia me deja anonadada. Si esta noticia-guisante no te ha causado ya suficientes moretones en el espíritu, te cuento otra que venía al lado: en Petrer (Alicante), a las 7.30 de un día lluvioso y helador, un hombre se encontró con un bebé de 18 meses que caminaba solo por una de las calles del extrarradio. Estaba descalzo y desnudo salvo por el pañal y lloraba llamando a su madre. La policía localizó a la familia y al llegar a la casa encontraron indicios de consumo de estupefacientes. El niño quedó bajo la tutela de la abuela materna.
Aparte de que, como ya he escrito en algún artículo, la pesadilla de la droga parece estar volviendo, estos dos casos me resultaron especialmente demoledores por su proximidad doméstica y por nuestra ceguera. Los ancianos que mueren sin que nadie se dé cuenta no son novedad, por desgracia. Lo mismo que los niños maltratados ante la indiferencia de los vecinos. Pero se diría que la frialdad social está en aumento. Por todos los santos, ¡pero si el quiosquero era todavía bastante joven y entraba y salía! Y, aun así, no lo vieron. Mea culpa: me temo que yo tampoco miro lo suficiente alrededor. Creo que nos esforzamos en no implicarnos con nuestro entorno. Es algo inconsciente, instintivo, una defensa egoísta propia de la gran ciudad. Demasiadas preocupaciones tengo, demasiado trabajo, ya cargo con mis obligaciones afectivas, mi familia, mis amigos, no voy a liarme la vida con los desconocidos. Nos sobra la gente. Nos molesta.
En 1980 pasé seis meses en Inglaterra mientras escribía una novela. Recuerdo que me impactaron los anuncios televisivos de una campaña gubernamental: si ves que se acumulan las botellas de leche o el correo en la puerta de tu vecino, actúa, decían. Y también: acostúmbrate a llamar de cuando en cuando a las personas mayores de tu calle o tu edificio para ver cómo están. Los mensajes me dejaron pasmada por la atomización social que reflejaban. Y me sentí superior porque en España eso no ocurría. Desde entonces ha transcurrido casi medio siglo; en 2018 la situación había empeorado tanto en Gran Bretaña que crearon un Ministerio de la Soledad y, en cuanto a nosotros, creo que podemos decir que nos hemos integrado plenamente en la tóxica modernidad del no ver, no hablar y no escuchar.
Es el pavoroso silencio de lo doméstico: una oscuridad que se agolpa al otro lado de las paredes de tu casa y de la que no queremos saber nada. A veces la ignorancia es fácil porque los compañeros de edificio son, en efecto, callados. Viejos que tienen la trágica elegancia de morirse solos con discreción. Pero en otras ocasiones hay ruidos demasiado inquietantes, niños y perros que lloran durante horas o días, escandaleras de golpes y de gritos, y yo diría que ni siquiera ahí, por lo general, hacemos algo. Qué vergüenza. Nos espantamos por la matanza de la lejana Gaza (que sin duda hay que hacerlo), pero no somos capaces de interesarnos por el dolor vecino.
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