‘Señororidad’
Se está poniendo de moda el lamento coral de los ‘señoros’ que han perdido pensamiento y pie
Siempre he dicho que, como escritora, puedes aprender mucho no sólo de los buenos libros, sino también de los malos, porque te enseñan todo aquello que no debes hacer. Pues bien, esto es extrapolable a otros registros vitales. Por ejemplo, a los modelos de comportamiento. Los ejemplos negativos son a veces más elocuentes y sobre todo más poderosos que los positivos, porque dan miedo. Demuestran lo fácilmente que una puede incurrir en trampas, mezquindades o prejuicios. Recuerdo que hace muchos años, leyendo la preciosa autobiografía de Wolfgang Goethe, Poesía y verdad, me asombró descubrir el esnobismo del autor y cómo llegaba a perder la cabeza por recibir los favores de la nobleza. Pero qué susto, me dije; si un genio tan enorme como Goethe llega a semejantes miserias es que las tentaciones del poder son formidables; y yo, que estoy a años luz de su talento, debo mantenerme mil veces más en guardia para no caer.
Han pasado décadas de aquello. Cada tiempo tiene sus abismos, y para mí ahora el reto es aprender a envejecer con elegancia. Ir dando pasos atrás sin que se te desbaraten la cabeza ni los modales, saber entrar en la sombra suavemente. No es fácil. Luz Sánchez-Mellado escribió un magnífico artículo hace un par de semanas, Terror feminista, en el que hablaba de esto a cuento de las manifestaciones de Fernando Savater y Félix de Azúa contra las mujeres. Ya ven, dos hombres que no son nada tontos, sino todo lo contrario, y que terminan cayendo en los tópicos más burdos.
Unas simplezas, además, que están de moda. El sexismo es una ideología en la que nos educan a todos y, aunque una o uno evolucione, siempre queda un residuo ahí detrás, un prejuicio soterrado que es como uno de esos virus latentes que, cuando el cuerpo se debilita, emerge y ataca de nuevo. Soplan vientos reaccionarios; la mala salida de la crisis económica de 2008 con el empobrecimiento de parte de la población mundial, y los tremendos problemas que afrontamos, desde la crisis climática o la IA a la emigración y los desplazados, fomentan esta moda ultra, este ensueño de un pasado supuestamente mejor. Y el primer enemigo a batir de los retrógrados es siempre la mujer emancipada. Ya digo, cuando el cuerpo social se debilita, el prejuicio engorda.
Según una llamativa encuesta del CIS de hace unas semanas, el 44% de los hombres y el 32% de las mujeres opinan que las políticas de igualdad han ido demasiado lejos y que los discriminados son ahora los varones. La verdad es que cada día me fío menos de los sondeos por el dirigismo de las preguntas, y en esta encuesta en concreto hay otros datos que parecen incompatibles, como que el 81% de las mujeres sostienen que la igualdad no se logrará hasta que los hombres también luchen por ella. Pero, en fin, de todas formas, parece claro que la ola sexista está de subida en todo el mundo. No me voy a poner a enumerar la abrumadora cantidad de datos económicos, domésticos, laborales y demás que demuestran que, aunque se han hecho grandes avances, la igualdad de oportunidades entre sexos está lejos de haberse alcanzado; por más evidencias que aporte, no podría convencer a los prejuiciosos, porque el prejuicio es eso, un parásito del pensamiento que viene antes del juicio y que lo anula, provocando ceguera.
Por fortuna muchos hombres saben que el feminismo no es un asunto exclusivo de las mujeres, sino también suyo; Simone de Beauvoir decía que el machismo no era un problema de la mujer, sino del hombre con las mujeres. El antisexismo nos interesa a todos porque nos libera de unos estereotipos esclavizantes (¿por qué el varón tiene que estar obligado a ser valiente, por ejemplo, mientras que en las mujeres tradicionales el miedo es hasta un adorno?). Pero, en la desolación de estos tiempos duros que vivimos, muchos hombres se consuelan dando rienda suelta al prejuicio, doliéndose del supuesto poder arrebatado, buscando culpables y haciéndose las víctimas. Un clásico, en fin, de la falta de autoanálisis y autocrítica. Y así, si antes hablábamos de sororidad (un concepto que, por cierto, nunca me ha acabado de gustar, porque parece remitir a una idea de bondad universal de las mujeres en la que no creo), ahora lo que se está poniendo de moda es la señororidad, el lamento coral de los señoros que han perdido pensamiento y pie. Habrá que llevarlo con resignación y una saludable y selectiva sordera.
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