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Maneras de vivir
Columna
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La cosa esta de la edad

Reivindico la vejez lúcida, ese maravilloso estado que une la experiencia con el pensamiento y que nos regala sabios

"Reivindico la vejez lúcida, ese maravilloso estado que une la experiencia con el pensamiento y que nos regala verdaderos sabios, como José Luis Sampedro...". En la fotografía el escritor y humanista pasea por la playa de Mijas, en Málaga en 2009.
"Reivindico la vejez lúcida, ese maravilloso estado que une la experiencia con el pensamiento y que nos regala verdaderos sabios, como José Luis Sampedro...". En la fotografía el escritor y humanista pasea por la playa de Mijas, en Málaga en 2009.Daniel Mordzinski
Rosa Montero

Hoy voy a hablar de la vejez, un tema arduo de tratar, porque además soy juez y parte. Aunque, en realidad, en esto de la edad todos somos parte, incluso los más jóvenes, lo que pasa es que muchos de ellos todavía no saben que, salvo muerte temprana, van a envejecer impepinablemente.

A mí no me pasó; como decía Cicerón, yo siempre supe que era mortal, y de ahí deduje que probablemente llegaría a vieja. Y aquí estoy, empezando la andadura de la decadencia final y a mucha honra. Así que soy bastante mayor, pero, a pesar de eso, no me siento más imbécil de lo que he sido en épocas pasadas, ni más desconectada de la realidad. Leo una entrevista del filósofo Alexandre Lacroix en la que dice: “El mundo se ha vuelto indescifrable para los que han nacido antes de 1989″, y no sólo no me siento representada, sino que me parece una tontería. Creo que el mundo ha sido siempre indescifrable y que, en efecto, la velocidad del desarrollo tecnológico de las últimas décadas ha empeorado la situación, pero lo ha hecho para todos, absolutamente todos. Y así, tanto en los mayores como en los jóvenes puedes encontrar a personas lúcidas y a verdaderos marmolillos. Lacroix nació en 1977; se incluye a sí mismo en su enunciado, pero yo diría que con la boca pequeña. Tras su llamativa frase me parece observar residuos del omnipresente edadismo que sufrimos, de un creciente prejuicio contra los viejos que me saca de quicio. Como si, por haber nacido antes de 1989, todos fueran unos completos analfabetos tecnológicos, un tópico tan falso que no merece la pena ni discutirlo.

De modo que estoy en contra del edadismo. Y, por añadidura, siempre he pensado que cambiar de ideas a lo largo del tiempo no sólo no tiene por qué ser una muestra de falta de criterio o una forma de venderse, sino que, por el contrario, suele ser síntoma de una inteligencia analítica y honesta. La vida te va enseñando, y lo lógico y decente es aprender de los errores. Todo esto viene al hilo de los escándalos protagonizados recientemente por personas de edad que, de pronto, dan bandazos ideológicos o dicen cosas que algunos tachan de sandeces. Desde Joaquín Leguina apoyando a Díaz Ayuso el año pasado, Ramón Tamames siendo candidato de Vox, Amelia Valcárcel alabando a Feijóo, Xavier Trias sosteniendo que el PSOE tramó el golpe del 23-F o Alfonso Guerra soltando rubialadas (neologismo que propongo de ahora en adelante como sinónimo de machistadas). Ahora bien, aquí hay que decir algo esencial, y es que, por lo general, esos cambios políticos nos parecen patéticos si era alguien “nuestro” que se aleja de lo que pensamos, pero si se trata de un individuo que viene del otro lado y que ahora apoya nuestras ideas, solemos contemplarlo con fina simpatía y deducir que por fin ha visto la luz, como san Pablo. Así de poco objetiva es la razón humana.

Mi intención no es criticar aquí a las personas que he mencionado, sino hablar de lo que la edad nos hace. Reivindico la vejez lúcida, ese maravilloso estado que une la experiencia con el pensamiento y que nos regala verdaderos sabios, como José Luis Sampedro, Emilio Lledó, mi maestra Ursula K. Le Guin y tantos otros. Pero la vejez lúcida exige mucha honestidad, mucho esfuerzo y también suerte. Detesto el injusto edadismo, pero la edad, por sí sola, tampoco te hace necesariamente más listo. De hecho, puedes sufrir severos quebrantos. En 1993 entrevisté a Margaret Thatcher y me preparé a conciencia, temerosa de su capacidad dialéctica: no en vano había sido la voz política más influyente (y demoledora) de la segunda mitad del siglo XX. Pero nuestra charla me decepcionó; me pareció una abuela de mente alicorta. Cuando, mucho después, se supo que sufría alzhéimer, comprendí que ya estaba tocada cuando la entrevisté, aunque aún no estuviera diagnosticada. Esas cosas suceden, y apena que gente con una trayectoria pública acabe siendo secuestrada por su deterioro. Por otro lado, y sin llegar a estos extremos trágicos, hay personas que, con la edad, van perdiendo parte del autocontrol que antes mantenían en sociedad, de modo que emerge más claramente lo que siempre fueron y antes ocultaron, sus machismos, narcisismos, vanidades, ambiciones desatadas. Todas esas cochambres que a lo mejor disimularon o incluso combatieron de más jóvenes. Resumiendo: la vejez es una etapa heroica y hay que remar mucho para navegarla con dignidad.

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