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Pamplinas
Columna
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La palabra sete

Durante siglos los hombres no pudieron decirse te quiero: era riesgoso, era anatema, los empujaba al borde del barranco...

EPS 2450 COLUMNA MARTIN CAPARRÓS CAPARROS
Herbert List (Magnum Photos / Co (Herbert List / Magnum Photos / C)
Martín Caparrós

No, no existe, no la busquen. A lo sumo podríamos suponer que es siete en gallego o portugués, o sed en italiano o una ciudad francesa en el Mediterráneo con un cementerio sobre el mar donde Georges Brassens consiguió, tras mucho pedir, que lo enterraran. Pero en castellano no es una palabra.

Raro que no lo sea: un idioma no puede permitirse desdeñar sonidos tan simples y precisos. La combinatoria de los fonemas no es infinita, y dejar de lado una que solo usa tres letras muy usadas, de fácil comprensión, difícil confusión, parece un despilfarro. Pero bueno, se diría que en algún momento nuestros ancestros más letrados decidieron sentirse ubérrimos y, con un gesto rimbombante de su mano derecha, dijeron pardiez, mandemos la triste sete a hacer piruetas.

Así que la palabra sete no es una palabra. Pero eso no significa que no signifique nada. Sete es, en estos tiempos de supuesta libertad y permisividad genérica, la marca del pudor.

Durante siglos los hombres no pudieron quererse. Los que lo hacían por atracción sensual o sexual debían disimularlo, so pena de ser encarcelados o quemados o, por lo muy menos, condenados a desprecio y escarnio. Y los que se querían sin sexualidad —los parientes, amigos, compañeros— temían que esa querencia los hiciera menos hombres y trataban de disimularla. Hay quien supone que una de las grandes razones del alcoholismo de ciertas tribus europeas es precisamente esa: ofrecerle a los hombres un momento de incontinencia tolerada para que puedan brindarse los cariños que en general no pueden.

En cualquier caso, los hombres no podían decirse un te quiero regular: era riesgoso, era anatema, los empujaba al borde del barranco. Así que no lo decían: se cuidaban. Ahora, cuando la condena no sería tan brutal, algo queda de aquellos siglos de prevenciones y pudores: sete.

Seguro que lo han oído tanto como yo: un hombre que le quiere decir a otro que le tiene cariño, mucho afecto —que lo quiere— y que, para que nadie se confunda, le dice “se te quiere”. Los hombres, si no tienen una relación sexualizada, se quieren en impersonal. O sea: hay un querer —el verbo se expresa— pero no hay un sujeto que lo asuma, no hay un hombre que quiere a otro hombre sino una acción sin actor, un hombre que es querido por un ente abstracto.

Lo mismo pasa —menos— con emociones adyacentes tipo se te extraña o se te admira: cualquier declaración que incluya un exceso de persona se lima con el impersonal —y sale una frase lavadita, que casi dice lo que querría decir pero sin implicarse en el acto de decirlo. Una frase que informa como informan los carteles de la carretera: una comunicación emocional que trata de esconder las emociones —porque teme mostrar demasiadas.

Aunque sete es, al fin y al cabo, la traducción oral de los dos golpecitos. Los dos golpecitos son un recurso que tantas culturas —todas las nuestras— utilizan para hacer el sete. Los dos golpecitos deben darse en la parte alta de la espalda, la mano abierta, desprovista de fuerza pero firme, en el momento del beso o el abrazo masculinos, y significan no te equivoques, no vayas a creer, somos muy hombres. Los dos golpecitos son el otro refugio del macho amenazado, de los viejos temores en medio del cambio arrollador. Y sete es su forma verbal: “se” es un golpecito, “te” viene a ser el otro. Se-te.

(A menudo, por si acaso, la declaración viene con otra rebaja funcional: “mucho”. Hay palabras así: son más cuando son menos. Y este es el caso más claro: “te quiero mucho” es tanto menos que “te quiero”. Incluso “se te quiere mucho” diluye un poco más que “se te quiere”. Hay algo en el absoluto que el adverbio evita: el terror del infinito, del abismo sin fondo, de ese barullo que podríamos llamar amor.)

Así que nada, vamos a mantener las formas. Sete mucho, macho —y los dos golpecitos. Los hombres, hay que decirlo, somos tan huevones.

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