Algo ligero, algo de jamón y algo de fumar: esta es la última cena con la que sueña Julieta Serrano
La actriz tiene 90 años, pero jamás ha pensado en cómo sería su último ágape. Ha estado ocupada siendo uno de los referentes en el mundo de la interpretación en España y Latinoamérica.
Nos cambió varias veces de fecha, una fue por el dentista, otra porque iba al médico a que le vieran una pierna. Dice que se ha quedado medio coja. Se disculpa al teléfono con apuro: “Estoy algo averiada estos días, llámame la próxima semana a ver si estoy bien”. Tras verla andar y escucharla recordando su vida, puedo asegurar que Julieta Serrano (Barcelona, 1933) no solo está bien, sino que está muy bien. Casi cualquiera firmaría poder llegar a los 90 años como ha llegado ella. Digo casi porque sospecho que Julieta habría firmado por llegar hasta aquí de otra manera. Ella querría haber llegado actuando, lo hizo hasta hace un par de años. “Yo no me retiré nunca, es la vida la que te retira”.
Es tal su anhelo de los escenarios que no consigue volver al teatro como espectadora. “Cada vez que lo he intentado estos últimos años me da ansiedad y me tengo que salir”, dice con una tristeza que es apenas detectable, porque se camufla bajo su sonrisa y una voz de tono amable que no escoge jamás una palabra áspera. Porque en su casa todo es bonito, cuadros de amigos, su alegre autorretrato adolescente (se quita mérito: “Yo era una gran copista, tenía mucha mano, pero no era artista”), su ecléctica colección de figuras de cerámica que son testimonio de todos los lugares del mundo en que ha pisado las tablas, libros amontonados en la mesa que revelan a una lectora exigente, vinilos brasileños, luz a raudales que entra por unos ventanales altísimos. Aquí no parece que pueda habitar la tristeza.
La entrevista tarda en arrancar, Coco Dávez y yo damos muchos rodeos, nos hemos pasado un buen rato en el portal antes de tocar el timbre, preguntándonos si no sería de muy mal gusto pedirle a una nonagenaria que fantasee sobre su última cena. En cuanto nos sentamos con Julieta empezamos a dar rodeos antes de plantear el tema. También es fácil darlos, Julieta es historia viva del cine y el teatro, ha conocido a gente que hemos soñado conocer y su hogar es en cierto modo el archivo de un mundo que para nosotros es leyenda. Nos habla del vértigo que daba entonces salir en enaguas en Un tranvía llamado deseo, de cómo el censor se colaba en los ensayos para evaluar si el beso que le plantaba Kowalski era aceptable o escandaloso; nos enseña el programa de la primera versión española de Las criadas, estrenada de manera clandestina en Barcelona, y nos cuenta que hay quien dice que Jean Genet, maldito entre malditos, acudió a la función de incógnito. Así pasamos una hora recorriendo sus recuerdos, y ya por fin trato de preguntar con naturalidad impostada qué haría si fuera a morir al día siguiente y le tocara hacer su última cena, “que, por lo estupenda que te veo, está claro que te quedan muchísimas más”, digo con risa tonta. Julieta no pierde su sonrisa y me dice con verdadera naturalidad: “No creo que sean muchas, a la edad que tengo…”.
Tiene bastante claro el lugar, “un sitio romántico, es la casa de una amiga que ya murió, una casa en Denia; desde allí se veían muy bien las estrellas que en la ciudad no se ven, y hay silencio”. Así de sencilla es su última cena: un lugar cálido y tranquilo para ver las estrellas en silencio. No tiene mucho más que añadir, no ha pensado en el menú ni en los comensales; lo cierto es que su cena nos resulta perfecta así, pero, claro, toca rascar un poco más porque esta sección requiere la ilustración de una comida. “Es que yo por la noche casi no ceno; si acaso, algo muy ligero. No me sienta muy bien la comida de noche”, me dice, y añade: “No soy nada exquisita, me gusta todo simple y normal”.
Yo le digo que, siendo su última cena, a lo mejor no hay que preocuparse tanto de la digestión, que se puede permitir un festín esa noche, pero Julieta ya no tiene el deseo de cosas contundentes ni excesivas. “Mi sobrina es vegetariana y su hija ya es vegana, me he ido contagiando un poco de ellas, no como carne ya. Soy de comer mucha verdura, mucha fruta. Cenaría una ensaladita”. Me da la receta de una que le enseñó hace poco una amiga: aguacate, mango y manzana verde con limón. Aquí hace una pausa dramática, agacha la cabeza y mira al suelo, como quien busca algo; al poco levanta la barbilla con ímpetu. Lo encontró: “Y jamón”, proclama con una voz grave, como si estuviera confesando un pecado venial e irresistible. “Supongo que jamón pedirá todo el mundo, quién no quiere un jamoncito, con su tostada, un tomate maduro restregado, buen aceite de oliva”. Y tiene razón, le respondo que es el producto que más se repite en las últimas cenas de los entrevistados. Ahora que ya imagina ese plato de jamón, Julieta empieza a tener sed y quiere beber “un cava, que también los hay muy buenos. A mi madre le encantaba comer con cava y los domingos compraba un tortell de nata, que es un hojaldre muy típico de Barcelona. Tiene que haber cava y tortell de nata en esta cena”.
Al recordar su infancia se transporta, ya no está en Madrid ni en Barcelona, ahora está en Valencia, de donde era su madre. Durante la guerra se refugiaron en plena huerta valenciana, en las casas de sus tíos maternos. “Y allí mi madre nos hacía una horchata estupenda, era menos dulce que la de ahora, no había para azúcar, era una época durísima, no tenéis idea vosotros, pero ella compraba la chufa y hacía la horchata en casa, la recuerdo tan buena. Horchata con jamón no pega mucho, pero lo añadimos a la cena”.
Cerrado el tema del menú, le pregunto ya por la manera en que pensaba disfrutar en esa última cena: si habría música, si bailaría, si sería todo conversación. Ella me corta rápidamente antes de que siga enumerando posibilidades y aclara que lo que más le gustaría es fumar maría: “Es mi droga; he probado otras, pero la maría es la que más me gusta. Me relaja y me conecto mejor; entonces ahí sí que podría cantar, porque yo creo que tengo un trauma con la música”. Julieta da entonces otro salto enorme al pasado, del que viene y va, recorriendo casi un siglo en un segundo, como si cualquier cosa fuera ayer. Ahora tiene ante ella un viejo piano de pared con candelabros. La guerra acaba de terminar y han vuelto de la huerta valenciana a su casa de Barcelona. Viene con la ilusión de aprender a tocar ese piano, lo limpia y le saca todo el polvo, perteneció a una hermana mayor de su padre que era cantante y murió de gripe española haciendo una gira por Argentina. Julieta no la llegó a conocer, aunque ha oído hablar mucho de la tía cantante y tiene la ilusión de que el piano será para ella. Pero en casa no había ni para pan, así que lo vendieron. “Me acuerdo perfectamente de ver cómo bajaba por la escalera y la pena que me daba no volver a verlo más, y desde entonces creo que tengo trauma con la música”. Cuando fuma, dice, le entran unas ganas tremendas de bailar y conecta por fin con el ritmo.
Le aseguro que tendrá la mejor marihuana del mundo en su cena y le pregunto qué tipo de música le gustaría bailar. Julieta vuelve a viajar en el tiempo y el espacio, ha ido de un escenario a otro, por todos los teatros de las Américas, representando obras con Núria Espert que en España chocaban con los censores. “Me quedé muy pegada a la música latinoamericana y, sobre todo, a la música brasileña. Estuve en conciertos de Caetano Veloso y Gal Costa”. Ella era muy tímida y todo le daba apuro, pero fue en América, haciendo Yerma, dice, “cuando por fin me destapé”.
Le pregunto con quién bailaría, a quién invitaría a esa cena, y Julieta empieza a pensar en tanta gente que ya no está, en directores, actrices, críticos, familiares; los evoca, pronuncia sus nombres, ríe imaginándoselos en la mesa, “querrían algo más que una ensalada y una horchata, muchos de ellos eran bastante borrachos”. Coco Dávez le pregunta si hubo un gran amor. Aquí se hace un gran silencio: “No he tenido muchos novios, porque empecé muy tarde en todo, pero a cada uno le he querido de una manera, así que no te sabría decir”. Julieta abre su corazón y empieza a nombrarlos, a recordar escapadas a París a ver películas que en España estaban prohibidas, y la mesa se le va llenando de gente que ya no está. Le pregunto por los vivos que irían y se lleva las manos a la cabeza, pensando en todos los amigos que le quedan y tanta gente importante en su vida que aún no ha mencionado en las tres horas que llevamos juntos, y a nosotros ya nos toca irnos.
Al día siguiente, Julieta me llama por teléfono con algo de angustia y me pide por favor que no ponga ningún nombre en este texto, que hable en general de la gente, “es que pasamos un rato muy bueno, me sentí muy cómoda y me abrí mucho, pero ahora me da miedo olvidarme de alguien, que alguien pueda sentirse mal por no haberle incluido”. Y yo le digo que esté tranquila, no habrá nombres, he entendido que en ese corazón de 90 años sobreviven al olvido tantas personas amadas que Julieta no se perdonaría desatender a ninguna de ellas.
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