En el paraíso siempre se come bien: tartar de marmitako
De los vikingos a los musulmanes, en casi todas las culturas el paraíso es sinónimo de abundancia de manjares. Puede que en una parte del mundo ya vivamos en él.
Allá por la década de los setenta, apareció en Argentina un helado que se presentó con el sugerente nombre de crema del cielo. El cielo, ese lugar que, conforme a la concepción de religiones y mitologías, es el espacio donde moran ángeles, dioses y héroes, se definió en el imaginario heladero como una mezcla de crema americana, colorante azul y esencia de vainilla.
También en Argentina el Paraíso cuenta con una sala de primeros auxilios, una cancha de fútbol y hasta con una iglesia. Se trata de una pequeña localidad en el noreste de la provincia de Buenos Aires de algo más de 420.000 habitantes que presume de haber tenido alojado a Jorge Luis Borges, el mismo que decía: “Siempre imaginé que el paraíso sería algún tipo de biblioteca”. Como apuntó el premio Cervantes, ese lugar mítico posee un alcance más allá de lo religioso, que conecta generalmente con las ambiciones de cada uno.
Y ahí está el motivo por el que la concepción de ese lugar sublime estuvo supeditada por los conocimientos y la necesidad de aquellos que, primero oralmente y con posterioridad transfiriéndolo a tablillas o papiros, dieron a conocer las enseñanzas inspiradas por Dios. Solo así se entiende que la idea del espacio de felicidad y gozo eternos se presumiera como un jardín acotado, un espacio natural de caza perpetua que proveyera de sustento sin los contratiempos a los que los antiguos estaban habituados. Un pensamiento congruente con el contexto de inseguridad, también alimentaria, en el que hemos vivido los seres humanos durante prácticamente toda nuestra presencia en la tierra. Etimológicamente la palabra paraíso deriva de la palabra griega parádeisos, jardín, y este del iraní avéstico pairidaēza, cercado circular, aplicado a los jardines reales o parques de caza.
Los Campos de Aaru de los egipcios y los Campos Elíseos griegos se resuelven en la misma dirección: huerto, parque o recinto cerrado sin problemas de agua y repleto de árboles frutales, plantas, animales domésticos y fauna silvestre que proveen de sustento. Por el contrario, en la Yanna islámica, que en árabe significa jardín, solo hay un árbol, el de la inmortalidad; sin embargo, corren ríos de leche y miel, y los allí presentes asisten a festines donde se sirve vino que no provoca borrachera ni resaca. Para los vikingos, el punto en el que recalaban los fallecidos en batalla se denominaba Valhalla, salón de los caídos, y era un espacio en el que se disfrutaba de banquetes a base de carne de jabalí e hidromiel presididos por Odín.
En términos generales, no ha habido una idea de paraíso que no haya ido acompañada de comida. Por esta razón, es lógico que en el Génesis y el Corán, textos surgidos en Oriente Próximo, se citen granadas, palmeras datileras, leche, miel o azafrán, mientras que en la descripción del Tlalocan maya y azteca se aluda a productos como el maíz, los frijoles, el amaranto o las flores comestibles. Una muestra de la presencia notoria de la mano o razón humana en la mediación divina la encontramos en Annales veteris testamenti, a prima mundi origine deducti, obra en la que el arzobispo anglicano James Ussher, en su afán de disputa con la Iglesia de Roma, calculó la expulsión de Adán y Eva del edén en noviembre del 4004 antes de Cristo, fecha que se estima hoy como de llegada al Reino Unido de grupos de agricultores.
La cuestión sería aventurar en la actualidad cómo debería ser el lugar ideal para confinarse eternamente. ¿Sin necesidad de alimentarse? ¿Con banquetes desaforados y sobremesas perpetuas? ¿Con cañeros interminables de cerveza helada? ¿Con comida que no engordara? ¿Sería el paraíso un resort de lujo con algunos de los mejores cocineros a nuestra disposición? ¿Con playas mayúsculas o con piscinas desbordantes? ¿Mucha diversidad y algo de lectura, teatro y cine? Bueno, pues igual ya vivimos en el paraíso y no hemos reparado en ello. Y aquí me quedo con lo que afirmaba Voltaire: el paraíso terrenal está donde yo esté.
Tartar de bonito y marmitako
Ingredientes
Para 4 personas
Para la crema de marmitako
- 350 g de cebolla
- 40 g de ajo
- 40 g de pimiento verde
- 200 g de tomate pera
- 100 g de patata
- 200 g de espinas de bonito
- 10 g de pulpa de choricero
- 1 litro de agua
- 50 g de aceite de oliva
Para el tartar
- 400 g de bonito
- 10 ml de chacolí
- 5 g de sal
Para la yema curada
- 4 huevos frescos
- 500 g de sal
- 500 g de azúcar
- 20 g de pimienta negra molida
- 250 ml de aceite de oliva
Instrucciones
1. La crema de marmitako
Desangrar las espinas de bonito en agua y hielo durante dos horas. Poner a hervir con un litro de agua; después, bajar el fuego al mínimo y dejar cocinar durante media hora y colar.
Mientras tanto, pelar y cortar en trozos no muy grandes la cebolla y el ajo. Limpiar y cortar el pimiento y el tomate. Sofreír la cebolla junto al ajo y los pimientos en aceite de oliva y dejar que doren a fuego bajo. Añadir la pulpa de choricero y el tomate, y dejar que se cocine durante unos 15 minutos. Pelar y cascar las patatas, añadir a la olla y mojar el conjunto con el caldo. Dejar cocinar durante 35 minutos y corregir la sal. Triturar, colar y reservar en refrigeración.
3. El tartar
Retirar todas las partes negras de la pieza del bonito y cortar en cuadrados. Dejar macerando durante media hora con la sal y el vino chacolí en la nevera.
4. La yema curada
Mezclar la sal, el azúcar y la pimienta. Dividir la mezcla en dos partes. Con una de ellas hacer una cama y realizar en ella cuatro pequeños agujeros para depositar las yemas. Abrir los huevos y separar las claras de las yemas. Depositar las yemas en la cama y cubrir con mucho cuidado con el resto de los sólidos. Mantenerlas tres horas en la nevera. Pasado ese tiempo, limpiar con agua y sumo cuidado las yemas y dejarlas reposar sumergidas en aceite de oliva.
5. Acabado y presentación
Atemperar los elementos 20 minutos antes de servirlos. Colocar en cada plato una yema y arroparla con el tartar de bonito. Tapar el conjunto con la crema de marmitako y decorar con una flor de borraja.
Aporte nutricional
Los pescados azules aportan entre 120 y 180 kilocalorías por cada 100 gramos de producto. Tienen alto contenido en proteínas de alto valor biológico. Presentan vitaminas del grupo B, A y D, y minerales como hierro y calcio. Constituyen, junto a la sal yodada, la principal fuente de yodo, que es un componente esencial para las hormonas, especialmente las tiroideas.
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