El grito de auxilio de los últimos urogallos
Tras días de espera, el ave, reliquia de la era glaciar, se dejó ver en el Alto Sil, donde todavía sobrevive a pesar del abandono del monte, la fragmentación del hábitat o el cambio climático
Noche cerrada. Cinco de la madrugada. El todoterreno se bambolea pendiente arriba, en curvas imposibles hacia las dehesas del Alto Sil (León), uno de los pocos lugares de la cordillera Cantábrica donde el urogallo todavía resiste al tremendo declive que está diezmando su población. Media hora más tarde, envueltos en el silencio y oscuridad de la noche, la patrulla de seguimiento de la especie comienza el ascenso por una diminuta senda hacia uno de los cantaderos —lugares donde, año tras año, los machos intentan atraer a las hembras—. Con la linterna apagada para no molestar, el camino se complica. La hojarasca, muy húmeda, resbala y, en la oscuridad, los troncos del camino desconocido se vuelven invisibles y tramposos. Evitar una caída se convierte en el único objetivo a cumplir —con poco éxito— y el urogallo se difumina. Hasta que Pedro García, miembro de la patrulla, para en seco.
—¡Schhhh! ¿Lo habéis oído? —susurra.
—¿El qué? —responde un murmullo tratando de recuperar el aliento.
Y allí, parados en medio de las fantasmagóricas siluetas de los abedules, cubiertos de líquenes de bosque viejo, el canto nupcial del urogallo, la más madrugadora de las aves del bosque, se abre paso. La estrofa comienza con varios secos tac, tac, tac, que acaban con un taponazo que recuerda al descorche de una botella de champán, para continuar con la seguidilla (una especie de siseos agudos), y vuelta a empezar, en bucle. Identificada la tonada, el resto de los sonidos del bosque, que a esa hora comienza a desperezarse, se amortigua.
El camino continúa, avanzando con la delicadeza que los continuos resbalones permiten, y solo cuando el urogallo inicia la parte de la seguidilla —momento en el que su oído se debilita—. “¡Ahora!”. Uno, dos, tres pasos y parada inmediata sin mover un músculo, imitando el juego del escondite inglés. Casi reptando por el suelo y parapetados tras unos troncos, la negra silueta del urogallo se percibe en una rama. No es prudente acercarse más. Al rato, una pita (hembra) sobrevuela el lugar. El macho no se lo piensa dos veces y un vigoroso aleteo anuncia su partida tras ella. ¿Se ha ido?, aparece el pensamiento incrédulo. Sí, ha volado. La magia desaparece y la mente retorna al bosque envuelto en jirones de niebla, a los trinos de otras aves, al suelo húmedo que cala la ropa, a la realidad también bella, pero sin urogallo.
Fue al día siguiente, en el regreso por el mismo bosque después de una espera de varias horas en un hide (pequeña tienda camuflada para observar animales), sin que ningún ejemplar se acercara, cuando un macho se dejó ver de forma inesperada. El oído entrenado de Pedro García, miembro de la patrulla, detectó su presencia. “Despacio”, lanzó la advertencia antes de reanudar la marcha, cada vez más silenciosa. Y al doblar un recodo, a unos metros, apareció un macho en el borde del camino, que, ojo avizor enmarcado en su ceja roja, no tardó un segundo en levantar el vuelo regalando durante unos preciosos instantes su imagen, negra y poderosa, en forma de flecha, hasta desaparecer entre los abedules protectores.
Quizá fuera el mismo de la jornada anterior, u otro de los pocos que todavía sobreviven a la debacle, de momento imparable, que padecen las dos poblaciones de urogallo (Tetrao urogallus) que habitan en España. La cantábrica, con 200 ejemplares —el 80% en Castilla y León, y el 20% en Asturias—, y la pirenaica, con 655 —el 90% en Cataluña, el 9% en Aragón y el 1% en Navarra—. Ambas están declaradas en peligro de extinción, pero el golpe más duro impacta en la cordillera Cantábrica, donde el peligro es crítico y ya no existe en el 86% del territorio que ocupaba en los años setenta, señala el Instituto de Investigación en Recursos Cinegéticos (Irec-CSIC).
En Cataluña se ha extinguido en el Prepirineo occidental y en la comarca del Ripollès, y en el Pirineo aragonés ha desaparecido de casi la mitad del territorio que ocupaba. “Los urogallos bajan un 4% anual y lo más llamativo es que el 40% de las hembras no realizan puesta”, expone Iván Alonso, responsable del Medio Natural del Consejo General de Arán y asesor de la Generalitat de Cataluña. A este ritmo, la especie se extinguirá en Cataluña en 70 años, y mucho antes se prevén pérdidas completas locales, como ya está ocurriendo. Con este negro panorama, oír o ver a uno de los majestuosos ejemplares entre abedules, pinos, serbales, retamas… es un privilegio que se extingue al mismo ritmo que la especie.
—¿Qué está fallando?
—Es un cóctel de muchos ingredientes y todavía no se ha dado con la tecla —responde Manuel Antonio González, doctor en Biología y experto en la especie.
Entre ellos, enumera la caza hasta su prohibición en 1979; el furtivismo; la competencia por la alimentación con herbívoros, salvajes (ciervos, corzos…) y domésticos (ganado), cuando su número es elevado; la endogamia; actividades humanas como la observación en grupos, y la destrucción y fragmentación del hábitat con pistas forestales o parques eólicos. Todo ello unido al cambio global que afecta al clima y al paisaje. González es especialmente crítico con los molinos de viento. “Para su construcción se abren caminos y ya han muerto dos ejemplares al chocar con ellos. Dada la situación, perder a un solo un individuo es un drama”, puntualiza.
El biólogo pertenece a una corriente de científicos que aboga por dejar a la especie lo más tranquila posible. Para ello, expone, es imprescindible reducir el manejo de los hábitats, evitando talas y desbroces. Javier Castroviejo, doctor en Biología que describió la subespecie cantábrica, es un fiel seguidor de esta forma de actuar. Vivió la época en la que el urogallo se cazaba “de una forma desaforada”. Cuenta cómo los cazadores aprovechaban la época de celo, en la que no oyen, para abatirlos, sin que diera tiempo a que cubrieran a las hembras. Él les decía, “horrorizado”, que pararan. Luego llegó la época de apertura de pistas forestales, “incluso por cantaderos”.
La posición de la Junta de Castilla y León en la conservación de la especie discurre por otros derroteros. Apuestan por gestionar el territorio llevando a cabo desbroces y talas, “para facilitar su uso a los urogallos”, capturar depredadores, radiomarcar ejemplares y sacar algunas puestas de huevos, que envían al centro de cría en cautividad abierto en 2022 en Valsemana (La Ercina, León). En Asturias, en Sobrescobio, se construyó otra instalación semejante, que fracasó y no consiguió reintroducir ningún pollo en la naturaleza.
Daniel Pinto, coordinador de la patrulla urogallo y oso de Castilla y León, responde que no deben “estar haciéndolo tan mal”, porque en el Alto Sil, donde gestionan el territorio, se mantiene la población de urogallo. “A pesar de que arrastraba la fama de ser un hábitat hostil, con furtivismo, minas a cielo abierto…, pero en otros lugares, con mayor protección y en apariencia perfectos para la especie, en la parte occidental, han desaparecido”, aclara. No quedan ejemplares en zonas emblemáticas y con alto nivel de protección como la reserva integral de Muniellos, el parque regional de Riaño o en los parques naturales de Redes, de Ponga o de Somiedo. Así se desvanece la fascinante presencia del urogallo que ha inspirado a escritores como Julio Llamazares. “El grito del urogallo en el fondo del bosque siempre ha poblado mi fantasía, porque en la zona donde soy yo, en la montaña de León, el urogallo como los osos son los elementos mágicos, simbólicos de una naturaleza todavía sin domesticar”, dice el autor en el documental Memorias del urogallo cantábrico. El secreto del bosque.
En lo alto del monte, dentro de un bosque de pinos repoblados, Pinto muestra el efecto de eliminar el brezo, una de las medidas rechazadas por científicos como González o Castroviejo. El verde brillante de varias arandaneras, vitales en la dieta del urogallo y que también escasean desde hace años, llama la atención. Es mayo y hasta el verano no dan fruto. Ahora el urogallo come brotes de arándano, de abedul, de serbal… La intención de Castilla y León es que el urogallo pueda contar con espacios más abiertos, donde puedan vivir, porque el bosque se está cerrando debido al abandono de la agricultura y la ganadería. “Aquella zona no es buena”, dice Pinto señalando a un área de vegetación muy espesa, donde no retiraron el brezo. “Quizá una gallina ponga los huevos en el borde, pero dentro sería un suicidio, puede llegar una marta y no tiene salida de vuelo”, sostiene. Las hembras, de plumaje pardo jaspeado en negro, pesan entre 1,5 y 2,5 kilos, la mitad que los machos.
No se creen “con la verdad absoluta” y dejan partes sin tocar “para no pasarse”, añade Pinto. Quitan dos o tres abedules para lograr espacios de camperas (áreas más abiertas), “que es lo que le gusta al gallo”. Al biólogo Castroviejo le resulta “inconcebible” que la solución sea adehesar los cantaderos. “La única forma de abrir zonas como las brañas [lugar donde pasta el ganado], que se han abandonado y a las que iban las urogallinas con los pollitos a comer insectos, es el retorno de una ganadería respetuosa y en un número equilibrado”, mantiene.
Pinto muestra una jaula encima de la hojarasca con la que capturan a los potenciales depredadores de los urogallos: martas, ginetas, azores… Otro de los puntos de fricción con investigadores que lo consideran una acción inútil, porque, en cuanto se atrapa a uno de estos animales, llega otro congénere a ocupar el territorio vacío. Castilla y León ha sacado 275 martas —la especie que más urogallos depreda— en cinco años, concluye el último informe de actuaciones de 2022. Están convencidos de que es una medida imprescindible: este tipo de depredadores ha acabado con casi la mitad de los 50 urogallos a los que han colocado un transmisor desde 2006. En la actualidad, hay 12 marcados.
También seguían la pista hace años al urogallo en época de celo los furtivos, cuando era fácil cazarlos. Sin radiotransmisor, con el oído y siempre con el “fierro [escopeta]” a cuestas. Los hermanos Tomás y Julián Mantecas abren la puerta de su cabana en la braña de Rioscuro de Laciana, en el municipio de Villablino (León). Invitan a compartir el abundante almuerzo, queso, chorizo, café de sobre a su estilo (con mucha espuma de tanto batirlo “con maña, más que con fuerza”), orujo en una botella rematada por un urogallo…
“Éramos unos guajes de 15 años, salíamos de noche de aquí parriba e igual veníamos sin nada o teníamos suerte y cogíamos uno cada uno”, relata. En su caso, se trataba de una cuestión de supervivencia, una forma de llevar comida a casa, aunque también se disecaban algunos ejemplares. Eran ocho de familia con un padre retirado de la mina, “ganando cuatro perras”, que murió a los 55 años afectado por la silicosis.
“Aquí nos llamaron furtivos toda la vida”, dice Julián. “Hombre, éramos”, aclara su hermano. Recuerdan que acudían personas de “todos los sitios” a cazar porque se daban permisos por sorteo. “Venía gente gorda, médicos, ingenieros…, y las licencias acababan en los mismos, a nosotros ni una”, se ríen. Mataron urogallos hasta 1979, cuando se prohibió. Ir al faisán, lo llamaban. “Aunque algún furtivo quedó hasta los ochenta y más adelante”, se miran cómplices.
—¿Cuántos urogallos cazaron?
—No sé, puede que 100, muchos —responde Tomás.
También cogían animales con lazo, zorros, garduñas… “Si me apuras, éramos depredadores de animales”. Se lamenta de que “ahora no van bien las hembras”. Antes disparaban a un urogallo, pero quedaban 20 gallinas. “Ahora ves una, dos…”. La percepción de que era mejor no cazar urogallos cambió cuando vieron que “si te apañaban, era peor que matar a un paisano, no salía a cuenta”. Con 19 años ya estaban picando carbón en la mina. “Ahí fue donde ganamos el dinero, la verdad, y a los 41 a casa, prejubilados”, explica. Tomás quiere dejar claro que “eran otros tiempos”. Hoy es diferente. “Nadie puede decir que me vieron cazando urogallo. Escuchándolo quizá sí, porque esa afición no se me quita y ni siquiera le entro para echar una foto”, dice pensativo.
En Valsemana (León), en el centro de cría inaugurado el año pasado, un imponente urogallo boreal asoma la cabeza tras la malla de la jaula donde se ha recreado lo más fielmente posible su espacio natural. En pleno celo, con la cola extendida, su mirada fija advierte de que es mejor mantener las distancias. “Cuando están en celo, pierden el miedo y pasan de ser esquivos a que les da igual lo que tienen por delante”, comenta Sonia Domínguez, bióloga del centro. Un criador privado trajo este ejemplar, no para soltar, sino para perfeccionar los métodos de cría, porque pertenece a la población centroeuropea (diferente de la española). Al urogallo le va bien en Escandinavia y Rusia; en el resto de Europa se encuentra estable o en declive.
El responsable del centro, Gabriel de Pedro, es consciente de lo complicada que es su misión. “El centro de cría en Polonia funciona desde hace tres décadas y este año tienen 100 pollos, pero hay que aprender mucho, porque no son gallinas, son animales muy primitivos, salvajes y difíciles de mantener con vida”, dice. Su objetivo es conseguir que ejemplares nacionales críen en 2024 y crear stocks reproductores en tres o cuatro años.
—¿Para cuándo la suelta?
—Es mucho aventurar, igual se podría empezar en 2026 o 2027 —esboza.
Pero incluso si consiguen criarlos, la introducción en la naturaleza plantea grandes incógnitas, porque al no ser salvajes tienen un déficit de aprendizaje, y, además, son presas de otros animales. “Si sueltas un lince, que es un depredador, él caza y se las apaña, pero a un urogallo se lo comen”, explica De Pedro. El investigador Manuel González advierte de que introducir urogallos en un hábitat en el que están muriendo sin identificar las causas del problema no sirve de nada. De Pedro está convencido, sin embargo, de que el control de depredadores y manejo de hábitat funciona, porque han comprobado que la supervivencia aumenta. El éxito sería que salieran adelante tres o cuatro ejemplares de cada 10 reintroducidos.
El primer paso en el centro consiste en habituar a los urogallos, machos y hembras, a su presencia. Contactan con ellos cinco veces al día y siempre embutidos en un mono verde “para que no se estresen, si te cambias de jersey y te pones una sudadera roja la puedes liar”, explica. Si eso ocurre, es posible que se comiencen a golpear e, incluso, se pueden abrir la cabeza. Los machos están expuestos a sufrir paros cardiacos, al no poder soltar la adrenalina huyendo, como hacen en el campo.
Sacar a las crías adelante se convierte en otro quebradero de cabeza. El año pasado cogieron 12 huevos de dos puestas en el campo, de los que han salido adelante 10 pollos. “Es muchísimo, porque lo normal es que solo sobreviva la mitad”, comenta De Pedro. El primer mes, los pollitos necesitan un 80% de proteína viva. “Nos pasamos el verano cogiendo saltamontes, orugas y demás bichines”, comenta. Y tienen sus preferencias, gustan más de arañas y saltamontes de color verde. Cuando crecen, es clave que tengan a su alcance las ramas de especies autóctonas. “Comen mucho el enebro, el pino y el arándano”.
El centro bebe de la experiencia del naturalista Pepe Guillén, un apasionado de los animales, que ha criado urogallo en Cataluña, cuando había “unos 1.000 ejemplares en esa población”. En su opinión, para evitar que se repita el fracaso del centro de cría de Sobrescobio, los políticos deben tener paciencia. “No se puede escribir el cuento de la lechera con una especie tan delicada, se necesitan al menos 10 años de proyecto”, plantea. Entre tantas incógnitas y posturas encontradas, sobresale una certeza: el futuro del urogallo, una de las especies más salvajes y primitivas de los bosques, reliquia de la era glacial, se ennegrece año tras año. Su tiempo se acaba.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.