Visitamos en su guarida de Rumania a David Popovici, el nadador más rápido del mundo
Actual plusmarquista de los 100 metros estilo libre, este rumano de 18 años se adivina como la gran estrella del próximo mundial, que tendrá lugar en Japón a partir del 14 de julio
Amanece en Bucarest. Esa mañana de marzo, como todas las mañanas de lunes a sábado, se ha levantado a las 5.30, ha desayunado una mezcla de avena, fruta y leche, y ha pasado por el gimnasio antes de presentarse en el pabellón de madera del club Dinamo. Rezago de la Guerra Fría, el complejo resiste el paso del tiempo. Afuera, los cuervos emprenden un largo debate de graznidos. El sol sale por el ventanal y la escuela de natación abre sus puertas a decenas de niños que al llegar a la piscina se encuentran con David Popovici sumergido y largo como una serpentina.
El hombre más rápido del mundo es un chico de 18 años que se mueve con sigilo. Los músculos se alargan finos como látigos por sus miembros. Mide 1,90 metros y tiene una envergadura de 2,04, pero su deslizamiento es superficial, como si el líquido lo sustentara cerca del aire. Sin producir burbujas, sin chapotear, sus brazos giran con un golpeteo sordo de palas en el aceite. Con dulzura. Sin esfuerzo aparente. La cadencia de su ciclo de brazos y piernas es lenta, pero va rápido. 56 segundos cada 100 metros con descansos de dos minutos; así hasta completar 800 metros sin disminuir el ritmo, a 23 segundos por cada largo. Estas son condiciones que los fisiólogos señalan con la fórmula VO2 máx, punto en el que el organismo alcanza el límite del oxígeno que puede absorber. La caldera bulle. Pero el semblante de Popovici permanece impasible.
“Siento que pertenezco ahí, sí”, dice cuando le preguntan si vivir en el medio acuático le resulta tan fácil como parece. “Pero hay un arte de la simplicidad”, advierte. “Es muy muy duro. Para que algo parezca muy simple tienes que dominar cuidadosamente lo más complicado. Admiro más a los cocineros que son capaces de hacer que platos muy sencillos sepan de un modo maravilloso que a aquellos que hacen platos extremadamente complicados con ingredientes exóticos que saben raros. Hace falta más técnica para ser excelente en lo simple. Porque realmente nada es simple”.
Habla un inglés académico en los términos y en la pronunciación. Su tono elocuente mezcla una convicción radical con el placer por la divagación. Inmediatamente induce a su interlocutor a pensar que no está hablando únicamente con el mejor nadador que existe.
El 13 de agosto de 2022 batió el récord mundial de los 100 metros de estilo libre, el más legendario de la historia de la natación. Su tiempo de 46,86 segundos fue mucho más que una marca. Acabó con una época. La era del dopaje tecnológico, implícito en el desarrollo de bañadores de poliuretano que en la primera década del siglo ayudaron a los nadadores a flotar. Un atajo del que se aprovecharon aquellos que tenían cuerpos más potentes y pesados en detrimento de los más virtuosos. César Cielo, la mole de Brasil, ostentó el récord de los 100 libre desde que una tarde de 2009, en los Mundiales de Roma, grabó su tiempo de 46,91 en la roca de las hazañas que se creían inaccesibles sin ayuda de flotadores de última generación, definitivamente prohibidos en 2010. Durante los años que siguieron, los dueños de la velocidad fueron tipos colosales, voluminosos, grandes movilizadores de agua, su estilo provocaba olas. Hasta que irrumpió el sutil Popovici.
“Si me comparas con otros nadadores puede que a mí esto me resulte más sencillo, pero para mí cada entrenamiento implica el mismo nivel de esfuerzo”, dice. “El dolor nunca cambia. Solo si aprendes de ese dolor hasta memorizarlo puedes atravesar tu umbral durante la competición. Supongo que en mi cabeza hay una especie de escala de medición del dolor. Muchas veces durante los entrenamientos me canso más que en las carreras. Si conoces ese dolor personalmente, evitas sorprenderte y paralizarte cuando en medio de la competición sientes que tus manos comienzan a arder y tus pies se te desprenden de los tobillos”.
Le gusta considerar que su forma de nadar es revolucionaria. La técnica pura, la biomecánica de la brazada, es algo que no le preocupa siempre que se aferre a lo que llama su “sentido básico de la sincronización”. “Solo es cuestión de perfeccionarlo cada día”, observa. “No hay locuras ni secretos ni superbrebajes. El alto rendimiento, realmente, es bastante aburrido. El 99% del tiempo entrenas. Compites tres o cuatro veces al año, así que te pasas la mayor parte del tiempo mirando una línea negra en el fondo de una piscina y respirando de vez en cuando. Tienes que gestionar ese aburrimiento. Si tienes un ‘por qué’ puedes soportar casi cualquier ‘cómo’, eso que mucha gente llama sacrificios. Yo los llamo elecciones. Elijo no gastar mi tiempo de fiesta o durmiendo 9 o 10 horas. Ocho horas me parecen demasiadas”.
“Sí, me considero diferente”, dice. “Ganar el Mundial de 2022 fue el comienzo de una revolución porque fue algo nuevo. No quiero ser hipócrita. Sinceramente comprendo que la gente no pueda imaginarse haciendo las mismas cosas que hago yo. Pero cada uno tiene un rol. Este es el mío. Siempre quise destacarme. Mi madre me alertó sobre el peligro de ser como los demás, sobre las consecuencias de formar parte de un grupo demasiado grande. Eso se trasladó a mi estilo. Mi entrenador lo vio desde el principio: no era convencionalmente correcto. Especialmente para las pruebas que suelo nadar, el 100 y el 200 libre. Pero él no intentó cambiarlo. Incluso hoy trabajo exactamente los movimientos que hacía cuando era un niño”.
Durante más de un siglo, la natación olímpica fue la última estación de una larga cadena que sometía a los atletas a complejos sistemas de competición y preparación científica. Algo parecido a un coto de países con muchos recursos. En el sanctasanctórum se situaron los 100 libre, especialidad que reveló un reparto desigual de poder y prestigio. Hoy la evolución del récord registra 15 nadadores estadounidenses, 5 australianos, 3 franceses, 2 brasileños, un holandés, un alemán, un ruso, un húngaro, un sudafricano… y un rumano.
La aparición de Popovici en los Juegos de Tokio, con apenas 16 años, alertó a los grandes equipos de natación universitaria de Estados Unidos sobre la presencia de un filón. Le ofrecieron las mejores becas en Stanford, Berkeley, Indiana, Míchigan, Florida, Los Ángeles y Texas. Podría ser el rey de los campeonatos universitarios de Estados Unidos, polo de atracción de compañías multinacionales, la viva imagen del superhombre en el mercado más lucrativo del planeta. Pero les dijo que no. Que se queda entre Transilvania y el Danubio.
Mihailo, su padre, fue agente comercial de una empresa farmacéutica. Desde diciembre de 2022 se hace cargo de la escuela de natación del Dinamo. “David”, dice, “no es producto de un programa nacional de alto rendimiento”. “Tenía 10 años cuando lo llevamos al Aquateam, el club que más competiciones ganaba en Bucarest”, recuerda. “A las dos semanas fuimos a hablar con el entrenador: ‘¿Todo bien?’. ‘No mucho’, dijo, ‘David no presta atención, hace bromas continuamente, no para de preguntar cosas y se salta los ejercicios. Lo sentimos, pero no es lo que buscamos’. Era el más indisciplinado del grupo. Lo bajaron de nivel. Lo pusieron en manos de un entrenador muy joven porque los mejores lo rechazaron”.
El técnico era Adrian Radulescu, un licenciado en Educación Física sin experiencia que dos años después convertiría al niño indisciplinado en campeón de Rumania. Desde los 13 años, Popovici lidera los rankings nacionales e internacionales de categorías júnior.
Radulescu tiene un aire de intelectual romántico. Ha creado al nadador perfecto. Pero se lo toma con calma mientras los niños de la escuela invaden la piscina con sus chillidos juguetones. “Si metes a David en una burbuja, a la larga vas a tener un problema”, explica. “Es un chico. Tiene 18 años. Quiere sacarse el carné de conducir. Le gustan las cosas que gustan a otros chicos. ¿Estar solo tú en tu piscina? ¿Es eso saludable? Tienes que adaptarte al horario de los colegios. Si no lo haces porque David Popovici quiere estar solo en la piscina, no sería justo para los niños. Los niños merecen tener una conexión con David”.
Radulescu tiene solo 33 años. Sonríe cuando le preguntan si su inexperiencia le sirvió de algo: “Vi una entrevista con Orson Welles y le preguntaron: ‘¿Qué te hizo pensar que podías rodar Ciudadano Kane de un modo tan poco ortodoxo? Y él dijo: ‘Por ignorancia; fue la primera película que hice, no sabía que las cosas podían hacerse así; y tuve un director de fotografía que nunca me dijo que no’. David es mi director de fotografía”.
Popovici creció en un piso del barrio de Pantilimon, en el centro de Bucarest, donde todavía vive. Acaba de terminar el bachillerato en el colegio George Cosbuc y, mientras se decide por una carrera, ha sacado una nota de 8,65 en sus exámenes de ingreso a la universidad. “Tiene ofertas de todas las universidades de Estados Unidos”, se ufana Mihailo, “pero él quiere estudiar en Bucarest”.
“Si hubiera una opción mejor, podría pensar en ir a otros países”, dice el nadador. “Pero quiero proteger la química que tengo con mi entrenador. Me gusta la gente que me rodea, me gusta la atmósfera, me gusta esta ciudad, me gusta Bucarest, es extraña. Me gusta recorrerla con mi bicicleta. Es tan grande que sigo perdiéndome. Te encuentras hermosos edificios gigantescos, palacios viejos y ruinosos, clásicos, latinos, y de la era comunista de la que no nos hemos recuperado del todo. Mucha opulencia, mucha gente sin techo que no tiene donde pasar la noche, y mucha gente rica intentando restregarte su fortuna en la cara como si eso significara algo… ¡Ves más supercoches en Bucarest que en Milán…! Aquí hay muchas cosas que arreglar. Con el tiempo me gustaría ser una voz que llegue a la gente que necesita ayuda. Creo que puedo emplear mi imagen para hacer el bien en mi país”.
Los patrocinadores le aseguran ingresos millonarios. Pero su discurso insinúa una aspiración ética. Radulescu le incitó a leer a los estoicos y el discípulo se lo tomó en serio. Los libros que se amontonan en la estantería que hay junto a su cama revelan una búsqueda: Oblómov; El conde de Montecristo; Mentalidad mamba; Michael Jordan, por Roland Lazenby; Cartas de Epicuro; Epístolas de Séneca; Meditaciones, de Marco Aurelio, y un volumen de los Diálogos de Platón presiden la colección.
“Epicuro, Séneca y sobre todo Marco Aurelio me han ayudado a encontrar la felicidad”, dice. “No es el tipo de felicidad convencional de la que se habla por ahí. No hay risas, ni lágrimas, ni una sonrisa de oreja a oreja. Es la felicidad que da la plenitud. Esa es mi definición de felicidad: cuando encuentro el equilibrio entre las cosas y solo importa lo que hay en mi mente y en mi corazón. Cuando me encuentro bien en los entrenamientos y en la competición, sin importar los resultados”.
Los resultados son la tormenta latente del reclamo de masas. Popovici es la personalidad más popular de Rumania. Símbolo del éxito y el orgullo de una nación que se transforma. Se da por hecho que será campeón mundial en 100 y 200 libre en los Mundiales de Natación de Fukuoka, a finales de julio, como se da por seguro que conquistará dos oros en los Juegos Olímpicos de París, en 2024. Mihailo no oculta su preocupación. “La economía mejora cada año”, dice. “Rumania tiene una de las tasas de crecimiento más altas de la Unión Europea. Pero venimos de muy abajo. Desde el punto de vista del deporte, desde la revolución de 1989 decrecimos constantemente. En los últimos Juegos solo conseguimos medallas en remo y esgrima. Ahora todo el mundo espera que la natación produzca medallas. Esto es presión extra sobre los hombros de David. No sé si lo conseguirá, pero la expectativa es unánime. Presión, presión… ¡Veremos!”.
El protagonista se defiende construyendo castillos en su mente. “Cada carrera es única y es una oportunidad de mostrar aquello en lo que has estado trabajando”, reflexiona. “No es una exhibición de poder. En el gran esquema de las cosas el mundo no cambiará en nada por más que yo gane 300 medallas olímpicas. Lo que sí tendría un impacto es cómo y qué elijo exponer a través de mi trabajo, qué hago sentir a la gente y qué mensajes puedo enviar. Eso dejaría una huella: emplear mi imagen y mi voz para una causa mayor. La natación es únicamente mi profesión. Ganar o perder es parte de mi porfolio. Quiero ser más que eso. Puede sonar pretencioso, pero esta nueva vida me ha llegado muy abruptamente. La gente me reconoce por la calle. Me tengo que adaptar y pensar seriamente qué es lo que me importa: ¿es realmente la natación? Sí. Pero lo que realmente importa es hacer el bien a través de la natación. Por ejemplo, enseñando a la gente a ser feliz a través del deporte: ¡Haced algo! ¡Moved vuestros cuerpos porque estaréis encerrados en ellos el resto de vuestras vidas!”.
David Popovici ha expuesto una cierta ética. Falta que enuncie su estética. ¿Hay belleza en lo que hace? “Mi patrocinador me pidió que eligiera un animal que me representara en mi línea de bañadores y gorras”, dice, refiriéndose a la marca de prendas de natación de alta tecnología Arena, con la que colabora desde finales de 2021. “Algo que le diera mi toque personal. Pensé mucho: ¿debo ser un tiburón? ¿Un águila? Pensé en algo alfa. El vértice de los depredadores en la cima de la pirámide alimentaria. ¿Qué debo ser? ¿Una ballena asesina? ¿Una orca? ¿Se puede ir más arriba? ¿Un cocodrilo…? Entonces mi novia me sugirió una idea, y odio admitirlo pero fue ella: me propuso una libélula. Un insecto. Bello y delicado. Se desliza sobre la superficie del agua sin esfuerzo. Ni nada ni está completamente en el aire. Mi novia me dijo que yo parecía una libélula. Son rápidas, buenas predadores para su tamaño, y son criaturas inteligentes. No viven solo de la fuerza bruta. Me gusta pensar que me comporto como la libélula: deslizándome sin esfuerzo. La parte más bella de la natación es que hace que me sienta ligero y me olvide de las cosas malas de la vida, el pasado, el futuro, y el estrés, que es una realidad que tarde o temprano nos coge”.
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