Laurent Ballesta, el último cronista de los océanos
Este buzo, biólogo marino y reconocido fotógrafo de naturaleza es, además, un gran contador de historias
Ante ustedes un hombre que se juega la vida. Llamémosle explorador extremo: un oficio escaso y de riesgo controlado en 2023. Su nombre es Laurent Ballesta, nació en 1974 en Montpellier, Francia. Si algo lo distingue de usted, de mí, es que ha vivido horas, días y semanas a cientos de metros bajo el mar y allí ha visto otra vida: ha nadado entre una manada de 700 tiburones grises, frenéticos y milimétricamente coordinados para devorar a sus presas; ha fotografiado a un pez diminuto escapando por la mínima de la boca de su depredador; ha visto toda la rotundidad de un iceberg, no solo la punta; y ha mirado de frente a un fósil viviente que se daba por extinguido. Ballesta se entiende con la violencia de los fondos marinos, con su crueldad y su belleza. Es buzo, biólogo marino y un reconocido fotógrafo de naturaleza. Por suerte también es un buen contador de historias, pero tiene una superstición: no cuenta sus planes hasta que no están terminados. No le gusta fardar en las redes sociales ni anunciar que “se vienen cositas”. “La gente habla más antes de iniciar una expedición que después, probablemente porque al terminarla no han descubierto nada nuevo”, confirma a El País Semanal desde su centro de operaciones, el Andromède Océanologie, en la playa de Carnon, cerca de Montpellier.
La vida de un explorador extremo es peculiar. Ballesta dedica muchas horas a la persuasión, hablando con gente que debe confiar a ciegas en un proyecto que de primeras parece que no va a ninguna parte. “Bajemos a las profundidades marinas de la Antártida” o “busquemos al celacanto, puede ser que no exista, los últimos que bajaron a buscarlo murieron en el intento”. Tiene el don de la palabra y la suerte de contar con un patrocinador audaz, la marca relojera Blancpain, que desde 2012 apoya las expediciones de Laurent y su equipo, que siempre prometen superar un desafío marino y volver a la superficie con imágenes inéditas. Además, cuentan con la financiación del Ministerio de Medio Ambiente de Francia.
Laurent también suele pasar muchas horas convenciendo a sus amigos buzos de que lo acompañen en esas expediciones fantásticas, pero incómodas, largas y, a veces, peligrosas. Cuenta que hay que escoger muy bien a esos buzos con los que hay que convivir en condiciones extremas, por ejemplo, en una estación de cinco metros cuadrados, respirando una mezcla de oxígeno y helio y comiendo kilos de pasta. “Ser amigos no es suficiente, para llevarte a alguien a una expedición submarina tienes que saber que puede mantener la distancia —van a habitar en pocos metros cuadrados— y que su ánimo es muy estable. Estar conmigo tampoco es fácil”, avisa.
Sus desafíos son siempre extremos. En 2007, cerca de Niza, tomó una fotografía a 190 metros, la más profunda conseguida hasta ahora por un buzo. En 2010, y después de años de investigación, fotografió y grabó al celacanto en aguas de Sudáfrica. En 2019 convivió 28 días con otros tres buzos en las profundidades del Mediterráneo, entre Mónaco y Marsella. En 2021 pasó otros 20 días a 120 metros de profundidad en Cap Corse, Córcega, para estudiar los anillos de coral.
Después de la expedición y varios días de descompresión mediante, emerge a la superficie como un hombre nuevo, y es entonces cuando lo cuenta todo. Ya lo hacía de niño. A los 13 años empezó a relatar sus primeras experiencias de buceo. “Si me había pasado 10 minutos bajo el agua, podía estar hablando de ello durante dos horas”, recuerda. Entonces solía quejarse de que sus padres no eran exploradores. “No somos una familia tipo Cousteau”, les decía. Más que del mar, ellos eran amantes de la playa. Tomaban el sol, leían en la tumbona…, sus intereses estaban en la superficie. Al niño Laurent la superficie le interesaba relativamente: podía jugar al fútbol con sus primos, pero lo único que le gustaba realmente eran los documentales de Jacques Cousteau. Les dedicaba horas. Uno de sus descubrimientos cuando entró al club de buceo, un año antes de la edad permitida, que eran 14, fue que Cousteau era una persona y no un personaje de la televisión. Se obsesionó con ser el héroe de sus películas. ¿A quién era al único que preguntaba Cousteau? ¿Quién tenía todas las respuestas? ¡El biólogo marino! Estudió la carrera y también aprendió fotografía porque, cuando contaba sus aventuras con un tiburón de seis metros, solían darle la palmadita en el hombro: “Venga, venga”, y nadie se lo acababa de creer.
La primera vez que Ballesta escuchó hablar del celacanto era 2001. Un año antes, el submarinista sudafricano Peter Timm lo había avistado a 120 metros de profundidad. En la aventura había perdido a su mejor amigo. El celacanto es una criatura oscura que vive a 700 metros de profundidad. Puede alcanzar dos metros de longitud y 90 kilogramos de peso. Se cree que es un eslabón perdido en la evolución de los peces vertebrados a las criaturas terrestres de cuatro patas. Ballesta se obsesionó con tenerlo delante y fotografiarlo en su cueva. “Lo difícil es llegar a su universo. Una vez que estás en el lugar correcto, él apenas se mueve y es muy fotogénico”, detalla. Timm, fallecido en 2014, lo llevó al sitio donde él lo había encontrado, y Ballesta, junto a su equipo, fue el primero en nadar con el fósil y filmarlo. Ha sido su expedición más estresante. Dos de sus buzos decidieron, después de la experiencia, que sería su última vez.
Ballesta baja a las profundidades con varios dispositivos electrónicos, pero su mejor compañero es un reloj acuático mecánico, la última versión del Fifty Fathoms, de Blancpain, creado en 1953 y que este año cumple 70. “No imagino cómo se orientaban los buzos cuando no existían estos relojes. En caso de que todo lo electrónico falle, el reloj es el respaldo perfecto”.
Le pregunto a Ballesta si los buzos tienen edad de jubilación y se pone serio. “Oficialmente, a partir de los 40 hay que pasar dos chequeos médicos anuales, yo aún no lo he hecho. Hago deporte a diario, como bien, no fumo y me cuido todo lo que puedo. Creo que hay que dejarlo cuando se pierde la curiosidad y, de momento, la mía es muy alta y compensa toda mi escala de dolor”. Se refiere a sus muchas lesiones de espalda y a los dos dedos insensibles, congelados, desde su expedición a la Antártida, hace ya ocho años. “Bucear es hoy más doloroso para mí que hace 10 años, pero de momento mi curiosidad gana”
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