¿Compró papá obras de arte expoliadas?
La hija de un excéntrico coleccionista suizo rastrea los enormes fondos de su padre en busca de piezas robadas a los judíos en la Segunda Guerra Mundial
Algunas vidas se prolongan más allá de su existencia. La de Bruno Stefanini (1924-2018) rompe esos límites. Fue un empresario suizo, hecho a sí mismo, que ganó una fortuna en el negocio inmobiliario. Aunque nadie lo recordará por eso. Durante décadas reunió una excéntrica colección que incluye edificios, obras de arte, castillos, el cepillo de dientes que, presumiblemente, usó Napoleón en Waterloo o, rozando las costuras más negras del gusto, las ropas que vistieron acusados y procuradores en los juicios de Núremberg después de la Segunda Guerra Mundial. Estaba obsesionado con la contienda y con acumular.
Una adicción, la de coleccionar, transformada en 100.000 piezas. Entre ellas, 6.000 óleos sobre lienzo. Muchos sin valor. Compraba con la misma avidez en una casa de subasta que en un rastrillo. Otros, en cambio, los firmaban Ferdinand Hodler, Albert Anker, Félix Vallotton, Niki de Saint Phalle o Augusto Giacometti. Todo le interesaba. Desde la Edad de Piedra a la reproducción de un circo del tamaño de un apartamento. También ametralladoras, bombas aéreas, granadas, pistolas o un tanque. Incluso adquirió el escritorio donde el presidente John F. Kennedy firmó en 1963 el acuerdo de prohibición parcial de pruebas de armas nucleares. Almacenó la mayoría en una enorme cueva construida debajo de su castillo suizo de Brestenberg. Algunos explosivos todavía siguen allí. Cientos de obras están aún sin abrir, en las cajas originales de las casas de subasta, y pueden contener desde productos tóxicos a radiactivos. Nadie lo sabe.
Pero en toda existencia se abre una grieta, una fractura de la que resulta imposible regresar. “En 1971, su esposa le abandonó con sus dos hijos porque ella le recriminaba que era un alcohólico del trabajo y no tenía tiempo para la familia”, recuerda, por videoconferencia, desde la ciudad suiza de Winterthur, su hija, Bettina Stefanini. En sus diarios escribe: “La vida ha dejado de ser divertida”. El negocio de la construcción se complicó por la regulación y regresó —al igual que Orson Welles en Ciudadano Kane— a la infancia. Sus días más felices. Su particular Rosebud.
En ese paraíso perdido que es la niñez trabaja Bettina. En 1980 su padre creó la Fundación para el Arte, la Cultura y la Historia (SKKG, según sus siglas en alemán) con el fin de compartir la colección. Seis meses antes de fallecer Bruno Stefanini, Bettina tomó la dirección. En 2021 empezaron a registrar y restaurar los fondos. Unas 80 personas del equipo catalogaron 221.261 piezas a lo largo de 18 meses. Ahora afrontan un reto único: filtrar la colección para descubrir obras expoliadas a los judíos o vendidas para huir de la persecución nazi.
Un grupo independiente de expertos decidirá las posibles restituciones. Entre julio de 2022 y diciembre de este año siete investigadores habrán examinado 700 pinturas. “Todavía ignoramos cuántas obras han sido expoliadas. Creemos que pocas porque muchos son artistas suizos. Pero aún hay que inventariar más de 20.000 sobre papel”, prevé Bettina. Por ahora, 6 de los 93 trabajos que han levantado sospechas exigen una mayor investigación. Las piezas con una historia cristalina se trasladarán a la nueva sede de la fundación denominada Campo (cerca de Winterthur), que estará terminada en 2027. Pero no abrirán un museo. “Ya existen muchos fantásticos en Suiza”, aclara la hija del coleccionista. Tienen préstamos en 45 instituciones helvéticas y el año pasado dejaron 160 piezas. Pero lo extraordinario es buscar el expolio en una colección inmensa. Sin excusas. “Muchas instituciones y Estados son poco valientes cuando tienen que devolver obras saqueadas”, lamenta Bettina Stefanini. Sabe que su búsqueda es un signo de puntuación importante en la frase larguísima de hacer justicia a los judíos expoliados.
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