Theodor Kallifatides: “La emigración es una forma de suicidio”
Hasta hace cinco años, Theodor Kallifatides era un desconocido para los lectores en español. Pero el éxito de ‘Otra vida por vivir’ le supuso que comenzara a publicarse su obra en este idioma. Sencillez y cierta habilidad profética le convierten a este griego, que se exilió en Suecia en los años sesenta, en un escritor singular, como demuestra ahora en ‘Un nuevo país al otro lado de mi ventana’
Cuenta Theodor Kallifatides (Molaoi, Grecia, 85 años) que su madre le decía desde muy joven: “Todas las tragedias acaban bien”. Él, aún hoy, no comprende la frase del todo. Puede que aquella afirmación le llevara a convertirse finalmente en escritor por la necesidad de desentrañar la brutal y enigmática paradoja que encierra. Pero, además de esa, existen otras razones poderosas, contradictorias también, a la hora de explicar que eligiera su carrera literaria, como es el hecho de que comenzara a escribir en sueco, un idioma que nada tenía que ver con sus orígenes y acabó adoptando tras recalar en los años sesenta en aquel país escandinavo, tan opuesto al suyo. El autor de la magistral y emocionante Otra vida por vivir (Galaxia Gutenberg) dice que repudió su lengua por diversas causas. Políticas, íntimas, desgarradoras. Y que en ello influyó el rencor y hasta el odio, aunque ese libro narre la historia de una reconciliación: la del autor con su propio idioma. Es decir, lo más parecido a una parábola del hijo pródigo situada en el fondo de las entrañas.
Kallifatides irrumpió con ese libro en la escena literaria en español no hace mucho tiempo, en 2019. Desde entonces no ha parado de crecer y ganar lectores. Joan Tarrida, su editor, decidió ir recuperando su obra porque no había sido traducida al castellano, además de hacerlo también en catalán. Hasta el momento hemos ido conociendo a un autor que aboga por la sencillez para adentrarnos en las grandes cuestiones de manera profunda y que teje los hilos del tiempo desde la filosofía de la antigua Grecia hasta el presente, trufando sus narraciones de esa sabiduría que proporciona la memoria bien digerida, aunque no exenta de dolor. De Timandra a Lo pasado no es un sueño. De Madres e hijos o Amor y morriña a El asedio de Troya y ahora Un nuevo país al otro lado de mi ventana, Kallifatides nos toca con un delicado escepticismo y una honda verdad, sofisticada en su sencillez, precisa en sus formulaciones, directa y asombrada ante las torpezas y las miserias que podrían arreglarse, según él, si la gente acudiera en tromba al recetario que nos proporciona la literatura universal.
¿Cuál es ese nuevo país, esa Suecia, que dice ver desde su ventana de su casa?
El libro que ahora aparece en España lo escribí en 2002. Y siento haber sido tan profético. Empecé a vislumbrar un país que se entregaba a los nacionalismos extremos. ¿Qué clase de lugar sería si solo caben los suecos? En cierto modo vi venir esta ola de intolerancia con la emigración.
El libro comienza con usted, prácticamente cubierto hasta la frente, y un extraño que le increpa: “¡Turco de mierda!”.
Sí, me había cubierto para salir a la calle de una forma en la que creo que ni mi esposa me hubiera reconocido. Y de repente, ese individuo se da cuenta de que yo era un inmigrante. Eso es lo más inquietante, que lo detectó como si de un animal se tratara, por instinto. Con esa anécdota empiezo a denotar una deriva que hoy afecta no solo a los migrantes, que se encuentran más aislados y han debido adoptar otras tácticas, como no mostrarse víctimas perpetuas para sobrevivir. Pero también a principios de siglo comienzan otros problemas, el clasismo en la educación, el aislamiento…
Confiemos en su madre. Una vez ella le dijo que todas las tragedias escritas acaban bien. No lo entendió entonces y aún, dice, sigue sin explicárselo. ¿Qué cree que quería decir?
Las tragedias griegas raramente acaban bien. En Antígona, por ejemplo, nada se salva de la quema. Pero lo que es cierto es que todo lo cura el tiempo. Si cogemos a esos mismos personajes 20 años después, su suerte, a lo mejor, puede haber cambiado.
Es decir, que los finales son provisionales. Una convención que termina en un punto preciso, pero no definitivo.
Exacto. Exacto.
Si le damos una vuelta y pensamos en quienes a finales del siglo XX habían declarado el final de la Guerra Fría, ¿qué dirían ahora con lo que ocurre en Ucrania?
Ese es un buen ejemplo. Y hemos hecho todo lo posible por resucitarla. Todo. La Segunda Guerra Mundial se libró para defender la democracia frente a Hitler. La ganaron. ¿Qué ocurrió después? Grecia cayó en una dictadura que anduvo controlada por los norteamericanos. Los países de alrededor fueron sometidos al estalinismo. Los franceses, los británicos, los belgas y los holandeses maltrataron a los habitantes de sus colonias: ¿Dónde quedaba la democracia? Era una ficción. Una excusa para ganar la guerra. Y ahora nos encontramos con un nuevo conflicto bélico en suelo europeo, no mucho después de lo que ocurrió en los Balcanes. La guerra continúa. No tiene fin.
Desde Troya, sin parar.
Implica la lucha por el poder y el dominio, sin más. ¿Quién puede creer que los nazis renacerían hoy con otros nombres en los mismos países donde causaron estragos? Creo que gran parte de la gente no aprende no porque sean estúpidos, sino porque hay algo en el propio destino del hombre que le empuja a cometer los mismos errores. Supongo que su padre era un gran hombre. Pero genéticamente, usted no podría heredar su bondad, su educación, su sentido del humor. Eso lo debe aprender después, por sí mismo. Por tanto, cada uno de nosotros comenzamos una y otra vez. Ese es nuestro reto en la vida. Construirnos. Pero las lecciones que debíamos haber aprendido no somos capaces de llevarlas con nosotros. Lo único que nos puede salvar del desastre es la cultura.
¿Por qué?
Porque nos hace compartir experiencias comunes. Shakespeare o Tolstói son museos de experiencias humanas. En la Ilíada se dice expresamente que la guerra es la fuente de todas las lágrimas. Y eso tenemos que estudiarlo e incorporarlo a nuestro ser. Si la Biblia es el libro de Dios, la literatura universal, los grandes clásicos, deben ser la del ser humano. Empezando por la mitología griega. Todo el catálogo del comportamiento está ahí: acostarse con tu madre, matar a tus hijos… Cualquier virtud y cualquier barbaridad.
Describe usted la emigración como un suicidio. Fuerte…
Sí. Y no me refiero a ello metafóricamente. Dejé mi país a los 25 años, no muy mayor, pero sí lo suficiente para ponerme en marcha. Tuve que afrontar muchas experiencias solo: perdí gente, gané otra gente, fui infeliz en el amor, padecí la enfermedad, la pobreza… Salvo disfrutar de mi tiempo, una gran experiencia que descubrí después, pero que entonces no había disfrutado. Cuando llegué a Suecia me sentía como un conejo despellejado porque mi piel la constituía todo lo que abandoné.
Ya.
Además de todo eso, pierdes tu capacidad de expresarte. O lo haces de manera muy pobre y hasta estúpida. No conoces la lengua y te debes hacer entender. En esa situación piensas y te propones: debería ser mejor persona. Eso implica que a lo mejor no eres quien desearías ser. El hecho de intentarlo creo que es una aspiración humana muy natural. Pero si te encuentras solo, sin tu entorno, sin quienes amas alrededor, fuera de tu ciudad, de tu pueblo, resulta más duro. Debes comenzar de nuevo para tratar de formarte alrededor del ambiente y las experiencias o la familiaridad que has perdido. Te empeñas en conseguir la vida que deberías haber tenido en tu propio país. Y puede que no lo consigas. Entonces reniegas y prescindes de una gran parte de ti mismo. Por eso supone una especie de suicidio.
Para empezar, renegó de su propia lengua.
Sí. Y lo hice porque la consideraba contaminada por las ideas de aquel tiempo. La influencia del fascismo fue muy fuerte y determinante en mi caso. La pobreza que todo eso trajo, también. Nos veíamos obligados a mendigar. Toda aquella miseria, para mí, innecesaria, resultado de la guerra, nos arrastró. Esa catástrofe conduce a la ruina; para quien no la haya sufrido, viene bien recordarlo.
Así que puso tierra por medio. Aprender sueco, ¿le salvó?
Me ayudó. Necesitaba recomponerme como ser humano. En Grecia, no solo yo quería deshacerme de todo aquello. Ellos también deseaban deshacerse de mí.
¿Quiénes?
El sistema, las autoridades, me querían fuera del país.
¿Y eso le enfurecía, le frustraba? ¿Le provocaba odio pese a que en sus intenciones como persona siempre haya buscado ser mejor?
Sí. Pero imagine… Mi padre era un hombre de izquierdas y eso nos condenó a mis hermanos y a mí a no progresar, a no poder estudiar. Fui a la comisaría a por los papeles que acreditaran que yo era un patriota y un buen cristiano sin ideas que representaran una amenaza para el Gobierno y no me los dieron. El policía que estaba de turno me miró, se rio y me dijo: “Bueno, si mi madre algún día se convierte en papa de Roma, entonces tú podrás ir a la Universidad”. No salí de allí con muchas esperanzas.
Pero todo eso, como decía su madre, acabó bien. Con los años escribió una obra maestra y se reconcilió con su lengua.
Sí, aunque en mi país, las heridas de la guerra y la dictadura aún no han cicatrizado.
Algo parecido ha ocurrido en España. La sombra viviente de la guerra todavía nos cubre. Pero es usted quien también ha escrito en su novela Timandra, que prefiere la sombra de una persona a la persona en sí.
Para decirle la verdad, supongo que me refería al aura que cada uno tenemos. Lo llamo sombra por evitar la connotación religiosa que implica. En algunos casos, sentimos cosas que pueden ocurrir un poco antes de que se desencadenen. Peligro, angustia, inseguridad… Sin que nada conduzca racionalmente a ello. Pero de repente ocurre algo que te da la razón.
Timandra fue uno de sus mayores éxitos en sueco. Pero, a estas alturas, ¿ya ha llegado a firmar la paz total con el griego o combina ambos idiomas?
Sí, he firmado la paz. Las cosas cambian, evolucionan. Aunque ahora mismo no tenga mucha prisa ni ansiedad por escribir, si lo hago, será en sueco. Porque finalmente se ha convertido en el idioma de mi vida.
¿El sueco, entonces, ha ganado la batalla definitivamente dentro de usted?
Me gusta mucho. Es cierto que no lloro cuando escucho canciones en sueco, pero derramo lágrimas como un cerdo cuando suenan en griego.
¿Por qué será?
Mi corazón. Es el que manda en ese sentido.
¿Su corazón es griego y su cerebro sueco?
Eso es. Y no pasa nada. Puedes trabajar con tu cerebro, pero no cambiar tu corazón. Es así. Me gustaría sentirme cien por cien sueco. Pero no lo soy. Y si yo tratara de convencerle a usted de que lo soy, se daría cuenta de que le miento.
¿Europeo se siente?
Sí, aunque es un concepto que tiene sus trucos. Los griegos, por ejemplo, lo utilizan según les conviene. Si quieren justificar su falta de capacidad para la organización, aseguran que no se sienten como tales. Pero si les va bien en el fútbol, dicen: “Veis, estamos a nivel europeo”.
En Timandra, aunque es una novela de 1994, muestra usted un gran interés por la retórica. Por ejemplo, qué le cuesta a un hombre convencer a otro de lo que no cree. Eso en lo que tanto andan algunos llamando relato, es decir, retórica y no hechos, ya era un truco bien antiguo.
En un periodo muy corto de tiempo se dio en la antigua Grecia una euforia filosófica y se crearon las ideas base de nuestra civilización. Conceptos nuevos, creación, artes, ciencia… Fue una explosión que no ocurrió de manera fortuita ni caprichosa, sino por contacto directo y muy rico con otras culturas. Pero la de los griegos quedó porque fue en su día escrita. Democracia se convirtió en una palabra hoy vigente. Pero también la misantropía y el odio a las posiciones contrarias.
También en algún pasaje de la obra algún personaje duda de lo que supone tener derecho a algo.
Esa pregunta es dura. Lo expone quizás porque malgastamos o practicamos mal nuestros derechos cuando los ejercemos. Sobre todo, cuando esto supone pisar el derecho de los otros. Resulta confuso. Cuando expresas una opinión, debes cotejar si no daña demasiado a otras personas. Y sobre todo expresarlas sin que se contrapongan gravemente a la coherencia de nuestros actos. O también cuando estas atentan contra otros. No deberíamos permitir que alguien dijera que todos los judíos deben ser exterminados sin que eso tenga consecuencias para quien lo sostiene. Algunas opiniones no solo tendrían que alarmar en el momento de ser pronunciadas, sino que deberían acarrear consecuencias si atentan o suponen una amenaza contra la vida de otros. Hitler tuvo su éxito a la hora de pronunciar ciertas barbaridades.
La mentira construye monstruos. Pasó con Hitler, ocurre con Putin.
Sí, además lo hace bajo la cobertura de la libertad de expresión. No debería ser así. El caso es que los viejos problemas continúan sin resolverse y no somos capaces de alumbrar soluciones fructíferas para buscar alternativas. Mire Ucrania. Nada nuevo.
Pues tiremos de algunas nociones socráticas. Por ejemplo, como usted recuerda, que la belleza es la única virtud que se puede ver. Bonito, ¿no?
Me fascina desde que lo leí. Es un concepto sencillo y muy claro. No admite siquiera discusión ni explicación apenas.
Pero enorme. Como su literatura. ¿Podríamos decir que se emplea usted en una continua búsqueda de la sencillez para formular todo lo complejo?
Aristóteles en su Ética a Nicómaco trata de buscar en los errores de cada uno. No existe una idea de justicia social. Se ha olvidado.
¿Debería esta basarse en la igualdad de oportunidades solamente?
Al menos en parte. En una base mínima, como un punto de partida. Mi hijo es economista y a veces me enseña algunas cosas. Sostiene que en la historia de la humanidad no se había producido una concentración de capitales parecida a la presente. Nunca. Por tanto, ¿qué clase de democracia nos hemos construido? ¿Una para arrastrarnos hacia el capitalismo más salvaje y a los monopolios sin apenas control?
Eso nos lleva a otro concepto relacionado con la anterior idea socrática pero formulado por Platón: que lo bello es difícil.
Claro, porque ni siquiera la belleza ha sido una garantía para llevar una buena vida. Esta tiene sus contrapartidas y acarrea sus propias condenas.
¿También la bondad es difícil?
A veces tienes que proponértelo. Aunque lo más puro en dicho sentido ocurre naturalmente. Deberíamos avanzar en eso, pero cuenta más cuando algo se pone en juego entre muchos intereses. Tiendes a no renunciar a lo que crees que te pertenece. Por eso nos cuesta ahondar en el camino de la bondad. Por eso, también, me esfuerzo en enfatizar ciertas cosas. O todo lo que toca a la justicia y el reparto equitativo. Aparte, confío en la virtud de hacer el bien solo por el hecho de hacerlo, no por ningún interés que te empuje a ello.
Muchas veces, lo que se interpone entre el bien y el mal es un impulso o, incluso, la estupidez.
Y si nos referimos al amor, más. Nos enamoramos, muy bien. Es inevitable. Pero el amor no nos otorga tantos derechos, sino, más bien, obligaciones. El problema salta cuando ante eso interpones sentimientos que consideras superiores. ¿Quién te hace creer eso? Una vez más, en ese aspecto, debes aprender de cero. Y recurrir a la cultura para explicarte cosas. Federico García Lorca, en ese universo, nos ha enseñado muchísimo, por ejemplo.
También usted ha tratado la homosexualidad en su obra, ¿le influyó Lorca en eso?
Es un tema que aún no se acepta bien en países como Grecia, donde los homosexuales sufren a veces crímenes atroces y violentos. Como ha sucedido con algunos escritores. Brutal. Y la Iglesia tiene una responsabilidad en ello. Para empezar porque muestran una sistemática intolerancia hacia el asunto y, después, porque han perpetrado abusos sin parar en su seno.
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