Luis Zahera: “El mundo debería estar gobernado por el sentido común de las mujeres, concretamente por mi madre y mis hermanas”
Tras ganar su segundo Goya por ‘As bestas’, este gallego, actor magnético e inquietante, es el intérprete de moda en el cine español
Luis Zahera es el rey del caos. Y le gusta. Porque, como él cree, hasta para que los planetas brillen, hace falta un poco de turbadora incertidumbre alrededor. Ese elemento es lo que el actor aporta: el contrapunto, el espejo convexo, el interrogante… La masa con la que este compostelano de 56 años ha ido convirtiéndose en un intérprete indiscutible y de referencia en la última década, sin haber encarnado nunca a un protagonista. Con papeles de carácter que a base de, a veces, tan solo una o dos escenas, lo hacen brillar al provocar que el espectador se revuelva un poco más de lo habitual en su butaca.
Sin embargo, nada conduce a pensar que Zahera haya conocido a fondo el mal en su vida. Ni de refilón. Le salva una innata capacidad de observación, incluso de abstracción dentro de su propio desconcierto vital. Con una natural reserva hacia el orden, a pesar de que confiesa admirar a quienes alrededor suyo se muestran organizados, pulcros, perfeccionistas. “Yo alucino con José Coronado o con Luis Tosar, que son lo contrario a mí”, asegura mientras desayuna un vaso de leche con cola cao poco después de las nueve de la mañana y un bollo de chocolate antes de la sesión de fotos.
Ha llegado con gazuza después de su sesión diaria de ejercicio. Cuando anda por Madrid —ahora rueda la tercera y cuarta temporada de la serie Entrevías— se levanta a las seis de la mañana y tira para la Casa de Campo desde su portal en el barrio de los Austrias. Así se prepara día a día para afrontar de lunes a viernes sesiones de estudio y rodaje, a las que añade los fines de semana las funciones de su monólogo. Chungo, se titula, un texto paródico y confesional sobre sí mismo escrito por él, que representa los sábados en la sala Capitol de Madrid y los domingos en el teatro Borrás de Barcelona. “Soy un yonqui del trabajo”, asegura, mientras el chasquido de sus dedos inunda el local.
Un adicto al curro que vive su momento dulce, su racha bestial de oportunidades bien elegidas junto a reconocimientos, como el reciente Goya al mejor actor de reparto por As bestas, el segundo que consigue por una película de Rodrigo Sorogoyen, tras llevárselo en 2019 gracias a El reino (2018). “Cuando le conocí”, dice el actor respecto al director de la película que no deja de arrasar en España y Europa, “ya me habló del crimen de Petín (Ourense), en el que se inspira la historia de As bestas. Yo no tenía ni idea y no supe por dónde salir”. Entonces lo había convocado para el casting de Que Dios nos perdone, su tercer largometraje, rodado en 2016. “Resultaba raro que un director acudiera a la sesión. Pero después me dijo por qué y pensé que tenía todo el sentido. ‘Cuando los tengo ya casi elegidos, me paso a ver si no son tontos”.
Sorogoyen lo tiene siempre todo medido, según Zahera. Hasta el punto de que resulta difícil saltarse el guion con él e Isabel Peña, junto a quien concibe cada proyecto. Nada de improvisar o reescribirlo para que se adapte mejor a tus comodidades. “Apenas conceden espacio”, dice Zahera. Aunque eso represente que sienta que doman su reconocida, proverbial y nada oculta propensión al caos. “Siempre definido este como un orden por descifrar, que diría José Saramago”.
Quizás la pulsión provenga de la niñez. En casa del actor gobernaban las mujeres. “María Dolores, o mejor Lecha, como todo el mundo llamaba a mi madre, y mis cuatro hermanas. Yo era el pequeño”. ¿Malcriado? “No lo sé, tampoco puedo comparar con lo que es un hijo único, pero ser el último y muy deseado, marca”.
Creció, tiene la sensación, como un juguete desconcertado que pasaba de cuarto en cuarto y de mano en mano. Sus hermanas no dejaban de tomarle el pelo. “Me mentían todo el rato. Hasta el punto de hacerme creer que Ourense se encontraba en el extranjero. Lo dije un día convencido en el colegio y no veas cómo se rieron de mí. Volví a casa llorando…”. A pesar de aquel perpetuo vacile, José Luis —en casa le llamaban José— supo apreciar el valor de sus lecciones. Las jocosas y las serias. “Nos iría mejor si el mundo anduviera gobernado por el sentido común de las mujeres. Por mi madre y mis hermanas, concretamente”, afirma Zahera. La primera opción ya no es posible. Lecha murió hace 25 años. Pero para Maite, Ángeles, María Dolores y Marta hay tiempo.
Con ellas, el actor haría lo que fuera para que aplicaran políticas de izquierda. “Ah, sí, yo soy de los que defienden pagar una barbaridad de impuestos por la barbaridad del dinero que cobro para que haya un mejor reparto. O volver a los principios del cristianismo: amaos los unos a los otros, y de los scouts, en el sentido de dejar el lugar en que estás mejor de lo que te lo encontraste, así es como veo que tienen arreglo las cosas”. Y sin tender a la polarización. “Me intercambio mensajes con Alberto Núñez Feijóo desde que hicimos un anuncio juntos en la época en que se veía venir la crispación. Yo prefiero la conciliación, no andar a la greña”.
No le obsesionan los protagonismos. Literal. Anda contento con su espacio secundario. “Nosotros somos los que debemos hacer brillar más al sol, es decir, a los que encabezan los repartos”. A ello se ha aplicado Zahera en papeles memorables, como el de Releches, el drogata pegado a Malamadre (Luis Tosar), de Celda 211, la película de Daniel Monzón. También el Luis Cabrera que asombró en El reino desde un balcón con tan solo una escena. O ya en televisión, los caramelos que le ha escrito y ofrecido el creador de series Aitor Gabilondo en Vivir sin permiso o Entrevías para formar tándem con Coronado. No le importa… “Cumplimos nuestra parte y feliz. Aunque agradezco también a todos los que piden que me den un papel principal alguna vez”.
Quizás llegue, porque el talento de Zahera ha debido ya convencer a todo quisqui de lo que es capaz. No solo adentrarse en lo que se le ponga por delante, sino que cada elemento crezca y retumbe dentro. Con acento de su tierra o sin él. Si algo le turba, es no saber explicar bien en qué consiste ser gallego. “Mi papá decía que equivale a tener una carrera universitaria. La retranca es una sucesión de surrealismos, me dice María Pujalte. Pero yo no sé qué significa eso. No entiendo muy bien el rollo gallego, de verdad. Quico Cadaval, el gran monologuista, dice que Galicia es un país que intenta suicidarse y no lo consigue. No lo sé descifrar, no acabo de entender esa inteligencia colectiva, quizás, precisamente, por serlo, por formar parte de ella”.
Ni siquiera cuando con 24 años se largó a Nueva York atinó a comprenderlo en un impulso propio de los de su procedencia: emigrar. La distancia no le valió para desentrañar nudos gordianos de identidades ambiguas, pero sí para otras muchas cosas. “Aprendí a llamar por teléfono, por ejemplo”. No se refiere al hecho de marcar los números, sino a quitarle el miedo a hacerlo para venderse, buscar un papel, pedir algo.
Una vez desapareció ese pavor, regresó. Y desde entonces, asegura, no ha parado de trabajar. Nueva York fue una escuela de vida. “Decía mi madre que yo necesitaba airearme”. Así fue. Reunieron 250.000 pesetas de la época (unos 1.500 euros) y se largó. “No aprendí inglés. Nada. Andaba con gallegos y portugueses. Ahora, cada año me lo propongo, pero… Allí trabajé lavando platos, pintando casas o en la demolición”.
Tirar paredes se le daba bien. Hasta derribó la planta 64ª de una de las Torres Gemelas. “Cuando cayeron en septiembre de 2001, mi padre me comentó: ‘Tú no habrás tenido nada que ver…”. De don Pepe heredó esa ironía pariente del humor negro, pero apenas ningún abrazo. “Era reservado, uno puede imaginar cómo fueron educados los de su generación”.
Las pocas muestras de cariño paternas las equilibraban su madre y sus hermanas. Una de ellas, antes, le había ayudado a ver su vocación. Su madre la apuntaló pese a las reservas del padre, que si bien no se hacía ilusiones de que heredara el comercio familiar de venta de ropa, sí de que estudiara una carrera. Pero un buen día, su hermana Ángeles lo llevó al teatro. “Fue el 12 de febrero de 1982″. Todavía se acuerda. Como certifica también que Lecha, al ver que era un desastre para los estudios y no traía buenas notas del colegio La Salle, pensara que quizás convertirse en actor fuera el camino adecuado para su hijo.
Al regresar se puso en contacto con Agustín Magán, uno de los referentes de la escena gallega durante décadas. “Un hombre sabio, de cultura libresca y miles de volúmenes en su biblioteca”, asegura Zahera. Los de su compañía lo citaron en una coctelería para ver si podían darle un papel en una obra. “De alcohólico”, recuerda el actor. “Anda, hazte el borracho, aquí por el bar”, le dijeron. Y se lanzó cuerpo entero hacia la bamboleante geometría de aquella primera oportunidad. Lo consiguió. “Desde entonces no he parado”, afirma.
Una etapa escénica de inicio y después su primera película, Divinas palabras, la adaptación al cine que José Luis García Sánchez hizo de la obra de Valle-Inclán. “Me doblaron encima para que no se notara el acento”, confiesa hoy. Después ha sabido transformar su forma de hablar en un valor. Papel tras papel fue afianzándose sin que se le inflara la cabeza de esos sueños que conducen a frustraciones. Todo medido y sin que dejara de fluir. Pero dando la talla y respondiendo a algunas convicciones aprendidas de Magán: “Él me decía que debíamos ser honestos con cada escena. Y eso lo cumplo hoy a rajatabla. La honestidad para él, en ese sentido, representaba llegar hasta el final, arriesgar al límite de las posibilidades interpretativas que ofrecía cada situación”.
Hoy sabe que eso conlleva impronta. Ese sello inquietante, turbador, cargado de claroscuros que aporta a sus personajes. “Hago bastantes papeles en esa clave. Aunque aún tengo la esperanza de que me llamen para una peli de amor. Hacer de bueno, a lo Ernest Borgnine en Marty. Pero uno debe saber estar en su sitio, y como decimos los de nuestra generación: no te columpies. Humildad, tío, humildad, lo que me enseñó mi madre”.
También cuidado por las cosas bien hechas y cierto grado de seguridad en sus capacidades. “Aparte del caos, soy muy ingenuo, muy crédulo”, dice Zahera. Pocos lo dirían si lo ven en la piel de Ferro en Vivir sin permiso, de Fandiño en Entrevías o de Xan en As bestas, cuando encarna a tipos difíciles de engañar, desde ese lugar determinado de la vida en el que uno anda de vuelta de todo.
Zahera no lo está. Puede que lo logre en sus metamorfosis interpretativas, pero conserva una inocencia de asombro en la corta distancia y demuestra una decidida voluntad de no dejar de aprender al contar que anda sumergido en la lectura de las obras de Stefan Zweig, casi tanto como disfruta medio ausente y ensimismado al restaurar muebles en casa, lija y barniz en mano. El cuidado de los trabajos manuales ofrece así su camino paradójico en su naturaleza caótica y un acompañamiento a la soledad: “Sí, soy una persona que peligrosamente se inclina hacia lo solitario”, confiesa.
Una propensión en la que suele abundar cuando descansa en la isla de Arousa, donde se retira habitualmente. Lo disfruta, pero también le preocupa y hasta lamenta ciertos aspectos de dicha faceta: “Me arrepiento, por ejemplo, de no tener hijos”, asegura. Para, acto seguido, justificarse: “Pero es que el trabajo me lo ocupa todo. Ya lo decía mi mamá: ‘Hijo, no te preocupes, que no te irá mal, porque has salido muy bien dispuesto. Dispuestísimo”.
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