Juan José Millás bucea en el laberinto oscuro del insomnio
El 30% de la población no duerme bien. No logra conciliar el sueño o se despierta antes de lo deseado. O ambas cosas. La Organización Mundial de la Salud ha declarado la falta de sueño como epidemia. Afecta más a las mujeres, a los ancianos y a las personas con enfermedades psiquiátricas. Nadie o casi nadie ha encontrado una respuesta eficaz. Y España está a la cabeza del consumo de somníferos.
Si usted no conoce el insomnio, tampoco conoce el extranjero. Usted puede haber viajado a Suecia, a Dinamarca, a Canadá, a la selva amazónica, puede haber atravesado el desierto, cruzado cientos o miles de fronteras, quizá tenga en su pasaporte más sellos que tatuajes en su cuerpo un preso. Pero no ha estado en el extranjero porque el auténtico extranjero, como el verdadero infierno, no es un lugar físico, sino un estado del alma.
En el estado insomne, uno se vuelve extraño dentro de su domicilio y en el interior de su propio cuerpo. Supongamos que se despierta usted inopinadamente a las tres de la madrugada. Jamás antes le había ocurrido, por lo que recibe la novedad con sorpresa. Tras dar un par de vueltas sobre el colchón con los ojos cerrados, para ver si cambiando de postura vuelve a coger el sueño (o el sueño vuelve a cogerle a usted), advierte que ha sido arrojado del descanso nocturno como Adán y Eva de los jardines del Edén.
¿Qué hacer?
Quizá salir de la cama. Entonces, al observar las puertas del armario empotrado del dormitorio a la tenue luz nocturna que se filtra a través de los visillos, comprobará con sorpresa que, sin dejar de ser el armario empotrado de su dormitorio, es al mismo tiempo un armario empotrado de otra dimensión diferente a la suya. No se atreverá a abrirlo porque no está seguro de que dentro de él estén sus camisas, sus trajes, sus zapatos. Tal vez encuentre la ropa de otro. ¿De quién? Del que toma posesión de la casa mientras usted duerme.
¿Hablamos de un fantasma?
Quizá.
En las horas de la noche, las casas se pueblan de presencias invisibles a las que no les gusta tropezarse con usted. Si ellas permanecen ausentes durante nuestra vigilia, ¿por qué no desaparecemos nosotros durante la suya?, se preguntan.
Y bien, pongamos que, tras abandonar la cama, deambula usted por la vivienda. Comprobará que lo hará con los gestos de un intruso (o de una intrusa). Véase a sí mismo (a sí misma) en pijama, o en ropa interior, o como quiera que se acueste, atravesando el pasillo en dirección a la cocina. ¿Por qué se mueve con ese sigilo? ¿Acaso es usted un ladrón (o una ladrona)? No, no es usted un ladrón, pero algo le dice que a esas horas la casa no le pertenece.
Pongamos que logra llegar a la nevera sin haber encendido ninguna luz (constituye una trasgresión prenderlas a esas horas de la noche), pongamos que la abre y que toma la botella de leche y que luego busca un vaso donde la vierte y que a continuación se lleva el vaso a la boca. Durante la realización de todos esos movimientos, percibirá que está utilizando un cuerpo que tampoco es el suyo, no del todo. Se encuentra usted dentro de él, pero no está seguro de que le corresponda. ¿No será que se está bebiendo la leche para otro?
Extranjero, pues, en su casa, y extranjero en su cuerpo.
Pero si despertar en medio de la noche resulta extraño y turbador, dormir no lo es menos. Observen cómo se refiere al sueño el neurólogo Matthew Walker en su libro Por qué dormimos: “Imagina el nacimiento de tu primer hijo. En el hospital, la doctora entra en la habitación y te dice:
—Felicidades, es un bebé sano. Le hemos hecho todas las pruebas preliminares y todo parece estar bien.
La doctora sonríe tranquilizadoramente y comienza a avanzar hacia la puerta. Sin embargo, antes de salir de la habitación se da la vuelta y dice:
—Solo hay una cosa: a partir de este momento y durante el resto de su vida, su hijo caerá de forma rutinaria y repetida en un estado de coma aparente, que a veces incluso se asemejará a la muerte. Y mientras su cuerpo permanece inmóvil, a menudo su mente se llenará de aturdidoras y extrañas alucinaciones. Este estado consumirá un tercio de su vida y no tengo ni idea de por qué ocurre ni para qué sirve. ¡Buena suerte!
Dormir es raro, en fin (durante el sueño vemos imágenes que no reconocemos como fabricadas por nosotros, un poco al modo del que en la vigilia escucha voces intrusivas), pero lo hemos normalizado a través de siglos de evolución. Aceptamos, pues, como naturales las aventuras psicóticas del sueño, su relato desquiciado, su sintaxis rota.
Pero a nosotros nos interesaba el insomnio, del que vamos a suponer que deviene crónico.
¿Cuántos ojos abiertos hay ahora en el mundo? Ojos abiertos a la oscuridad de un dormitorio, ojos de personas desveladas que vigilan los movimientos de las sombras del techo. Ojos marrones y verdes y azules y grises, ojos negros, además de los ojos de los tuertos, los de las tuertas, los de los ciegos y las ciegas, los ojos de los adolescentes y de los cíclopes y los ojos de los niños miopes… Ojos de hombres, de mujeres, de críos, de bebés. Imaginen un bebé insomne y silencioso tumbado en su cuna con los ojos abiertos, como un rostro sin párpados. El bebé insomne. Buen título para un cuento de terror. Acaba de llegar al mundo e ignora el significado de lo que ve (ignora también que lo que ve carece de significado). Un grumo de extrañeza en medio de la noche. El insomnio te extraña de la realidad. Si mi yo vigilante del día y mi yo insomne de la noche pudieran conversar, qué se dirían. Nada, no se dirían nada, huirían el uno del otro como de la peste.
Hace poco hablaba con un amigo insomne. Había coincidido esa noche con su hijo de 30 años, insomne también, en la cocina. Fingieron no verse y por la mañana, durante el desayuno, tampoco comentaron el suceso.
Nuestros antípodas australianos caen en el estado insomne mientras muchos de los insomnes de aquí luchamos por no dormirnos en el metro o en la oficina, pues uno de los problemas de esta patología es que el sueño acude a deshoras. Permanecer en vela durante la noche puede conducir a la somnolencia diurna, que provoca a su vez estados alterados de conciencia, estados híbridos, ambiguos, en los que permaneces con un pie allí y otro aquí.
Stephen King tiene una novela, Insomnia (de terror, como es lógico), en la que un viudo empieza a despertarse cada día más temprano, lo que significa que duerme cada día menos. Insensiblemente, va entrando en un estado en el que su percepción de las cosas se modifica hasta el punto de padecer ataques de hiperrealidad. “Percepción sensorial acentuada”, le dice un experto. “Las cosas y la gente”, añade en otro pasaje, “sobre todo la gente, tenían auras, sí, pero eso no era más que el principio del increíble fenómeno. Las cosas jamás habían sido tan brillantes, nunca habían estado tan completamente presentes. Los coches, los postes telefónicos, los carritos de la compra que se alineaban en su jaula frente al supermercado, los bloques de pisos al otro lado de la calle… Todas las cosas parecían abalanzarse sobre él como imágenes en tres dimensiones de una vieja película. El sombrío centro comercial de Witcham Street se había convertido en el país de las maravillas, y aunque Ralph lo estaba mirando directamente, no estaba seguro de lo que estaba viendo, tan solo que se trataba de una visión rica, preciosa y fabulosamente extraña”.
Vale, es una novela, no hay que creérselo, o no del todo, pero una cosa es cierta: el insomnio proporciona a veces un estado de lucidez que, paradójicamente, conduce a la bruma mental.
El insomne puede verse tentado a dormir la siesta, pues a esa hora no es raro que el cuerpo reclame a gritos los intereses de un descanso de cuyo capital no ha disfrutado durante la noche. Pero cuidado con la utilización de esa calderilla, pues puede traducirse en un insomnio de mayor intensidad durante la madrugada. Personalmente resuelvo el sopor de después de la comida de este modo: tomo un libro y me pongo a leerlo en una postura un poco incómoda: sentado en una silla, por ejemplo, en la que no pueda apoyar la cabeza en ningún sitio. Al poco, mi cuerpo se va relajando, mi mente se nubla y las letras del libro se empiezan a descomponer. En ese punto, cierro los ojos. Continúo despierto, aunque a las puertas mismas del sueño. Sé que no me puedo dormir, o no del todo, porque, si lo hago, la cabeza se me caerá y me despertaré con dolor de cuello. Delante de mis ojos cerrados, empiezan a sucederse entonces imágenes arbitrarias. Ya sé que se producen en el interior de mi cerebro, o de mi mente, pero la sensación es la de que se manifiestan delante de los ojos, ya que, incluso con ellos cerrados, mi campo de visión (o de ceguera) es limitado como la pantalla de una tele. Estas imágenes son proteicas, dinámicas, se suceden a velocidades de vértigo: aparece, por ejemplo, una especie de agujero negro en el que una masa líquida gira alrededor de un sumidero por el que es tragada. En uno de esos giros, la masa se convierte en un rostro que enseguida empieza a descomponerse para transformarse en una trama textil. Al darle nombre (trama textil), la comparo con una trama novelesca y ahí justo, en ese estado reflexivo, atravieso con un pie el límite de la vigilia, permaneciendo en este lado con el otro. Estoy extrañamente dormido y despierto al mismo tiempo. No se me dobla el cuello, no sucumbo, pero estoy descansando, estoy, quizá, produciendo un sueño lúcido (aquel en el que eres consciente de estar soñando), que puedo dirigir un poco. A los 10 minutos abro los párpados con la sensación de haber descansado, pero sin haber consumido un solo céntimo de sueño de la noche. Puedo seguir leyendo el resto de la tarde sin el peligro de amodorrarme o de dar cabezadas todo el tiempo. No siempre me sale bien, claro, a veces se me cae el libro o estoy a punto de caer yo mismo de la silla, pero con la práctica la técnica se va perfeccionando.
Otra cosa que hago en ocasiones, cuando me despierto a las tres de la madrugada, pues pertenezco a esta clase de insomne de despertares prematuros, es salir de entre las sábanas y escribir durante una hora o dos antes de volver a acostarme. En esta segunda vuelta a la cama suelo dormirme, o adormecerme al menos, quizá por la satisfacción del deber cumplido. Lo que se escribe en esas horas queda contaminado de las cualidades insólitas del insomnio. Produce extrañeza leerlo al día siguiente, durante la vigilia, como si fuera obra de otro. Pero el material suele ser interesante.
Es posible que el despertar prematuro sea una falsa forma de insomnio. Leí en la página de la BBC un artículo firmado por Zaria Gorvett según el cual los patrones de sueño habían cambiado a lo largo de la historia, de modo que hasta la Revolución Industrial el sueño era bifásico: la gente se dormía al retirarse la luz del día y se despertaba unas horas después, en medio de la noche. Ese tiempo de vigilia se aprovechaba para “alimentar el fuego de la chimenea, para tomar remedios, para orinar, para revisar a los animales de la granja, para parchear telas, peinar lanas, orar, reflexionar, tener sexo o conversar en la cama”. Después, volvían a acostarse y dormían hasta el amanecer. Durante el primer sueño se descansaba de la jornada, generalmente agotadora, de trabajo, y en el intervalo entre el primero y el segundo, además de lo ya señalado, se concebía a los hijos.
Así durmieron los seres humanos durante milenios, es decir, hasta ayer mismo si hablamos en términos históricos. La luz artificial, una de las innovaciones de la Revolución Industrial, permitió que las personas se acostaran más tarde. En definitiva: el sueño se comprimió de tal modo que en la actualidad el sueño bifásico ha desaparecido por completo (excepto, quizá, en los insomnes de despertar prematuro). La Revolución Industrial, siempre según Zaria Gorvett, introdujo cambios en nuestra tecnología, pero también en nuestra biología. Ahora bien, como los cambios biológicos suelen ir por detrás de los tecnológicos, no sería raro que el insomnio perteneciente a la clase del “despertar prematuro” fuera en realidad un recuerdo del modo en el que los seres humanos hemos dormido desde tiempos inmemoriales. De hecho, las expresiones “primer sueño” y “segundo sueño” abundan en la historia de la literatura, incluido El Quijote.
En la Red hallamos testimonios estremecedores de insomnes crónicos:
“No nos preguntes si hemos seguido algunos de los mil consejos que circulan por internet para conciliar el sueño porque lo hemos probado todo, hasta darnos de cabezazos contra las paredes para quedarnos inconscientes… Sí, lo hemos probado todo y NO, no suele funcionar, así que no lo digas, nos cabrea mucho”.
“Sollozamos en silencio, a solas (…). Sollozamos al ver que solo han pasado cinco minutos desde la última vez que miramos el reloj. Sollozamos porque quedan menos de cinco minutos para que suene el despertador y no hemos dormido ni tres. Sollozamos porque tenemos sueño, pero no podemos dormir”.
Hay quien prefiere narrar su insomnio en directo, relatando las horas que lleva dando vueltas en la cama, las infusiones que se ha bebido, las pajas que se ha hecho, los orfidales que se ha metido en el cuerpo, las ovejas que lleva contadas… Hay quien maldice y se maldice y blasfema. En el foro Ansiedad, un hombre escribe: “Llevo cerca de dos meses con trastornos de sueño: sudoración, taquicardia, pesadillas… No tener sueño reparador me está afectando, qué puedo hacer”.
Una usuaria asegura que no puede dormir porque al acostarse comienza a pensar en su vida y en todo lo que no ha hecho. Otro teme padecer insomnio familiar letal (una variedad terrible y hereditaria, ocasionada por una mutación genética, que conduce al estado de coma). Una mujer cuenta que a su hijo, de 19 años, cada vez que se duerme por las noches se le levanta un brazo lentamente hasta que lo despierta.
Un niño (o una niña) escribe: “Mi papá trabaja excesivamente y duerme dos horas al día, lo veo triste todo el tiempo, estresado, con mucho sueño y se enoja con facilidad. ¿Podría hacerle algún mal el trabajo excesivo sin dormir?”. Entre las numerosas respuestas a esta pregunta, hay una especialmente cruel (quizá del propio padre): “En uno o dos años morirá tu amado padre de un infarto”.
La gente pregunta por la melatonina, por la tila, por el té de maracuyá, por la camomila, por la hierba de San Juan, por el alcohol, por el sexo, por los porros, por los ansiolíticos, por los hipnóticos, por las terapias conductistas, por las psicoanalíticas, por la higiene del sueño. Nadie o casi nadie ha encontrado una respuesta eficaz, aunque hay más remedios para el insomnio en internet que estrellas en el cielo.
En el Hospital Vall d’Hebron, de Barcelona, hay una unidad que estudia los trastornos del sueño y a cuyo frente se encuentra la neurofisióloga clínica Odile Romero, que me regala, al poco de encontrarnos, una hermosa palabra: Onirología.
—Así se llama el estudio científico de los sueños —dice—, que cobra cada día más importancia porque la Organización Mundial de la Salud ha declarado una epidemia de pérdida de sueño en las naciones avanzadas. En los países en los que las horas de sueño se han reducido drásticamente (Estados Unidos, Japón y países de la Europa Occidental) se registra también un mayor aumento de las tasas de enfermedades físicas y trastornos mentales.
En la Unidad del Sueño del Hospital Vall d’Hebron hay seis habitaciones que ocupan cada noche otros tantos pacientes con diversos trastornos. Hoy esperaban, entre otros, a un niño que presentaba alteraciones respiratorias mientras dormía, pero finalmente ha suspendido la visita porque ha cogido un catarro e iba a resultar muy difícil colocarle los sensores.
—Cuando vienen niños pequeños —me dice Romero—, se queda a dormir con ellos el padre o la madre.
La habitación que estaba destinada al pequeño tiene una decoración infantil, pero en lo demás es prácticamente igual a las otras. Hay una caja, llamada polisomnógrafo, a la que se adaptan los diferentes sensores que se colocan en el cuerpo:
—Este va en la nariz —me explica—, y este en la boca, sirven para medir el flujo respiratorio mientras se duerme. Estos otros se ponen en las piernas, para medir sus movimientos.
—¿Y esto qué es? —pregunto señalando unas correas.
—Son bandas torácicas y abdominales. Miden el esfuerzo respiratorio. Mira, estos electros son para la cabeza y miden la actividad cerebral durante el sueño. Son desechables. La caja envía toda la información al ordenador central.
—¿Esperáis hoy a algún insomne crónico?
—Por lo general, acuden a esta unidad por otro tipo de patologías relacionadas con el sueño: tenemos pacientes epilépticos o sonámbulos, o que mueven mucho las piernas o que hablan por la noche, también los que tienen apneas, es decir, los que sufren paradas respiratorias mientras duermen. Estos se acuestan con una mascarilla que se llama CPAP, una sigla inglesa que, traducida, significa “presión continua positiva en la vía aérea”. Esta presión de aire se regula hasta alcanzar el punto en el que desaparece la apnea. Luego, el paciente se la pone en casa con esa regulación.
—¿La apnea es un diagnóstico grave?
—Se mide en función de las que se hacen por hora. Hasta 5 por hora es normal y no necesita CPAP. De 5 a 15, leve. Por encima de 30, desde luego, se necesita la mascarilla. Pero todo depende de si tiene otras patologías asociadas. La apnea fracciona el sueño y disminuye su calidad. Esto puede producir hipersomnia a lo largo del día, lo que es fatal, por ejemplo, para un conductor. Hay que estudiar cada caso de forma individual. La CPAP no cura, evita que se produzcan las apneas.
—Elimina el síntoma, no la causa.
—Claro, porque el origen puede estar, por ejemplo, en un problema de obesidad.
Son las 20.00 y empiezan a llegar los pacientes que pasarán la noche en las distintas habitaciones, conectados al aparato que producirá los polisomnogramas que la doctora Romero y su equipo interpretarán por la mañana.
—¿Cuándo se considera que un paciente tiene insomnio? —pregunto.
—Cuando te dice que le cuesta dormirse o que se despierta antes de lo deseado, o las dos cosas a la vez. También cuando se despierta varias veces a lo largo de la noche. Estas incidencias tienen que darse tres o más veces a la semana con afectación diurna. En ese caso, estamos ante un problema de insomnio. Pero si dice que duerme solo cuatro horas, por ejemplo, y que durante el día hace vida normal, no hay insomnio.
—Pero es difícil —replico— estar bien durante el día con solo cuatro horas de sueño.
—De acuerdo, de ahí que, en esos casos, los traigamos aquí para observarlos porque puede tratarse de un síndrome de mala percepción del sueño.
—¿Hay personas que duermen más de lo que creen dormir?
—Sí, es bastante frecuente.
Mientras hablamos, vamos a ver a un paciente diagnosticado de síndrome de apnea del sueño en 2011.
—Optó por un tratamiento quirúrgico —me dice la doctora—, que consiste en una resección del velo del paladar (un recorte de la campanilla). Pero no se curó y tiene que dormir con una CPAP. Ahora ha cambiado un poco de peso y viene a retitularse porque no le viene bien la CPAP que tiene en casa.
Cuando entramos en la habitación, Ramón Gabalda, que tal es el nombre del paciente, está preparándose para meterse en la cama.
—Hace 15 años —dice—, mi mujer me decía que me ahogaba por la noche. Me tenía que despertar para que recuperara la respiración. Me operaron, pero no me hizo nada. Ahora sigo haciendo apneas, pese al aparato. Seguramente, habrá que aumentar el caudal o la presión del aire. La primera vez que acudí a esta unidad fue porque me dormía en cualquier parte durante el día. Con la CPAP se duerme mejor, aunque cuesta acostumbrarse a ella. Es incómoda. No todo el mundo la soporta.
Mientras habla, le colocan en la cabeza tres electrodos: uno para medir el movimiento de los ojos, otro que mide la pérdida de tono muscular de la zona del mentón, y un tercero para detectar la actividad eléctrica del cerebro. La suma de estas tres señales permitirá codificar después las diferentes fases del sueño. Además de con esos sensores, y al objeto de medir la respiración torácica y abdominal, le colocan también dos bandas, la primera en el tórax y la segunda en el abdomen.
—En el asunto del sueño —dice la doctora— nos hemos interesado tarde. Todo el mundo sabe que comer bien o hacer deporte es bueno, pero todavía hay gente que piensa que dormir es una pérdida de tiempo. Una población bien dormida, sin embargo, es una población con menos accidentes, con menos bajas laborales, con menos enfermedades, una sociedad más feliz, en suma.
Tras hacer un recorrido por las habitaciones, hemos recalado en su despacho, donde me explica que no tenemos marcadores biológicos para detectar las patologías del sueño.
—Yo no puedo hacer una analítica —añade—. En una enfermedad pulmonar, hago una placa de tórax y veo el problema. Te rompes una pierna y el traumatólogo, a través de la radiografía, ve dónde hay que aplicar la cura. Pero yo no tengo nada para ver el insomnio, no puedo ver la enfermedad. Con el insomnio tienes que ir un poco más allá, tienes que hablar mucho con el paciente, averiguar cómo es su entorno. Yo utilizo una terapia cognitivo-conductual, que consiste, básicamente, en restablecer los procesos biológicos del sueño. Para ello, tienes que explicarle al paciente los procesos que regulan el sueño, proporcionarle unas nociones básicas de higiene del sueño, de posturas. Es bueno conocer la arquitectura del sueño, que tiene tres fases: la de sueño superficial, la de sueño profundo y la fase REM, que es la del movimiento ocular rápido. Estas tres fases se repiten cuatro o cinco veces a lo largo de la noche.
—¿El insomnio es psicosomático?
—A mí me gusta más decir psicofisiológico.
Diego Figuera es psiquiatra del Hospital Clínico San Carlos de Madrid, director del Hospital de Día Ponzano y diputado por Más Madrid de la Asamblea Regional de la Comunidad de Madrid. Nos encontramos en el palacio de la Magdalena, en Santander, sede de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, donde participamos en un curso de verano, organizado por la Fundación Manantial, sobre las relaciones entre las ciencias y las humanidades en el marco de la salud mental.
En los descansos, paseamos por los jardines del palacio, situado en la parte más alta de la península de la Magdalena, frente a la isla de Mouro. Bastaría que los pies se dejaran arrastrar por la fuerza de la gravedad para alcanzar uno de los numerosos acantilados que nos rodean y precipitarse al mar. Hace viento y las nubes, arrastradas por él, cruzan el cielo como las ideas fugaces atraviesan la cabeza. Nos hallamos, pues, ante un paisaje onírico, especialmente para los que acusan algún grado de somnolencia diurna por haber pasado mala noche.
Diego Figuera dice que el insomnio es una peste que sufre el 30% de la población, aunque está mal repartido, pues afecta más a las mujeres, a los ancianos y a las personas con enfermedades psiquiátricas.
—Las mujeres —puntualiza— se quejan menos y tienen mayor capacidad para pedir ayuda. Consultar cuanto antes es importante para evitar que un insomnio transitorio se convierta en crónico.
—Dadas las dimensiones del problema, ¿debería tratarse como un problema de salud pública?
—Debería —afirma—, y empezamos a tomar conciencia de ello, pues el insomnio está asociado a accidentes de tráfico, desastres industriales y errores médicos, entre otros. Los insomnes, por otra parte, llevan más números que el resto de la población en la lotería de los accidentes cardiovasculares y de las enfermedades crónicas como la hipertensión, la diabetes, la depresión o la obesidad, además del cáncer, por no hablar del insomnio también como posible desencadenante de trastornos neurológicos: ictus, párkinson, alzhéimer… Hay estudios acerca de todos estos asuntos.
—¿Pero qué es lo que puede estar produciendo esta epidemia, tal como la califica ya la OMS?
—Hay factores sociales de gran escala como el acceso a las nuevas tecnologías durante las 24 horas del día, las preocupaciones laborales ligadas a la precariedad y los bajos salarios, las desigualdades crecientes, las dificultades para conciliar el trabajo con la vida personal, la falta de horizonte para los jóvenes, el estrés generalizado por las urgencias de un mundo en el que se piden resultados inmediatos en todos los ámbitos. El aumento del estrés no implica la aparición de mejores recursos para hacerle frente. De todos modos, el insomnio, que es el principal trastorno relacionado con el sueño, aunque no el único, no debería tratarse siempre como una enfermedad, sino como un aviso de que algo no va bien, igual que la fiebre. Aparte de los problemas psicosociales, que afectan a la colectividad, es posible que algo vaya mal en tu vida personal, en tus relaciones afectivas, familiares o en el colegio, cuando el problema atañe a los niños. Es posible que se deba a un mal manejo de tus conflictos internos, a problemas de indefensión aprendida… Es importante observar el insomnio como una señal de alarma, como un síntoma provocado por un problema de fondo que se puede tratar en una psicoterapia. También hay hábitos que nos hacen dormir mal y que se corrigen con una adecuada higiene del sueño, que incluye cosas tan sencillas como acostarse y levantarse siempre a la misma hora o llevar una vida saludable desde el punto de vista de las comidas y del ejercicio físico.
—¿Qué hábitos dificultan el sueño?
—Una mala alimentación, por ejemplo, además de los relacionados con el consumo excesivo de sustancias como la cafeína, el tabaco, el alcohol, los refrescos de cola, las bebidas energéticas… El alcohol engaña porque, aunque es en principio un inductor del sueño, puede más tarde derivar en gastritis o dolores de cabeza que lo entorpezcan. Conviene llevar cuidado también con el abuso de fármacos como las benzodiazepinas, que producen tolerancia y adicción, de modo que tienes que ir aumentando la dosis y acabas entrando en un círculo vicioso de difícil salida. El insomnio empeoró con la pandemia de la covid. El problema es que solo un porcentaje muy pequeño (en torno al 5%) de las personas que lo sufren lo viven como algo a tratar igual que tratarían un problema digestivo, por ejemplo, o un dolor de muelas. Hay gente que se mete en la cama con el miedo a no dormir, lo que activa los mecanismos que retrasan la llegada del sueño.
—La profecía autocumplida.
—Exacto.
—¿Cómo abordarlo?
—El insomnio está contaminado del poco interés y de la negación que se tiene hacia todo lo relacionado con la psicología. Yo comparo esta negación con la del cambio climático. Habría que promover una estrategia nacional del sueño porque ya disponemos de muchos datos acerca de lo importante que es dormir bien para gozar de una salud física y mental aceptables tanto en el nivel individual como en el colectivo. Pero las resistencias son enormes. En general, hay dos tipos de abordaje: el de quienes opinamos que es mejor hacer un diagnóstico previo y no medicar directamente, sino recurrir a una terapia psicológica, combinada con una toma de medidas relacionadas con la higiene del sueño, y el de quienes recurren directamente a las benzodiazepinas, lo que tiene que ver con la masificación de pacientes que sufren los médicos de cabecera y porque la gente, en general, prefiere tomarse una pastilla en vez de preguntarse qué le ocurre. España es el país del mundo a la cabeza del consumo de benzodiazepinas.
En esto, llega la hora de volver al curso. Durante mi intervención, observo que hay entre el público cuatro personas que no dejan de dar cabezadas y que finalmente se duermen. ¿Seré yo o serán ellos? ¿Los aburro o pertenecen al 30% de la población que no descansa bien? En todo caso, pienso para consolarme, que en un mundo de insomnes debería estar tan valorada la capacidad de dormir al auditorio como la de hacerle pensar. Me viene entonces a la memoria que García Márquez comenzaba sus intervenciones rogando que quienes salieran antes del final de la conferencia lo hicieran con cuidado para no despertar a quienes hubieran decidido quedarse. Quizá el autor de Cien años de soledad pertenecía al club secreto de los insomnes y lo decía en serio.
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