Policías y ladrones
La tragedia, el género mayor parala Antigüedad, registra, al lado de obras maestras, toneladas de basura | Columna de Javier Cercas
Es un hecho: dos siglos después de su invención, aún hay quien piensa, sobre todo en el medio literario, que el relato policial es un género menor. Como contra la mayoría de los prejuicios, contra este, me temo, es inútil combatir. Lo único que puede hacerse es constatar que refleja una visión muy estrecha de la literatura. Porque en literatura no existen géneros mayores o menores; sólo existen formas mayores o menores —mejores o peores— de usar los géneros. Hasta hace poco más de un siglo, la novela era considerada, por comparación con la poesía o el teatro, un género menor, un pasatiempo indigno de gente seria, apto apenas para distraer los ocios de señoras frívolas; sólo ahora la gente seria admite que entre aquellas frivolidades presuntas se cuentan algunos de los libros más extraordinarios jamás escritos. La tragedia, el género mayor para la Antigüedad, registra, al lado de obras maestras sin discusión, toneladas de basura; algo semejante ocurre con el modernísimo género policial: ha producido montañas de nadería (o de entretenimiento literariamente nulo), pero apenas existe un gran narrador moderno que no haya usado a su modo sus ingredientes. En definitiva, sólo hay dos tipos de literatura: la buena y la mala; todo lo demás es palabrería. También: no hay que fiarse de la gente seria.
Borges, apóstol del género, decía que toda novela es una novela policial; yo sólo diré que lo son casi todas las que me gustan —del Quijote para acá—, al menos en la medida en que, de forma abierta o elíptica, todas encierran un enigma y alguien que intenta descifrar ese enigma, lo que constituye la esencia del género policial. Sobre éste pesan supersticiones muy difundidas; tres, sobre todo. La primera es la noción de que un relato policial puede reducirse a su argumento, a su intriga (lo que demostraría que no es literatura, porque sería muy difícil leer un relato policial dos veces, y la literatura no es lo que se lee sino lo que se relee); que yo sepa, nadie refutó mejor esta falacia que André Malraux en un ensayo explosivo sobre Santuario, de Faulkner (novela que él consideraba con razón policial). “Limitada a sí misma, la intriga sería del orden del juego de ajedrez: artísticamente irrelevante”, escribe Malraux. “Su importancia procede de que es el medio más eficaz de traducir un hecho ético o poético en toda su intensidad”. La intriga, concluye, “vale por lo que multiplica”. La segunda superstición es complementaria de la anterior y guarda relación con la novela de aventuras: al fin y al cabo, la novela policial no es más que un avatar del relato de aventuras, desdeñado como secundario o banal por la novela del siglo XX, que, partiendo de Flaubert, se construyó contra él; el error es particularmente nocivo: primero, porque el relato de aventuras es una forma de la épica, que a su vez representa una de las formas más nobles y antiguas de la literatura; y, segundo, porque la novela es, en su origen, “épica en prosa”: así la bautizó Cervantes. La última superstición es tal vez la peor de todas, la más arraigada y la más tóxica. Atañe a la popularidad de la literatura policial, considerada por la gente seria una garantía infalible de la indigencia del género, como si esos jueces hubieran olvidado o ignoraran que Cervantes y Shakespeare —ambos practicantes de géneros menores a ojos de sus coetáneos— fueron autores de obras popularísimas en su época, igual que lo fueron muchos grandes novelistas del siglo XIX y algunos del XX, como si lo popular fuera sinónimo de malo y lo minoritario de bueno, como si lo mejor que pudiera ocurrirle a la literatura no fuese que volviera a ser popular, que volviera a decirle cosas relevantes a la gente.
Aclarado esto, confesaré que no soy un gran lector del género policial; sólo soy un lector que a veces encuentra, en la humildad de ese género, más literatura de verdad que en la arrogancia de tantos otros. También confesaré que defender el género policial se me antoja una forma magnífica de tocarle las narices a la gente seria, y sobre todo de vindicar, más que la literatura popular, la popularidad de la literatura. Bendita sea.
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