Luisa Matienzo, pulpo y fandangos en la playa de Bolonia
Esta productora inclasificable y ganadora de la Concha de Oro, invitaría a sus hijos, a amigos, a dos amores y a esos “petardos” que, sin ser íntimos, darían vida y alegría a esta, su última reunión ante una mesa.
No quiere saber nada de entrevistas; cada vez que le insisto, me da largas con la misma respuesta: “Pero ¿sigues con eso? Si te lo he dicho ya, no tengo nada interesante que contar… Además, cada vez voy más de incógnito”. Miente. Tardaría mucho en escribir una Antología de las cosas interesantes que Luisa me ha contado. Luisa Matienzo es de esas personas que cuanto más conoces, más evidente se hace lo mucho que te queda por conocerla. No tiene esa urgencia por brillar que en las primeras citas lleva a tanta gente a soltar nombres de ilustres conocidos, sus grandes logros o las anécdotas que le harían singular.
Como todas las biografías sabrosas, la suya es más accidental que lineal. Empezó trabajando en la secretaría de Adolfo Suárez cuando en La Moncloa no habían terminado de alicatar los baños. Después fue secretaria de algún ministro y, de manera fortuita, pasó a ser administrativa en el Instituto de la Cinematografía y de las Artes Audiovisuales (ICAA), donde de repente se vio cerca de un mundo que le apasionaba desde niña, el cine, y del que nunca sospechó que formaría parte. Llegó a directora de la Academia de Cine y, una vez allí, consideró que había aprendido por observación el oficio de productora; entonces abandonó la seguridad del funcionariado con un arrojo poco común en una madre separada con dos hijos muy pequeños, autodidacta y sin padrinos.
Sus producciones son heroicas, temerarias quizás es mejor adjetivo. Sacó adelante Conversaciones con mamá en la desabastecida Argentina del corralito, produjo a Arturo Ripstein en el mismo plató de México en que rodó Buñuel, se arruinó haciendo cine y para salir adelante abrió junto al guitarrista de Gabinete Caligari un bar en Chueca, La Mina de Orión, con el que se arruinó aún más. “Jamás abras un bar para ganar dinero”, me advierte. Resucitó. Produjo la exitosa Tapas, de José Corbacho; improvisó una recreación de La Habana en Santo Domingo cuando le suspendieron repentinamente el rodaje de El rey de La Habana, de Agustí Villaronga, porque la temática incomodaba al régimen cubano, y después rodó Los Pasos Dobles, de Isaki Lacuesta, en la República de Malí, justo cuando el Sahel empezaba a ser una zona conflictiva. Esa película la convirtió en la primera productora en ganar la Concha de Oro del Festival de San Sebastián.
Cuando ya daba esta entrevista por perdida, Luisa me llamó para invitarme al concierto de Patti Smith; lo interpreté como una forma de decirme que, aunque no piensa concederme una entrevista, seguimos siendo amigos. Antes del concierto, yo la invité a una copa cerca de su casa y le dije que, ya solo por curiosidad, me contara qué tipo de cena de despedida haría si al día siguiente fuese a morir.
—Que me voy a morir es evidente —dice encendiéndose un cigarrillo—. No me da miedo, la muerte puede ser muy liberadora.
Luisa imagina un rato, con una sonrisa y la mirada perdida. “Yo veo esa cena como algo muy sencillo, con poco glamur y poca sofisticación, como soy yo.” Discrepo. Así no es Luisa, yo la veo rebosante de un glamur involuntario. “Juntaría a mis hijos, a mis amigos y a algunos de mis amores… Mejor dejémoslo en dos de mis amores”.
Me aclara que, si fuera a morir mañana, lo último que piensa hacer es cocinar. Ella es buena poniendo copas y música, me dice con convicción. Le gusta hacer que la gente esté a gusto. “En cualquier sitio, y con nada que me des, te monto una fiesta en cinco minutos”, proclama. Aclara que una parte importante de su trabajo como productora es tener a su equipo “a gustito” en situaciones de tensión como un rodaje. Yo le digo que es un superpoder muy oportuno para una cena que acabará con la anfitriona muerta, es de suponer que habrá cierta tensión entre los invitados.
El sitio lo tiene más claro que el menú. Es en la playa de Bolonia, Cádiz. Le gusta porque es frontera, y las fronteras le parecen lugares interesantes, donde ocurren cosas a cada rato, y además en Bolonia los días de poniente una ve esa costa de África, que parece un mundo tan lejano y a la vez está tan cerca. Este fue su refugio, dice, pero ahora ya no, va demasiada gente y todo ha cambiado. Pregunta si puede retroceder a los años ochenta y, puesto que estamos en el terreno poco reglado de la fantasía, yo le concedo ese deseo. Luisa evoca aquellas playas con más animales que personas; cabras, vacas y perros pasean libres. Se llevaría a sus invitados en burro hasta la playa del Chorrito, que es donde dice que estaban todos los hippies de Sevilla, que se habían ido a vivir allí y que llamaban así al lugar por un chorro de agua dulce que bajaba de la montaña y les servía de ducha.
A estas alturas, Luisa enciende otro cigarrillo y yo enciendo la grabadora. Le advierto de que voy a grabar la conversación; ella frunce el ceño y yo le pido que siga con mi mejor sonrisa, ya negociaremos luego. Quiero saber el menú de su cena.
—El menú es lo que haya: en mi vida, siempre todo lo relativo a la comida ha sido lo que haya, improvisar con eso.
Como no piensa cocinar, me cuenta que eso se lo dejaría a Juanito, del hostal Los Jerezanos, donde se solía quedar. “Era un gitano de Jerez piloto de motociclismo; corría con una Bultaco de esas tan chulas que había entonces y ganaba carreras mucho antes que Ángel Nieto”. A Luisa se le quitan 40 años de encima cuando habla del hostal de Juanito, al que frecuentaban Rancapino, Camarón y otros flamencos. Siempre había alguien tocando, me cuenta. Allí, al despertar, se encontraba a Juanito, que había vuelto de hacer pesca submarina al amanecer y te enseñaba lo que había pescado. “Eso era motivo de empezar a hablar ya de la comida desde el desayuno. ‘¿Qué te apetece?’, te decía. Tú elegías algo y luego él te lo guardaba y te lo cocinaba como le daba la gana”.
En esta cena final, Luisa no quiere etiqueta, le gustaría que todos estuvieran desnudos; no en pelotas, puntualiza, sino desnudos en el sentido de que nadie se arregle ni trate de disimular las lorzas, ni las arrugas, ni nada; que vengan con una camiseta y un traje de baño y que nadie trate de aparentar nada. Además de lo que ella pinchara, habría flamenco, algo de rumba y unos fandangos de Huelva para que baile todo el mundo, que si la cosa se pone muy jonda con soleares y esos palos tan duros, ahí no baila nadie. Después de la cena, y ya que se tiene que morir, le gustaría que se las ingeniaran para convertirla en ceniza y tirarla a esas dunas.
Le pregunto si no será mala idea convocar a dos amores a la misma cena, me cabe la sospecha de que el sarao acabe en lío, pero Luisa tiene la certeza de que ellos la quieren todavía y saben que ella aún los quiere, y por eso está segura de que todos se comportarían con elegancia.
Claro que no serían los únicos invitados, aquí se espera a mucha gente; además de sus hijos, sus dos amores y sus íntimos, añade que también querría que asistieran “alguno de estos petardos que sabes que siempre te dan vida y energía, aunque no sean muy íntimos; vividores natos que pueden estar en cualquier sitio, a cualquier hora y en cualquier dimensión y que siempre se toman la vida con alegría, con elegancia, con sentido del humor… Muchos de mis amigos son así, pero no todos. Ten en cuenta que yo fui joven en los setenta, y claro, los amigos de esa época eran intensitos, muy de cantautores y de política, un poco coñacitos”.
Esos petardos de los ochenta le parecen más divertidos, en esa década, dice Luisa, que se le quitaron los complejos y los miedos; en los setenta tocaba correr delante de los policías, que era un rollo. Pero gracias a que lo hicimos, dice, tuvimos lo que vino después: fuimos libres. “Yo siempre me he sentido una persona muy libre, incluso ahora. Mi libertad me la he trabajado a tope”. Luego, con gesto sombrío, recuerda que con esa libertad algunos salieron mal parados.
Le pido a Luisa para terminar que me concrete el menú, para que Coco Dávez sepa lo que tiene que dibujar.
—Pues, como te dije, lo que haya pescado Juanito: un lenguado, pargo o un pulpo, yo qué sé, un buen jamoncito, langostinos de Sanlúcar; fundamental que haya manzanilla, porritos de marihuana. Yo de disc jockey, no hay cosa que me divierta más que ver bailar a la gente y soy divina poniendo música, y ya, si vienen mis amigos flamencos, ni te cuento la que se monta.
Como la cena pinta divertida, le pregunto si estoy invitado.
—Hombre, claro; tú, Belén y las niñas. Hay sitio para todos.
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