La palabra gripe
Gripalizar es, parece, convertir la peste en una gripe. ¿Les habrá parecido que gripear o engripar o gripizar no daban la talla? | Columna de Martín Caparrós
La añoramos, la deseamos, queremos denodadamente conseguirla: hubo tiempos en que la gripe nos asustaba un poco; ahora —parece— nada mejor podría pasarnos.
La palabra gripe es de las nuevas: llegó desde el francés a principios del siglo XIX y, entonces, era masculina: “el gripe”. Habría que descubrir quién fue el recalcitrante que la feminizó; en algunos dialectos el celo llegó hasta el punto en que dejaron de decir gripe y la volvieron gripa. Ya en francés era rara: gripper era atrapar, robar, frenar —“agripar”— y quizá suponía que la grippe te agarraba de golpe, te robaba, te impedía funcionar.
La gripe siempre fue una enfermedad secundaria, con épica poquita, que tuvo su momento de gloria hace un siglo, cuando se hizo española. Nadie lo recordaba hasta esta peste: la historia tiene una forma muy rara de inventarse. Aquella gripe se llamó española porque en el resto de Occidente la censura de guerra la calló y solo aquí se hablaba de ella; algunos dicen que mató a 50 millones, otros que fueron 100: así, con la ignorancia, se pagan los silencios.
Pero la gripe habitual —o influenza— es una enfermedad viral y estacional cuyas muchas variantes atacan las vías respiratorias y esas cosas. Tiene desde hace tiempo sus vacunas y no mata mucho pero mata, más que nada viejos. Ya fue una referencia en este baile: hace dos años, cuando todo empezó, muchos dijeron que era una gripe fuerte. En Brasil, por ejemplo, se hizo famosa la gripezinha del preeminente Bolsonaro —y en otros lugares, otros dijeron cosas parecidas. Pero no: la covid ya ha matado a más de cinco millones de personas, ya ha mostrado demasiado cómo funciona el mundo, ya lo ha parado demasiado, ya le ha hecho perder tanto. Y ahora la esperanza es que se vuelva gripe.
En España, sin ir más lejos, gobernantes y protogobernantes, políticos ruidosos, pusieron a rodar una palabra que podría no existir: gripalizar. Gripalizar es, parece, convertir la peste en una gripe. ¿Les habrá parecido que gripear o engripar o gripizar no daban la talla? ¿Les habrá parecido que se puede hablar seriamente —en esas simas donde estos señores y señoras hablan seriamente— de gripalización, y todos tan campantes? Gobernantes y protos no suelen asumir sus responsabilidades; si hay una que no entendieron nunca es su responsabilidad con el idioma.
Más allá de los deslices de la lengua, la gripalización es un concepto triste. Llevamos dos años pendientes de la medicina, medicalizados, pensando en virus y vacunas, vacunados, viviendo como cuerpos asustados, asustados. Y ahora queremos gripalizar nuestras vidas: es un deseo pesimista —de esa rama del pesimismo que llaman realismo. La aspiración a gripalizar muestra que —casi— todo es relativo: la gripe fue, durante décadas, un azote que llegaba cada invierno y mataba en el mundo unas 600.000 personas y tantas se daban la vacuna y muchas la esperaban con temor. Ahora, en cambio, se volvió esperanza: que ojalá todo esto se transforme en gripe, que nos gripalicemos.
Gripalizar —parece claro— sería que la covid no afectara la economía ni las costumbres, que el dinero circulara como antes, que el mundo se olvidara; que los pobres siguieran sin tener vacunas y produciendo cepas nuevas y que esas cepas no consiguieran afectarnos tanto; que no fuera preciso mejorar la sanidad para que todos recibieran la atención que se merecen; que los enfermos se murieran menos, y se murieran sin joder.
La gripe era una amenaza; ahora es una aspiración. Toda traslación, toda tentativa de metáfora será severamente reprimida. Pero parece claro que gripalizar es coherente con un mundo que no quiere mañanas venturosos; solo que haya mañanas, alguito, lo que venga. Que trata de que todo no se derrumbe de una vez, que podamos si acaso salvar trozos. Si hay que fijar la palabra gripalizar —si fuera necesario— la definición está cantada: gripalizar, v. tr.: conducta muy común a principios del siglo XXI que consistía en resignarse, aceptar la impotencia, intentar adaptarse a lo que hay.
Alguna vez, espero, hablaremos —con ganas, con orgullo— de desgripalizar. Será más feo aún, pero valdrá la pena.
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