Los peones humanos de Lukashenko
En una treta geopolítica, el líder bielorruso cocinó una crisis migratoria al borde de la Unión Europea.


En el ajedrez geopolítico del siglo XXI, en el que la desinformación o la ciberdelincuencia son ya nuevas armas, el líder bielorruso, Aleksandr Lukashenko, utilizó en 2021 a migrantes y refugiados como peones humanos en su frontera con países de la Unión Europea, principalmente Polonia.
La crisis hunde sus raíces en agosto de 2020, cuando Lukashenko salió reelegido en unas elecciones aparentemente fraudulentas. El régimen reprimió las protestas y la UE le impuso sanciones. El colofón fue el pasado mayo, cuando Minsk desvió un avión que volaba de Atenas a Vilna para detener a un periodista crítico. Los líderes comunitarios redoblaron las sanciones y, poco después, en Lituania se comenzó a registrar un inicialmente tímido pero inusual aumento de la llegada de migrantes a su frontera con Bielorrusia. Venían de Siria, Irak, Turquía, Yemen, Líbano o Irán gracias a paquetes turísticos que incluían vuelo, visado y alojamiento en Minsk, y que se anunciaban como una cómoda travesía hacia la UE. Lukashenko había creado una nueva ruta migratoria para quienes Bielorrusia no era una vía natural de tránsito.
Lituania decretó en julio el estado de emergencia. Letonia, un mes más tarde, y Polonia, en septiembre, en una zona a la que aún hoy solo pueden acceder los civiles que residan o trabajen, lo que excluye a periodistas y observadores independientes. En noviembre, las cada vez más frecuentes e impactantes imágenes de miles de migrantes —niños incluidos— hacinados, helados y sin apenas comida ni bebida frente a un cerrado paso fronterizo revelaron al mundo la envergadura del problema.
Polonia movilizó a más de 20.000 miembros de las fuerzas de seguridad y empleó cañones de agua para frenar los intentos de los migrantes de echar abajo la valla con troncos de árbol o alicates. El Gobierno ultraconservador polaco devolvió en caliente —lo que es ilegal, según el derecho internacional— casi de forma sistemática a quienes lograban colarse. A diferencia de la crisis de refugiados de 2015 y tras meses de trifulcas a cuenta del Estado de derecho y la independencia judicial, la UE cerró esta vez filas con Varsovia ante lo que pronto describió como un “ataque híbrido”. La tensión alcanzó su cenit con la amenaza de Lukashenko de cortar el tránsito del gas desde Rusia hasta la UE.
La crisis no ha desaparecido por completo, pero dos estrategias paralelas marcaron a mediados de noviembre un notable punto de inflexión. Por una parte, la UE presionó a los países de origen para que frenaran el flujo y organizasen vuelos de regreso. Y funcionó. Por otra, se aminoró el drama humano más urgente gracias a dos conversaciones telefónicas de Lukashenko con la entonces canciller alemana, Angela Merkel, las primeras con un dirigente occidental desde los cuestionados comicios.
Minsk estableció entonces cerca de la frontera un albergue temporal para los migrantes. Para entonces, ya habían cruzado miles a Polonia; para la gran mayoría, una inevitable escala en su camino hacia el verdadero El Dorado, Alemania.
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