El ritual hedonista del desayuno, el primer placer del día
Tomar siempre el mismo desayuno es una oportunidad perdida. El crítico gastronómico José Carlos Capel convierte su elaboración en un ritual lleno de molletes, embutidos y emoción que conquista Instagram.
Cada mañana, desde el momento en el que irrumpo en mi cocina siento una incertidumbre semejante a la que genera el famoso folio en blanco: ignoro cómo empezar y lo que acabaré preparando para el desayuno. Guiado por la costumbre me dejo atrapar por una rutina que acelera mis estímulos. Muelo el café, de origen conocido, alguna variedad recién tostada, por lo general Colombia o Costa Rica, de las que me proveo cada semana y conservo en grano en el frigorífico. “Comprar el café molido equivale a adquirir una botella de champán descorchada”, me comentó tiempo atrás un maestro en la materia. Caliento el agua y lo preparo por infusión en una cafetera francesa de émbolo, cacharro limpio y cómodo que ciertos fines de semana, con superior margen de tiempo, sustituyo por una chemex de filtro. Disfruto con los cafés suaves, ligeros, fragantes, cuyas notas ácidas se anteponen a las amargas. Los mismos de los que puedo beber dos o tres tazas sin que mi hígado se resienta.
Mi segunda mirada se dirige al congelador, atiborrado de piezas de pan que conservo en bolsas bajo cero igual que tesoros de coleccionista. Molletes de dos o tres procedencias; quizá grandes hogazas o barras previamente cortadas, cuando no chapatas, panes de molde o tortas de aceite. Panes que regenero con un golpe de microondas antes de pasarlos al tostador, según proceda. Observo el surtido, pero no me decido. Regreso al frigorífico y me replanteo la pregunta de siempre. ¿Carne o pescado? ¿Quesos? ¿Huevos? ¿Chacinas, jamón, fiambres, salchichas frescas o sobrasada? ¿Anchoas, salmón o conservas en lata? ¿Y si opto por algo dulce, tortitas, pan con mermelada o bizcochos? ¿Desayuno de cuchillo y tenedor o algún bocata con los que tanto disfruto? La despensa me condiciona.
Se trata de un momento crítico.
Imagino combinaciones al azar, mezclo ingredientes con la mente y paladeo mi desayuno antes de probarlo. Trenzo armonías sencillas en un ejercicio de creatividad cotidiano frente al que dudo y me divierto. No dispongo de tiempo. Mi inventiva se acelera y opto por algo que libera mis endorfinas. Placer, bienestar, sonrisas y emociones anticipadas. Tengo claro un sentimiento: desayunar siempre lo mismo me incordia tanto como malgastar una oportunidad capaz de convertirse en un ejercicio gastronómico. Mi compromiso con el día que comienza está repleto de hedonismo. Las posibilidades se atropellan en mi mente.
Jamás preparo huevos fritos a no ser que tenga garantía de su rabiosa frescura, requisito imprescindible para que se retraigan en la sartén y la yema resulte atrapada por la clara bordeada por su propia puntilla. Como alternativa, tortillas que preparo con patatas chips, o bien a la francesa con hierbas frescas o con queso, además de algún revuelto poco cuajado. Platos de huevos que termino al momento, de resultados casi garantizados. ¿Y si abriera una pequeña lata de anchoas para disfrutarlas sobre una tostada untada con mantequilla?
La familia de los sándwiches me lleva por senderos infinitos: del clásico mixto de queso y jamón cocido a los de queso y sobrasada, alguno relleno de huevo a la plancha, guacamole y jamón ibérico o, incluso, al antológico sándwich club, una de mis debilidades que reservo para los fines de semana. Lo mismo que las migas con chorizo y huevos fritos, solo cuando dispongo de tiempo y de pan candeal de calidad, ese tesoro medio olvidado del que la panadería española podría vanagloriarse con motivos de peso. Es mi favorito para preparar también los típicos picatostes que, una vez cortados en bastones, frío en la sartén antes de rociarlos con azúcar. Tan solo en este caso sustituyo el café por una taza de chocolate.
Los molletes acaparan otro rincón de mis preferencias. Panecillos blandos, de sabor suave, que acompañan sin invadir los sabores del complemento. No todos son buenos, ni siquiera conozco 10 en toda España. Piezas que tuesto enteras por las dos caras antes de abrirlas y rellenarlas de mil cosas, una forma de acentuar el tacto crujiente de la corteza y mantener la textura mórbida de la miga, sensaciones contrapuestas.
Los relleno acaso con un revuelto de morcilla de Burgos y pimientos rojos; tal vez con queso de nata y mortadela de Bolonia; con tortilla de patatas y chorizo; con lomo en manteca y ajos fritos; con lacón gallego y queso crema que al templarlo en el horno funde como la besamel; con butifarra blanca y negra; con salchichón y tomate rallado; con alguna tortilla de chorizo y piparras, o con sardinillas de lata en aceite, queso de nata y orégano. La lista se agiganta cuando dispongo de tarrinas con pastas untables tan adictivas como las andaluzas: zurrapa de lomo o manteca colorá con tropezones que unto suavemente en la miga de los molletes tostados emulando ese rito tan propio del sur donde a diario se puede observar la herencia de las tres culturas desayunando en la barra de los bares: el recuerdo lejano de árabes y judíos adictos al aceite y la mantequilla, y el de los cristianos viejos con la manteca de cerdo y sus variantes.
Para disfrutar del desayuno necesito el relax y el confort que me aportan pequeños detalles: platos y mantel blancos, un zumo de naranja recién exprimido y el periódico para ponerme al día en acontecimientos. Antes de proceder a la degustación me queda un último paso, compartir mi afición matinal con aquellos que les interese. Fotografío el plato y lo subo a Instagram con la misma fe con la que lo he puesto a punto. Algo que no suelo hacer con la mayoría de los desayunos de hotel, casi siempre decepcionantes. A menudo mis amigos me interrogan y recibo preguntas sobre las recetas, cuestiones que no soy capaz de responder en absoluto: cocino a ojo, improviso y nunca apunto medidas ni cantidades.
Mis desayunos, siempre distintos, no están sujetos a reglas ni a recetas fijas. Son libres, fruto de la inspiración, un juego a la vez que un ejercicio placentero, que cada día repito pero que siempre me resulta completamente distinto.
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