Al miedo por María Gómez
Te obvié. Y casi, casi, te olvidé. No voy a hacerme la fuerte, esto nunca ha sido un adiós definitivo, sigues rondando mi cabeza.
Debo comenzar esta carta con una disculpa: siento haberte descuidado; desde hace un tiempo, prácticamente me he olvidado de ti. Aunque lo siento poco, no te mentiré.
Y eso que hubo una época en la que caminábamos tan juntos, tan de la mano, que llegué a pensar que formabas parte de mí. De hecho, llegué a sentir que éramos uno mismo y que toda yo era, en realidad, todo tú. Quizás por eso cuesta olvidarte. Quizás por eso debo ser justa y reconocer que me has acompañado demasiado tiempo para que haga como que no te conozco.
Como esas veces en las que permití que algunos narcisistas perversos te instalasen en mí convenciéndome de que estaba loca, de que exageraba, de que no era para tanto. Convenciéndome de que el problema era siempre yo.
Esas fueron solo algunas de tus tantas visitas, pero no vayas a creer que he olvidado el resto. Como cuando apareciste, flamante y poderoso, aquel primer día de universidad; yo había llegado a Barcelona perdida y abrumada y tan solo te tenía a ti. Recuerdo también cómo brillabas la primera vez que me puse ante un micrófono; mi cuerpo temblaba, mi voz era un hilo, pero tú no me soltaste ni un instante. Porque así eres tú, callado y sigiloso, no hay que pedirte audiencia para que aparezcas en los momentos importantes.
Precisamente por eso, tampoco quisiste perderte el proceso de creación de mi primera novela. Ahí te hiciste fuerte en mi estómago, en mis teclas, en mis borradores, en mi imaginación. ¡Qué compañía la tuya en estos dos años! Y qué difícil fue decirte adiós… Nos separamos un tiempo hasta que, cuando por fin se publicó Odio en las manos, decidiste volver.
Regresaste para advertirme. Me repetías, incansable, que cómo iba a ser yo capaz de publicar, ¡y ficción, para más inri! Me recordaste a todos y cada uno de los grandes que lo habían hecho con maestría antes que yo. Y a todos los pequeños que fracasaron en el intento. “¿Acaso quieres convertirte en uno de ellos?”, decías. “¡Cómo vas a osar traspasar esa línea!”, exclamabas una y otra vez. Te escuché. Te prometo que presté atención a tus reservas. Y te reconozco que casi me convences.
Pero si te escribo es para pedirte perdón. Hoy mi novela está en las librerías y, tras tantísimo trabajo, encontrarme con ese gran puñado de páginas impresas en papel ha sido uno de los momentos más excitantes, gratificantes y bellos de mi vida.
Así que siento haberte fallado. Te obvié. Y casi, casi, te olvidé. No voy a hacerme la fuerte, esto nunca ha sido un adiós definitivo, sigues rondando mi cabeza. Sobre todo últimamente, cuando la gente me pregunta mi edad, planteándose mi maternidad casi más que yo misma. Pero no con esta novela; en ella ya no tienes lugar. Porque será buena, mala o regular, pero en ella te vencí y hoy ya no es tuya. Ni mía. Hoy es de toda esa gente maravillosa que le da una oportunidad y se deja zambullir por su historia haciéndome el mejor de los regalos posibles.
PD: Déjame disculparme, de antemano, por todas las veces que me he propuesto volver a ignorarte.
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