Diálogos selváticos
Mientras atardece, en el parque observas a tu hijo acercarse a otros niños. Desde la distancia contemplas intrigada sus pequeñas victorias, sus titubeos al vencer la timidez. De pronto, alguien lanza una propuesta y, como en un conjuro mágico, traspasan juntos el umbral imaginario del juego. Sutilmente, el presente del verbo se vuelve pretérito: “¿Vale que éramos detectives?”. Hay que repartir papeles, elegir disfraces, dibujar mapas de territorios inexistentes. Alguna voz se rebelará, surgirán debates y relatos alternativos —somos vampiros o superhéroes—, y por fin emprenderán la aventura con su extraña mezcolanza de ingredientes. “Esta piedra era la puerta de mi castillo”, “aquí había un avión”, “en esta baldosa empezaba la selva”. La diversión infantil nace de un laborioso pacto urdido entre fantasías.
Has sido una charlatana irreductible desde la cuna, pero, al escuchar esa orquesta de algarabía, voces y exclamaciones, intuyes —quizás por primera vez— que la comunicación tiene una cadencia musical. Conversar es acompasar: precisa tonalidad, ritmo y sincronía. Los neurólogos sostienen que el lenguaje agresivo nos impide comprender, ya que nuestra atención se centra en esquivar golpes. Por el contrario, cuando las ideas se expresan con emoción, suavidad y empatía, abrimos un caudal de confianza que fortalece el sentido de las palabras. Nos conviene hablar bien y atender mejor, sin tratar de escudriñar en el prójimo el rostro de nuestras convicciones. Los antiguos griegos, parlanchines incansables, convirtieron el diálogo socrático en género literario. En el Protágoras, de Platón, dos grandes maestros debaten sobre la educación de los jóvenes: Protágoras cree que la virtud es una ciencia y, por tanto, se puede enseñar, mientras Sócrates piensa que tal cosa es imposible. Al final de la reñida —y elegante— pugna verbal descubrimos que ambos han intercambiado las posiciones de partida, y defienden la tesis del contrario con la misma pasión que al comienzo volcaban en la suya. Nunca llegan a reconocer que el contrincante tiene razón, pero son capaces de suplantarlo y asumir su punto de vista.
Hablar con los demás exige combinar atención y contención. Si nos sentimos agresivos o malhumorados, es preferible alejarnos del terreno de juego para no esparcir por el universo nuestras miserias y debilidades. En Casa desolada, de Charles Dickens, conocemos al señor Jarndyce, un rico heredero enredado en un pleito interminable. Cuando se siente arisco suele decir que “sopla el viento del este” y se retira para refunfuñar a solas en el “gruñidero”, un cuarto donde nadie más puede entrar. En nuestro presente nervioso, que amplifica los discursos más fieros y selváticos, las redes sociales y el debate público corren el peligro de convertirse en gruñideros. Todos perdemos el rumbo si la agresividad imperante expulsa a quienes podrían aportar ideas valiosas, y solo los más encrespados permanecen.
Ahora que la confrontación parece conducirnos al borde mismo del apocalipsis, tal vez sea momento de rescatar el viejo arte de las palabras. Como escribió Marco Aurelio en sus Meditaciones, “la amabilidad, si es genuina y no burlona ni hipócrita, es invencible; porque ¿qué te va a hacer el más insolente si continúas benévolo con él?”. En la película La llegada, de Denis Villeneuve, 12 naves espaciales amenazan nuestro planeta. Asediado por la emergencia extraterrestre, el mundo recurre —como no podía ser de otra manera— a una filóloga experta en lenguas antiguas. Su misión consiste en descifrar el lenguaje de las inquietantes criaturas tentaculares, que dibujan sus mensajes con una especie de tinta flotante. Tras infructuosos intentos, el diálogo nace cuando la protagonista logra establecer un lazo emocional con los alienígenas, uno de ellos próximo a morir, y se pone en su piel de calamar gigante. Ahora que, debido a la invasión vírica, tenemos menos contacto, necesitamos hablarnos con más tacto. En el fondo no se trata de convencer, sino —como en los juegos pactados de los niños— de disfrazarse momentáneamente del otro y divertirse. ¿Vale que éramos gente elegante?
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