Famosos imbéciles morales I
No es lo mismo un perfecto imbécil que uno famoso. Éste no sólo lo es, sino que su imbecilidad es de todos conocida
A Proust le dejaron sus padres una herencia tan considerable que pudo entregarse en cuerpo y salud (la perdió), durante sus últimos años, a la escritura de En busca del tiempo perdido sin preocuparse de ganar dinero. Cierto que administró sus rentas para que le duraran, y, aunque incurría en excesos ocasionales (ayudó a mucha gente), su vida era frugal y apenas se alimentaba. Por eso se enfadó mucho cuando perdió una elevada suma por culpa de una inversión aconsejada por uno de sus gestores, al cual tildó, ante su fiel y querida criada Céleste, de “fameux imbécile”, y añadió: “Se lo he dicho en persona y se lo diré también por escrito”. En francés se dice “fameux imbécile” para lo que nosotros llamamos “perfecto imbécil”, pero la locución, en su literalidad, significa “imbécil famoso”. Adoptar esa literalidad sería conveniente en nuestra lengua, porque no sería lo mismo un completo imbécil que uno famoso. Esto último implicaría no sólo la imbecilidad del sujeto en cuestión, sino que es de todos conocida y dada por segura.
Vivimos una época llena de famosos imbéciles. Lo malo es que su fama no suele trascender hasta que han desaparecido de la escena política, periodística, literaria, etc. Por desgracia, mientras mandan, influyen o son elogiados, su imbecilidad no resulta palmaria ni por tanto célebre y consabida. La gente los vota, los escucha, los lee y admira. Famosos imbéciles morales los hay hoy en todas partes (prefiero acogerme a esta antigua fórmula, que no es un insulto sino una descripción: “Persona incapaz de comprender los principios morales y de actuar de acuerdo con ellos”). Trump, Boris J, López Obrador, Maduro, Bolsonaro, Erdogan, Lukashenko, Orbán, Duterte, Daniel Ortega y tantos más, casi todos elegidos por sus votantes. Pero creo que, como de costumbre, España se lleva la palma. Dejemos de lado a Pablo Iglesias, que de momento no está activo y se ha refugiado en su “Catalunya Lliure”. Dejemos a Irene Montero, cuyas sandeces son demasiado estridentes: dentro de nada nos propondrá “juezos, juezas y jueces”, y exigirá que lo tercero se reserve a los jueces trans e intersexuales. A Casado jamás se le ha apreciado listeza, pero antes de agosto entró de lleno en la categoría mencionada cuando, tras oír al sepultado Camuñas soltar que el de Franco no fue un golpe de Estado, y que quien lo dio fue la República (¿contra sí misma?), se calló como una momia y luego hizo un encomio de la ponencia franquista. Perder la oportunidad de apostillar o desmentir a Camuñas, y así quedar como avalista de semejante vileza y cretinada, es propio de un famoso, o será visto como tal en el futuro. Más aún teniendo en cuenta que su partido vive bajo permanente sospecha de tolerancia hacia la dictadura. Y también parece idiota la anterior cúpula del PP, para haberle hecho delicados encargos a un ex-policía corrupto y que además lo larga todo.
La hoy encumbrada y votadísima Díaz Ayuso lleva asimismo camino (rápido) de hacerse superfamosa en tan lamentable sentido. No para de decir simplezas. Aunque sean muy aplaudidas, son simplezas. Pero eso es venial. Se quedaría en mero folklore de un Madrid imaginario y rancio si no fuera porque su gestión de la pandemia ha sido tan suicida y negligente que raya en lo criminal. Cercana a Vox, cuyos integrantes negacionistas son sin duda imbéciles morales, siempre priorizó la hostelería sobre las vidas y muertes, y convirtió Madrid en la taberna de Europa, atrayendo a todos los turistas etílicos del continente, los cuales son a buen seguro causantes de numerosos contagios, ya que ni usaban mascarilla cuando ésta era obligatoria. No satisfecha con su trayectoria, decidió diezmar a la población, con la inestimable ayuda de su discípulo o imitador Pedro Sánchez, cuando arreció la quinta ola de la peligrosa variante india. Mientras otras comunidades, ante la deliberada y cuasi delictiva inoperancia del Gobierno, pedían restricciones, toques de queda, cierre parcial de los bares, a fin de salvar vidas y no oprimir aún más a los sanitarios, ella se abstuvo hasta de planteárselos. Antes caigan los madrileños como moscas que coartar su libertad de hacer el burro y transmitir el virus, y la de los extranjeros de la peor calaña que nos invaden. Agrego un caso particular que clama al cielo: una amiga de sesenta y tantos años se desplazó de Barcelona a Madrid para acompañar y cuidar a un familiar muy próximo en una operación difícil. Sacó su papel de desplazada para recibir aquí su segunda dosis, llamó a la Consejería de Sanidad del inútil Ruiz-Escudero, le dijeron que la avisarían. Pasaron tres semanas y nada supo, y eso que su edad es de riesgo. Lo más imbécil de todo fue que, cuando mi amiga, muy inquieta, ya regresaba a su ciudad sin su AstraZeneca, Ayuso anunció que “devolvía” cientos de miles de esta vacuna porque “ya no quedaba nadie a quien administrársela”. ¿Y mi amiga? ¿Quizá la castigó por barcelonesa, sin averiguar que es contraria al ridículo procés, como más de la mitad de los catalanes?
Del más famoso imbécil moral de todos habrá que hablar otro día, hoy no caben sus meteduras de pata y sus tontadas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.