La libertad de quién
No hay libertad sin salud, sin una escuela digna, sin trabajo, sin una red protectora contra los reveses de la vida
Nunca en mi vida me he encontrado tantas veces la palabra LIBERTAD yendo por la calle. Está en letras enormes en el frontal y en los costados de autobuses, en tenderetes levantados por la calle, en carteles publicitarios colgados de las farolas. Conozco a personas que poseen el don de no ver la innumerable selva de imágenes y eslóganes publicitarios que lo rodean a uno desde que sale a la calle, lo asaltan y parecen buscarlo en la pantalla del ordenador y en la del teléfono, en los telones que ahora cubren fachadas enteras, en las pantallas led de los escaparates y las marquesinas. Yo no sé no fijarme en cada una de esas imágenes y no escuchar y leer el texto de cada uno de esos anuncios. Leí que Sócrates, asombrándose de la abundancia de cosas en un mercado de Atenas, decía: “Cuántas cosas hay que yo no necesito”. Las cosas en venta en un mercado de finales del siglo V antes de Cristo probablemente cabrían todas en un almacén mediano de un polígono de ahora. Aficionado incorregible a las palabras y a las imágenes, todas me llaman la atención y de un modo u otro todas me afectan, y lo mismo que me gustaría un retiro monacal de silencio agradecería otro de limpieza de imágenes, de muros lisos como de capilla luterana, de espacio no colonizado por los embustes lujosos de la publicidad, que nunca como ahora se han mezclado tanto con los de la propaganda.
Me acuerdo de un tiempo lejano en el que gritar la palabra libertad o escribirla a toda prisa de noche en una pared eran actos heroicos. En el terrible año 1976, quizás el más incierto y convulso tras la muerte de Franco, un estudiante granadino de 19 años, Javier Verdejo, murió en Almería de un disparo que le atravesó el cuello cuando una patrulla de la Guardia Civil lo sorprendió pintando con un bote de spray una consigna de la Joven Guardia Roja, “Pan, trabajo y libertad”. Le dio tiempo a escribir “Pan, t…”. A “libertad” no llegó nunca. En esa época, las palabras prohibidas se pintaban al amparo de la noche en los muros de las ciudades, y aparecían por la mañana como rotundos desafíos verbales, aunque muchas veces los censores llegaban con sus brochas a la primera hora del día. La palabra libertad la veíamos borrada a brochazos, o cubierta por un enrejado de rayas y aspas, como la palabra que uno tacha a toda prisa mientras está escribiendo a mano, o las que se borraban entonces primitivamente en nuestras máquinas de escribir, pulsando una fila de equis.
Ahora que veo tanto por todas partes y en letras tan grandes la palabra LIBERTAD, acompañada de la sonrisa rígida y la mirada entre fija y perdida de la candidata Isabel Díaz Ayuso, me pregunto qué significa para ella
Pero lo borrado no desaparecía del todo, y hasta algunas veces, con el paso del tiempo, la cal o la pintura del tachón empezaban a desvanecerse, de modo que veíamos al mismo tiempo la palabra valiosa y prohibida y la saña inútil de su negación. En las manifestaciones, que unas veces transcurrían con una nerviosa casi normalidad y otras muchas acababan desbaratadas a palos y hasta a tiros, no siempre al aire —en la transición todo era muy confuso—, se cantaba rítmicamente “Amnistía/Libertad”, y el sonido bronco de tantas voces juntas despertaba una hermosa exaltación colectiva. La belleza de las dos palabras se correspondía con la exactitud de su significado, y sintetizaban un programa político completo, de un perfecto idealismo práctico: la liberación de todos los represaliados por causas políticas; el establecimiento de un sistema democrático.
Pero las palabras, que son tan útiles para decir la verdad, lo son igualmente para propagar la mentira. Las palabras son un material barato y sometido a un uso constante, y por lo tanto a cualquier abuso, y como pueden llegar a mancharse tanto de mentira y de vacuidad es necesario un proceso constante de recuperación, de limpieza, de lavado. Cada palabra es como esa piedra de rodar incesante en el poema de León Felipe. En el barro, en el polvo, bajo las ruedas y los cascos de los animales, reluciente de pronto cuando se lava en un chorro de agua limpia. Es posible que las obras mejores de la literatura, quizás en particular de la poesía, actúen como colosales depuradoras del idioma, limpiando las palabras de la mugre y la costra del embuste, de los lenguajes mercenarios de la publicidad y la palabrería corporativa, de las rutinas y los clichés y las insufribles muletillas colectivas de ese extraño idioma que comparten los profesionales de la política y la mayor parte de los que informan y opinan sobre ellos. Un idioma limpio, flexible y preciso es un bien tan de primera necesidad como el aire y el agua no contaminados. Sin él no podemos explicarnos a nosotros mismos ni explicarnos el mundo: tampoco podemos comprender a los otros, bien para saber cómo son de verdad, bien para detectar posibles simulaciones y mentiras.
Ahora que veo tanto por todas partes y en letras tan grandes la palabra LIBERTAD, acompañada de la sonrisa rígida y la mirada entre fija y perdida de la candidata Isabel Díaz Ayuso, me pregunto qué significa para ella, o para los asesores de imagen o publicitarios que han ideado su campaña. En un ámbito tan decisivo como el de la acción política habría que exigir un máximo de responsabilidad en el uso de las palabras. No es un juego de ingenio, no es una broma tonta o cínica: es el deber sagrado, la tarea dificilísima de gestionar el bienestar y la salud pública y el trabajo y hasta la supervivencia diaria de las personas en una calamidad colectiva que no ha sido tan grave desde la Guerra Civil; es el compromiso de administrar recursos siempre limitados con austeridad y eficiencia y con un sentido de la justicia que será más apremiante cuanto más dolorosa sea la gran herida de sufrimiento personal y desigualdad social que esta crisis está agravando. Martin Luther King y Malcolm X, que se habían enfrentado tanto entre sí, se dieron cuenta casi al mismo tiempo que no habría remedio contra el racismo sin una transformación económica y social que aboliera la pobreza. No hay libertad sin salud, sin una escuela digna, sin trabajo, sin una red protectora contra los peores reveses de la vida. En mayo del año pasado vi bajo mi balcón a conductores de todoterrenos de lujo y motos poderosas agitando banderas y coreando la palabra libertad. Ahora salgo a la calle y no paro de verla en todas partes. Me gustaría que quienes tanto la usan explicaran con claridad qué están queriendo decir, para quién y contra quién es esa libertad que proclaman.
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