Lo que comen los que pescan
Visitamos el Restaurant Hispania, clásico catalán que afronta su segundo relevo generacional, para probar un suquet de cabracho, plato que cocinaban los pescadores a bordo.
Paquita y Lolita Rexach se acaban de marchar. Las dos hermanas que han estado al frente de esa institución gastronómica catalana que es el Restaurant Hispania (Carretera Real, 54. Arenys de Mar, Barcelona), desde la llegada de la pandemia ya solo pasan un rato por las mañanas. Han estado medio siglo al frente de este local de cocina tradicional y pionero en la reivindicación del producto de proximidad, cuando la única proximidad que importaba en un restaurante aún era la del baño. De ellas dijo Manuel Vázquez Montalbán que eran más importantes para el territorio que la montaña de Montserrat o el FC Barcelona. “Paquita, Lolita, sois la flor del tallo más largo”, les escribió Gabriel García Márquez tras probar sus canelones, su langosta, sus guisantes o su pollo rustido. Néstor Luján les donó su bodega al fallecer. Salman Rushdie trajo el mayor dispositivo de seguridad que jamás habían visto estas mujeres acostumbradas a dar de comer a reyes y políticos. Marta Chávarri, la noche después de su famosa portada en Interviú, vino aquí a cenar y logró algo que jamás habían visto las hermanas, ni iban a volver a ver: el salón en silencio.
El lugar en el que hasta hace media hora ocupaban Paquita y Lolita, trasteando con escabeche de pollo y revisando el producto —rutina que mantienen desde que decidieran dejar al frente del negocio a Raimon (el hijo de Paquita) y su esposa, Marta Aulestia—, lo ocupan ellos dos ahora. Es la antigua cocina vista del restaurante, un pequeño espacio con apenas media docena de fuegos, una barra que da a la entrada del local y una mesa junto a la ventana. Marta limpia judías verdes del cuc, una variedad local de temporada que sirven en ensalada junto a ese escabeche de pollo que Paquita ha estado mimando hace un rato. Raimon, a los fuegos, ha arrancado la cocción del plato que nos va a servir hoy: suquet de cabracho. Charlan y cocinan, como si estuvieran en casa. Están en casa. Se han ido las mestresses y ahora el peso de esta institución reposa sobre sus hombros. “A mí me trajeron aquí hace 35 años, cuando aún estaba estudiando. Tenía solo 18. Mi padre acababa de morir. No pude elegir, aunque, obviamente, hubiera elegido el Hispania siempre. Pasé años trabajando aquí en verano y luego seguía formándome en restaurantes de Toulouse o Los Ángeles durante el invierno. Lo mismo le pasó a mi madre, que aún estaba en el colegio cuando murió mi abuela y tuvo que ponerse al frente de esto”, recuerda Raimon.
Él lleva el Hispania en la sangre. Su mujer, en el corazón. “Cada día, cuando termina el servicio de mediodía, voy a casa de Paquita y me pide que le cuente qué gente ha comido en cada mesa, qué han pedido…Todo. Y ella me dice lo que ha pasado, lo que hay que mejorar, lo que debía haberle dicho a ese o aquel. Lo apunto todo. Ella no está, pero está. Y cuando de verdad falte, no sé…”, dice Marta. Raimon sostiene el cabracho antes de introducirlo en la cazuela (patatas, ajos, vino blanco y poco más lleva su versión de este plato). “Este es un guiso que se hacía mucho en las barcas de pescadores. Es una pena, pero ahora me parece que solo quedan en Arenys un par de ellas en las que aún se cocine rancho a bordo. Es muy sencillo y tradicional, apenas los cuatro ingredientes que puedes tener en la barca sin que se estropeen. Y este pez de roca, que es una delicia”.
Por la tarde, en la lonja de Arenys de Mar, apenas dos cajas con cabracho serán subastadas. No es fácil encontrarlo en las pescaderías. Es uno de aquellos pescados que se han revalorizado —el kilo en los mercados de Arenys o la cercana Caldetas ronda los 30 o 35 euros— y sofisticado en muchas elaboraciones. Raimon lo cocina con agua en vez de caldo de pescado. El cabracho está fresquísimo —hasta anoche no desveló qué cocinaría hoy porque dependía todo de la jornada de pesca—, su mano es buena. En algunos lugares aún se cocina con agua de mar, algo que, viendo el estado del Mediterráneo, tal vez se antoje un casi suicida arrebato de fidelidad histórica.
Todo empezó para el Hispania en 1952, cuando aún se podía uno beber el mar. Este espacio entonces lo ocupaba un puesto de gasolina. El padre de Paquita y Lolita, originario de Sils, Girona, se dedicaba al estraperlo. Bajaba hasta Barcelona, soltaba la mercancía cerca de la estación de Clot y volvía. Un familiar le habló de este sitio en el que entonces había una construcción adyacente con mucha madera y hierro. “Era muy valioso eso en aquella época”, recuerda Lolita. “Y le dijeron que le dejaban el dinero para comprar el puesto y que, bueno, si le iba mal, solo vendiendo el hierro y la madera podría pagar la deuda”. Empezaron despachando gasolina y carajillos. Un día, Paquita intentó coger un tren de vuelta a casa y en la estación le dijeron que Sils no existía. Era otro tiempo, otras distancias. “Llegó un día un camionero y nos pidió de comer. Le dimos lo que mi madre había preparado para nosotras: escudella [sopa tradicional catalana] y sardinas”.
Pronto el local se convirtió en parada obligada de los camioneros que bajaban desde Girona y Francia. “Entonces, un sitio con camiones aparcados era sinónimo de buen comer. Ahora, ya solo de ser barato”, interviene Lolita, formulando un discurso que se repite mucho en la familia: cierta añoranza por un tiempo en el que lo más importante de cualquier cosa por la que pagaras es que fuera buena. El 18 de julio era el día grande en el Hispania: los camioneros cobraban la paga doble y se les permitía llevar pasajeros en el remolque.
Todo pegó un vuelco en 1955. Llegaron unos alemanes de un equipo de fútbol que se alojaron en el vecino Titus, uno de los balnearios más conocidos de la zona. Descubrieron el Hispania y decidieron pasar los días comiendo y bebiendo allí. Al año siguiente volvieron. Iban a comer gambas y beber vino, el resultado les daba igual. “Creo que también hemos sido pioneras del turismo”, bromea Paquita. “No había donde meterlos a dormir, así que todo el pueblo de Caldetas les alquiló sus habitaciones: 120 nada menos”. La localidad tiene hoy apenas 2.500 habitantes. Esos alemanes se quedaban de juerga, hasta que la madre de Paquita y Lolita cortaba la luz, harta de tanto ruido. Montaron para el año siguiente habitaciones que iban a alquilar encima del restaurante, y el alcalde de Arenys amenazó con cerrarles el negocio porque pasaba por allí la Vuelta Ciclista a España y tener alemanas en biquini vistas desde la carretera era poco menos que un escándalo público y un estigma para el pueblo. Paquita se casó con un alemán. “Como yo no podía salir, tuvieron que venir a buscarme”, bromea.
“Aquí tenemos esta maravilla”, anuncia Marta la llegada del suquet a la mesa. Está excelente. “Cuando mi abuela se puso enferma, no les permitió a ellas decirlo. Dejó de cocinar y las dos se encargaron de sacar esto adelante sin contarlo. Nadie notó la diferencia en esos meses. Y bueno, esto es a lo que aspiramos en esta nueva etapa”, apunta Raimon. Cuando Marta le pase el informe a Paquita después del servicio de comida, estará orgullosa.
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