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Columna
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La palabra cumpleaños

Entre todos los cambios de nuestra civilización, ninguno más impresionante que la prolongación de nuestras vidas

Martín Caparrós
Martín Caparrós

¿Qué cumplimos, con qué cumplimos cuando cumplimos años? A veces algo muy habitual se te hace extraño; una palabra común se vuelve rara, se convierte en pregunta. Cumplimos años: como si resbalarse por el tiempo fuera una tarea, algo que cada quien podría cumplir o no. Cumplimos años: como si alguien hubiera hecho una promesa —y enfrentara el momento de cumplirla. Cumplimos años: como quien cumple una condena, con esa fuerza de lo inevitable. Es otra forma extraña de la lengua, otra manera de no saber qué decimos cuando la decimos.

Los hispanos tenemos cumpleaños; muchos otros, no. Los anglos tienen birthday, el día del nacimiento; los alemanes, geburtstag, más día del nacimiento; los portugueses, aniversário, y los franceses, anniversaire, tan poco específicos; solo los italianos, entre los vecinos, dicen cumpleanno —y quizá lo heredamos de ellos.

Y su verbo también se parece pero no: compiere anni viene a ser conseguir, completar años. Se podría sospechar que la frase es un efecto de aquellos tiempos en que la muerte siempre estaba tan cerca que cada año que pasaba era un logro, una sorpresa.

Ahora, en cambio, cumplir años se vuelve más y más banal. No es un juicio de valor; es una cuenta. Entre todos los cambios de nuestra civilización, ninguno más impresionante que la prolongación de nuestras vidas —y sus esperanzas. Entre todas las actividades decisivas de una persona, pocas se han multiplicado tanto como vivir, cumplir más años. Hace cien cada quien podía imaginar que tal cosa le sucedería unas cincuenta o sesenta veces en la vida; ahora es razonable esperar ochenta o noventa.

Pero no por repetido el momento pierde su fulgor. Cada quien tiene, cada año, 364 días ajenos y uno propio: el cumpleaños es la manifestación individual de ese orden general que nos hemos marcado, según el cual vivimos acompañando al sol, en ciclos de 365 días donde todo termina cada vez, empieza cada vez y se repite. El cumpleaños es el momento en que ese ciclo se hace historia personal, en que volvemos a vivir lo que habíamos vivido hace un año y hace diez y vivimos, al mismo tiempo, un momento irrepetible: nunca más cumpliremos seis, sesenta, cuarenta y siete años. En cada cumpleaños lo repetido y lo único se confunden, se mezclan muy raro: muestran que nada se repite, nada es único.

Así que el cumpleaños es un momento de festejo y un trago complicado, un día de celebración y de balance. Hay personas que lo detestan, otras que lo esperan, muchas que lo detestan y lo esperan; personas que lo ocultan y otras que lo exhiben despiadadas. Es bueno cumplir años y, al mismo tiempo, no tenemos que hacer nada para conseguirlo ni podemos evitarlo —sino con medidas muy extremas.

Pero lo tomamos como algo perfectamente común, irremediable, y lo es y no lo es: hay muchos que no tienen. Ese rito que nos parece tan normal, tan natural, también es privilegio de ricos. Acostumbrado a que todos lo tenemos, que todos sabemos nuestra edad, choqué, al principio, con sorpresas en África o la India cuando preguntaba a entrevistados sus edades. Tantas veces me miraron como se mira a un forastero bobo: ¿de qué les hablaba? Tantas, como a un blanquito prepotente: ¿otra cosa que yo tenía y ellos no, otra para humillarlos? Saber cuándo naciste —no solo festejarlo— supone un buen sistema de registro, cierta educación, la idea de que cada quien se merece un día cada tanto: toda una idea del mundo.

Tienes algo, crees que los demás también: sucede mucho. El mayor privilegio es no saber siquiera que lo tienes. Al fin y al cabo cumpleaños es, como todas, solo una palabra, cuatro sílabas que amenazan más —­porque hablan de lo inevitable. Es, por supuesto, pura casualidad que me haya sucedido en estos días. Aunque fuera por eso que me puse a pensar en la palabra y me sorprendió, de pronto, su extrañeza. Pero ya lo sabemos: no hay nada más extraño que una palabra que usamos todo el tiempo.

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