Odio las fronteras, amo las ciudades
En las urbes es donde nos encontramos con el otro y aprendemos a vivir con él, dice el escritor y ensayista Suketu Mehta, que creció como inmigrante en Nueva York. El autor de libros como ‘Ciudad total’ y ‘Esta tierra es nuestra tierra’ apela al atractivo del espacio público y la búsqueda de entornos para dialogar como futuro.
Vivimos en un mundo afligido y desgarrado. El año pasado, una mano gigantesca salió del cielo, se abalanzó sobre nosotros, cerró el puño dejándonos atrapados, nos sacudió, se abrió y nos desperdigó aquí y allá a su antojo, todo patas arriba, muchos de nosotros lejos de lo que conocíamos, organizándonos de nuevo, empezando de nuevo, en nuevos hábitats. Todo ha cambiado, y hará falta tiempo, mucho tiempo, para comprender el cambio en todo su alcance.
La batalla de la covid-19 contra el Homo sapiens es la batalla de la forma de vida más simple —tan solo un conjunto de instrucciones encerradas en una proteína— contra la forma de vida más compleja. Lo que el virus sabe es cómo sacar partido de las divisiones humanas. Divide y vencerás, como descubrieron todos los regímenes coloniales. El acceso a las vacunas ha dividido a los países ricos de los países pobres más de lo que ha podido dividirlos cualquier otra cosa. Pero no solo lo ha hecho como cabía esperar. Misteriosamente, a la India, con sus trenes abarrotados a más no poder, le fue mejor que a Suecia con todo su espacio. Hasta hace un mes, cuando la India se convirtió en un osario.
Ahora, los países del mundo están dibujando enérgicamente fronteras a su alrededor y dentro de ellos. Pero el virus no conoce fronteras. Los países han congelado la migración. Las remesas llevan dos años seguidos reduciéndose. Los países pobres serán más pobres. El Gobierno de Trump eliminó las admisiones de asilo utilizando la pandemia como excusa. Su secuaz Stephen Miller atizó el miedo a los migrantes como portadores de enfermedades. Pero los inmigrantes no traen enfermedades, y si las traen, se les puede poner en cuarentena, a la que se someterán gustosamente. Los turistas son en mucha mayor medida un vector de enfermedad.
Estados Unidos no ha sido el único país en el que la pandemia ha dado nuevas excusas para demonizar a los migrantes. Una actriz kuwaití pretendió que los inmigrantes (que constituyen el 70% de la población de Kuwait) fuesen arrojados al desierto a fin de liberar espacio en los hospitales para los kuwaitíes de nacimiento. Los sudafricanos atacaron a los nigerianos. Los colombianos a los venezolanos.
El mundo no es justo. Más que nunca, la humanidad de una persona está definida por su nacionalidad. La mayor lotería es la de la ciudadanía. Si uno tiene la suerte de haber nacido en un país con un buen sistema de sanidad pública y un Gobierno que funcione, como Taiwán, le ha tocado el gordo. Si tiene la desgracia de haber nacido en la India, está jodido. Actualmente, la gobernanza es una cuestión de vida o muerte.
La intolerancia tiene consecuencias. Los indios votaron a Narendra Modi porque prometió poner a los musulmanes en su sitio. En ausencia de oposición, la gobernanza cayó en picado. El virus no mató a Trump, pero sí que acabó con su reelección. Espero y ruego que haga lo mismo con Modi.
En Estados Unidos, los ricos se han hecho más ricos. Las personas que tenían acciones o una casa han salido bien paradas. Las que no, se han quedado aún más rezagadas. En este país late una ira como nunca la había visto. La turba de la derecha invade el Capitolio; hay ira en las redes sociales que enfrenta a los hombres contra las mujeres, a las personas transgénero contra las feministas, a los progresistas jóvenes contra los viejos. Y en las calles, a los negros contra los asiáticos. Nueva York había apaciguado en gran medida los conflictos étnicos. Ahora han vuelto como en la década de 1990. Se disparan unos a otros en Times Square.
Nunca he visto el mundo tan dividido, pero tampoco lo he visto nunca tan unido. Los países de todo el planeta se han esforzado al máximo por producir una vacuna a una velocidad que antes se creía imposible. Toda la humanidad estuvo confinada: los europeos y los británicos, los dominicanos y los haitianos, los indios y los paquistaníes comprendían el dolor de los demás.
Necesitamos más migración, y no menos, por razones económicas. Si de verdad se hubiesen abierto las fronteras, el PIB del mundo sería el doble, y la riqueza mundial aumentaría en 78 billones de dólares al año [unos 64 billones de euros]. También necesitamos mucha más libertad de movimiento para gente como los científicos. Los dos investigadores que inventaron la vacuna de Pfizer son una pareja turca que emigró a Alemania.
Odio las fronteras y amo las ciudades, porque en ellas es donde nos encontramos con el otro y aprendemos a vivir con él.
La división de la inmigración es una división rural-urbana. En un país detrás de otro, los votantes de las zonas rurales eligen a xenófobos. La mayoría de las personas que votaron a favor del Brexit vivían en el campo. Para ellos, el multicultural Londres era la torre de Babel. Las zonas con menos inmigrantes son las que más miedo les tienen. A los habitantes de las ciudades suelen gustarles más porque tratan con ellos a diario. Esta clase de densidad, vivir en el mismo espacio, tener que compartir patios y tiendas de comestibles, te obliga a interactuar más de lo que lo harías en otras circunstancias. Sales de tu zona de confort y descubres que no te encuentras incómodo.
En un discurso de 1915 ante los Caballeros de Colón, Teddy Roosevelt declaró: “En este país no hay sitio para los estadounidenses con guion… La única manera absolutamente segura de llevar esta nación a la ruina, de impedir toda posibilidad de que siguiese siendo una nación, sería permitir que se convirtiese en una maraña de nacionalidades en disputa, un intrincado nudo de germano-estadounidenses, irlandeses-estadounidenses, anglo-estadounidenses, franco-estadounidenses, escandinavo-estadounidenses o ítalo-estadounidenses (…). El único hombre que es un buen estadounidense es el que es estadounidense y nada más”.
Si Teddy Roosevelt estuviera aquí hoy, me lo llevaría a dar una vuelta por Jackson Heights. A los que preguntan si se deberían asimilar los inmigrantes, si Nueva York puede sobrevivir a la pandemia, tengo dos palabras para responderles: Jaikisan Heights, la forma sudasiática de pronunciar el nombre del barrio neoyorquino del distrito de Queens.
Cuando mi familia llegó a Nueva York en 1977, nos encontramos una ciudad peligrosa, arruinada, de la que huía la clase media blanca. Siendo adolescente me asaltaron dos veces, y nos robaban el coche cada dos por tres. Jackson Heights no era sofisticado ni acogedor. Mis padres, dando por hecho que, al igual que en la India, los colegios religiosos eran los mejores, me matricularon en el colegio católico más cercano, donde fui una de las primeras minorías. Los maestros me llamaban pagano. Durante la crisis de los rehenes de Irán de 1980, estaba en el último curso. Un día iba andando por el pasillo con mi amigo Ashish, el único otro indio del colegio, cuando un chico irlandés nos gritó: “¡Putos ayatolás!”.
Nos paramos, me di la vuelta y le corregí: “Oye, que no somos iraníes. Somos indios”.
El chico consideró la nueva información y gritó: “¡Putos gandhis!”.
Cuando vivíamos en el barrio, la mayoría de los sudasiáticos eran indios que se habían beneficiado de la Ley de Inmigración de 1965 que suprimió las cuotas raciales y fomentó la reunificación familiar. Había profesionales: ingenieros, médicos. Ahora la mezcla de sudasiáticos es mucho más diversa: hay bangladesíes, nepalíes, tibetanos, butaneses. Son propietarios de tiendas, taxistas y trabajadores de fábricas de confección.
Muy pocos indios de los que conocí cuando crecí aquí en la década de 1970 siguen en el barrio. Con una excepción: cada vez más hijos de esas familias, amigos míos artistas, escritores y periodistas que vivían en el East Village en la década de 1980 y en Park Slope a finales de la de 1990, se están mudando a Jackson Heights. La diversidad de esas calles tiene algo atractivo para personas de todas partes, desde pianistas de París hasta ingenieros de software de Kansas. Cada vez más personas creativas quieren vivir en una ciudad en la que pueden oír hablar muchos idiomas por la calle y elegir entre pupusas y parathas para comer. La diversidad no es solo algo bonito; es activamente esencial para atraer a la clase de personas que crean riqueza y revitalizan Nueva York.
Si Teddy Roosevelt estuviera paseando conmigo, le invitaría a echar un vistazo a la lista de apellidos de los edificios. Los del vestíbulo de mi bloque en la calle 83 van desde Abbasi hasta Winfred, pasando por Balyuk, Bruchstein y Basu. Mis vecinos eran indios y paquistaníes, judíos y musulmanes, haitianos y dominicanos. El edificio era propiedad de un turco, pero el portero era griego. Muchos de ellos habían estado matándose entre sí justo antes de subir al avión, pero aquí vivían al lado de sus antiguos enemigos, y sus hijos salían juntos. No es que nos quisiéramos. Tras las puertas cerradas, sentados a la mesa, nuestros padres seguían diciendo cosas horriblemente racistas sobre las otras nacionalidades; algunos de nosotros seguíamos mandando dinero a los partidos más nacionalistas y de extrema derecha o a las milicias de nuestro país de origen para que atacasen a los grupos a los que pertenecían nuestros vecinos de Nueva York.
Pero entonces estábamos en un país nuevo, construyendo una nueva vida. Y podíamos vivir unos al lado de los otros e interactuar en cierta manera. Podíamos intercambiar comida; nuestros hijos podían jugar juntos e ir juntos al colegio. Descubrimos que nos parecemos más de lo que nos diferenciamos. Por ejemplo, en Occidente los sudasiáticos, los indios, paquistaníes y bangladesíes que habían estado enfrentados en su tierra, descubren en Jackson Heights que son desi, hijos de la diáspora del subcontinente asiático, y que comparten el amor por las samosas y Bollywood.
Jaikisan Heights fue el epicentro del epicentro de la pandemia. Los cuerpos se apilaban en furgonetas delante del Hospital Elmhurst. Pero ¿saben qué? El barrio ha vuelto con fuerza. La gente salía a pasear, de compras, a comer en las nuevas mesas de las aceras meses antes de que Manhattan volviera a la vida. Aquí la gente no posee el lujo de una segunda residencia; no le queda más remedio que arreglárselas y luchar por lo que tiene aquí mismo. Y a muchos inmigrantes procedentes de países en los que estaban acostumbrados a ver tanques rodando por la calle o a enfrentarse a brotes periódicos de malaria, la violencia armada y el coronavirus no los inquieta. Jackson Heights es el paradigma de la ciudad resiliente.
Lo que me encanta de Queens, la densidad y la diversidad, las dos características que lo hacen delicioso, son ahora vituperadas como lo que hizo de Nueva York un lugar especialmente horrible.
Gran parte del resto del país pensaba que Nueva York era un mal sitio porque te podían atracar. Cuando asistí a un seminario de escritores de Iowa en la década de 1980, recuerdo mi primera noche en los colegios mayores para estudiantes. Uno de mis compañeros era un alumno de primero, jugador de fútbol americano, un tipo realmente gigantesco que me preguntó de dónde era. Le contesté que de Nueva York, y se le puso cara de horror. “¡He oído que allí atracan a la gente!”. Yo le dije: “Sí, a mí me han atracado un par de veces”, y le conté las historias. Por la noche oímos gritos. Era el jugador de fútbol, que tenía una pesadilla con que lo estaban atracando en Nueva York. O sea, que la gente tenía la idea de que la ciudad era un sitio bonito para visitar, pero no quería morir allí. Tenían miedo a la ciudad porque era un lugar lleno de salvajes que te atracaban y te violaban. Esta idea está resurgiendo después de muchos años de haber sido la metrópoli más segura del país.
Pero Nueva York sobrevivirá, porque su historia es una historia de supervivencia, de segundas oportunidades. Nueva York es siempre, a través de los disturbios, los huracanes, las insurrecciones, las quiebras, la ciudad de la segunda oportunidad.
Hay un mito de Nueva York que la gente habita antes de llegar allí. Es el de la ciudad de incontables libros, películas y programas de televisión. Incluso series como Ley y orden, que la presentan como un lugar peligroso, la retratan como un lugar peligroso con glamur. Así que, cuando la gente baja del avión, está preparada para vivir en Nueva York de una manera que no tiene comparación con ninguna otra ciudad. Ni siquiera Los Ángeles. Las películas que se ruedan en Los Ángeles recrean otras ciudades, a menudo Nueva York, pero las películas de Nueva York se ruedan realmente en sus calles. Por eso el mundo conoce el terreno —la geografía, la diversidad— de Nueva York, la actitud de Nueva York. Y eso constituye un factor enorme para atraer a la gente a la ciudad, especialmente a los jóvenes. Un chico con sueños, tanto si está creciendo en Kansas como en Katmandú, cuando piensa en una gran ciudad con encanto metropolitano, en la emoción, en un escalofrío de peligro y en la posibilidad de ganar mucho dinero y de encontrar una pareja realmente atractiva, la primera ciudad que le viene a la cabeza —a él y a tanta gente— antes que ninguna otra del mundo sigue siendo Nueva York.
El atractivo de lo público, de mezclarse con desconocidos, es mayor que nunca, porque nos ha sido negado un año entero. Pero también hemos encontrado otras cosas: la naturaleza, espacio… Ambas no son incompatibles. ¿Podemos incluir el mundo natural en los espacios públicos?
Desde la Revolución Industrial ha habido una desconexión entre los seres humanos y la naturaleza. Con la pandemia, los afortunados que han huido de las ciudades la han redescubierto. Hacemos senderismo porque los clubes de jazz, los auditorios y los restaurantes están cerrados. Hay un renovado interés por observar las aves, por cultivar un huerto.
Los urbanitas que pueden permitírselo han descubierto la naturaleza. Ha sido la única escapatoria: los parques, el senderismo, la casa de verano para los que podían tenerla. Aquí es donde hay que recuperar las parcelas destinadas a huerto como las que vi en Leipzig, en Alemania. El movimiento del Schrebergärten nació en 1864 para que los habitantes de las ciudades, incluso los pobres, pudieran disfrutar de la naturaleza. Las colonias-jardín están formadas por pequeños cobertizos en los que se puede pasar la noche. Se pagan 1.000 euros por adelantado y 150 de alquiler anual por la parcela. Un trocito de tierra que se puede arrendar, pero nunca tener en propiedad. Cada parcela tiene una caseta que sirve más bien para echar una siesta que para pasar la noche, aunque sea posible hacerlo si no se tiene necesidad de aire acondicionado. Y en el terreno se cultiva; son jardines de la victoria, como los que se plantaron en las guerras para autoabastecerse. Cada colonia tiene un pequeño club donde te puedes tomar una cerveza con tus vecinos. Un club de campo para trabajadores. Hay un millón de Schrebergärten en toda Alemania.
¿No sería maravilloso que las familias de clase trabajadora de Nueva York tuviesen sus propios Schrebergärten? ¿Que un trabajador de un restaurante de comida rápida o un taxista tuviese acceso a una parcela de tierra con una casita, justo al otro lado del límite con Long Island, donde pudiese ir con su familia y cultivar chiles y calabacines y disfrutar del aire primaveral? ¿Por qué la naturaleza tiene que ser patrimonio exclusivo de los ricos?
Nuestra forma de vida ha cambiado para bien y para mal. Para bien porque la gente ha podido trabajar a distancia y pasar más tiempo con la familia. Adiós a los apartamentos minúsculos; bienvenido el espacio, el canto de los pájaros. Para mal porque nos hemos quedado sin poder tomar una copa con los compañeros después del trabajo. El trabajo se ha convertido en las caras que ves a través de una conexión de Zoom. Nada de charlas, ni de divagaciones, ni de romances en la oficina. A propósito: el 16% de los estadounidenses encontraron a su pareja a través del trabajo, porque, en la economía capitalista, el trabajo es donde pasamos la mayor parte del tiempo. Esa misma economía casi ha prohibido los romances en la oficina, porque el flirteo distrae de la carrera en pos del dinero del empleador.
Quizá debido a que nos hemos retirado a nuestras casas, nos hemos escindido en nuestras propias burbujas lingüísticas. Solo hablamos con otras personas que hablan el mismo idioma política, cultural y racialmente. Se suponía que internet iba a unirnos. El comentario definitivo sobre la Red lo escribió un tal Henry David Thoreau en 1854: “Nos apresuramos a construir un telégrafo de Maine a Texas, pero puede darse el caso de que Maine y Texas no tengan nada importante que comunicar…”.
Cuando emergimos de nuestras casas, lo hicimos para protestar. Toda la ciudad se convirtió en una tribuna improvisada, algo bueno y nuevo en nuestra vida. Se gritó mucho, pero se conversó poco por encima de las divisiones políticas. ¿Podemos imaginar un espacio público en el que haya realmente un diálogo que no sea previsible? ¿En el que un policía hable de verdad con un activista de Black Lives Matter? ¿Se puede diseñar?
Hemos perdido la capacidad, que la gran literatura nos regala, de distinguir a los seres humanos individuales de un grupo o clase. Clasificamos a la gente en enormes categorías: “negros”, “blancos”, “migrantes”, “trans”, “feministas”, “policías”, “demócratas”, “republicanos”, y entonces, cada miembro de la categoría tiene que ir por el mundo con la pesada carga de su clasificación, indeleble, en la cabeza. El individuo es complejo, mucho más complejo que el virus, que solo tiene unas pocas variantes. Cada uno de nosotros somos una variante. La complejidad, la diversidad, la heterogeneidad nos salvarán. La impredecibilidad, la excentricidad.
Necesitamos un nuevo espacio común. ¿Dónde podemos encontrarnos? En el mercadillo, en la biblioteca, en el parque. La tendencia de los supermercados sin cajeros que promueve Amazon es lo contrario de lo que deberíamos perseguir. Necesitamos más interacción humana superpuesta a las transacciones comerciales, no menos. Debajo de la parada de la calle 82 de la línea 7 se pueden comprar tamales a las abuelas mexicanas que los venden en carritos de la compra. Uno puede charlar con ellas en un momento de ocio como nunca podría hacerlo en un Taco Bell, porque cada minuto del cajero del Taco Bell está regulado y supervisado.
El parque con más éxito que he conocido últimamente no es el High Line, un paso para turistas que lleva desde un carísimo bloque de apartamentos en Hudson Yards hasta un carísimo restaurante en el Meatpacking District, sino Diversity Plaza, en Jackson Heights, donde nació un espacio común de la simple conveniencia de cerrar al tráfico la calle delante de la estación del metro. Si uno quiere enterarse del debate sobre las elecciones en Bangladés o escuchar la disputa chino-tibetana, puede coger una de las sillas o bancos de metal nada bonitos que proporciona el Ayuntamiento, comprar un chai, y acomodarse. Encontrará gente con tiempo libre e historias que contar.
Cuando era un adolescente que crecía en Jackson Heights, el lugar en el que pasábamos el rato, leíamos las noticias, sacábamos libros —porque ninguno podía permitirse comprarlos— era la biblioteca pública de Queens en la calle 81. Una biblioteca es, en palabras de Eric Klinenberg, un palacio para el pueblo.
¿Qué nos une y qué nos separa? ¿Todos queremos de verdad estar juntos, o hay muchos que prefieren permanecer separados? El coronavirus —más que el ataque del 11 de septiembre, más que la crisis financiera de 2008— ha sido una prueba para la humanidad. Pero la gran prueba para los países y las ciudades está llegando. Es el cambio climático. La covid es solo un ensayo general.
Suketu Mehta, ensayista y novelista, fue finalista del Premio Pulitzer por Ciudad total: Bombay perdida y encontrada (Random House). Su último libro es Esta tierra es nuestra tierra. Manifiesto del inmigrante. Traducción de News Clips.
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