Javier Cámara: “La sociedad no está podrida. La bondad gana por goleada”
El actor riojano cree firmemente en la bonhomía. Y la encarna, como ha hecho ahora con el doctor Héctor Abad Gómez en ‘El olvido que seremos’, la película basada en la obra de su hijo, Héctor Abad Faciolince, que dirige Fernando Trueba. Personifica a este epidemiólogo que fue ángel en medio del infierno de Medellín, entre sicarios, traficantes y mercenarios. Un intérprete meticuloso que nos habla del reto de ser uno mismo, de cómo ser padre cambió su perspectiva vital y del valor de la constancia.
El misterio de la gente normal es uno de los grandes enigmas a los que se apega Javier Cámara en la vida. La clave de un actor, como él, que tiene claro que no hará en pantalla de héroe ni de villano. En cambio, por su físico, por su bonhomía, por su carácter, por su superdotada empatía, este riojano de 54 años puede especializarse en ese tipo de personajes que pasan por la calle y quizás no nos fijamos en ellos, pero esconden dentro de sí un mundo, unas luchas interiores, unas angustias y unas hazañas que les empujan a luchar para sobrevivir desde que se levantan hasta que se acuestan. Cámara los entiende, los observa, los encarna, se los apropia, como hicieron en su día estirpes como las de José Luis López Vázquez o Alfredo Landa, esa generación que luego ha dado paso a lo que él llama sus nietos artísticos: ni más ni menos que los encargados de representar ese gen en pantalla. Pero, en su caso, de forma globalizada y extendiendo la bondad a territorios como Colombia, donde a las órdenes de Fernando Trueba ha dado vida a Héctor Abad Gómez en El olvido que seremos. La película, basada en el libro de Héctor Abad Faciolince, cuenta la historia de un médico mártir en el Medellín de los años de plomo. Entonces, la lucha y el compromiso de personas como él se basaba en algo tan sencillo como salvar vidas contra ciertas bacterias como el tifus o el cólera. Pero en un contexto de violencia sistemática que nos lo devuelve multiplicado en su dimensión ética, pero también práctica, como un genio volcado en hacer algo tan complejo y tan sencillo como lo correcto.
Pregunta: ¿Ya había leído usted El olvido que seremos antes de que le ofrecieran el papel?
Respuesta: Sí, sí, la cantidad de círculos concéntricos que se dan en torno a ese libro fue tremenda. Cuando acabamos de rodar La reina de España con Fernando Trueba, él y Cristina Huete, su mujer, me preguntan qué voy a hacer. Les contesto que me voy a Colombia a rodar Narcos y me dicen que me lleve en la maleta El olvido que seremos. Me lo leo casi entero en el avión y al llegar una buena parte de la gente a la que me encuentro, entre ellos un profesor universitario de Medellín, me comenta que vea el documental que hizo la hija de Héctor, Daniela, Carta a una sombra, sobre su abuelo. Ese mismo día llego a mi hotel y me lo habían enviado. Eso es Colombia.
P. Exuberancia emocional.
R. Eso y lo que decían del realismo mágico, que no es mágico, es tal cual, realismo. Cuando rodaba la película, se me acercaba la gente preguntándome: “¿Y usted es el doctor?”. Yo les contestaba que no, que era simplemente un actor, mientras me fijaba en cómo me lo decían para ir perfeccionando mi acento paisa [de Antioquía].
P. Hasta calcarlo. ¿Cómo fue su viaje al habla?
R. Son muy cariñosos y delicados, hablan de una forma preciosa y riquísima. Yo no soy un actor de acentos, siempre pensé que en eso era bastante limitado. Quizás me quedó algo de mi padre saxofonista para captarlos. Me gustan quienes trabajan con ellos, como Meryl Streep, por ejemplo. Hasta que llegó este papel, en el que me he partido el alma para que sonara real.
P. Conocer al doctor Héctor Abad por memoria de otros debió ser todo un proceso.
R. Yo llegué el último al rodaje porque estaba trabajando con Sorrentino en la serie The New Pope. Entonces, durante meses me iban enviando cartas que él escribía a sus hijos y alumnos, programas de radio. Pero cuando me di cuenta verdaderamente de su dimensión fue al llegar allí y ver el compromiso de todo el equipo técnico, de los actores, de la familia, sobre él. Había que dejar el pabellón alto, respetar su memoria. Me asusté.
P. ¿Tanto?
R. Debíamos contar toda su historia y, por otra parte, cumplir con la película que Fernando quería hacer. Era un hombre con tal capacidad de transmitir amor que todos sus hijos pensaban que eran sus favoritos. Y así debía ser, sin distingos. Cada una de las hijas podría haber contado esa historia y resultaría también fascinante.
P. Pues ese rodaje debió afrontarse de forma difícil por la carga emocional.
R. En ese sentido fue una bomba. Liberó en todos una espita. Nos visitaban muchísimo los hijos y los nietos. A Fernando Trueba, que se ha criado con ocho hermanos, tampoco le importa. El primero, Héctor, que al verlo emocionado nos imponía mucho. Y los nietos también. Uno de ellos me preguntó: “¿Le puedo abrazar?”. Empezó a llorar en mi hombro y a preguntar: “¡Aba, aba, cómo te echo de menos!”. Está muy vivo Héctor Abad Gómez.
P. Su historia representa lo mejor no solo de Colombia, sino de América Latina. En el cine y en las series se tiñe ese continente de sangre y violencia sin que se llegue a contar ni la mitad de lo que allí ocurre. ¿No necesitamos más películas así y menos Narcos?
R. Después de haber rodado Narcos y al volver allí me lo planteé. Me dije: “Qué bueno que me den otra oportunidad para contar una historia con luz sobre Colombia”. Las otras, oscuras, fomentan nuestra visión plagada de prejuicios. Hay que trabajar por esa otra cara y dejar de penetrar en el mal. Incluso cuando en esas historias aparecen los buenos, no se toman la molestia en ahondar en las razones por las cuales alguien es una buena persona porque entorpece la acción. Como que la bondad fuera cada vez menos interesante.
P. Podríamos entender la razón de eso, pero ¿tiene alguna justificación?
R. Es complicado encontrar la bondad en las pantallas cuando lo cierto es que estamos rodeados de gente buenísima: de abuelos, sanitarios, policías que hacen lo correcto. La sociedad no está podrida. Todo lo contrario. La bondad gana por goleada a la maldad y aun así es la gran perjudicada. Por eso, contar esta historia es importante, porque además no es solo un hombre bueno que se queda en su casa, sino que se coloca su traje y su corbata y sale a arreglar el mundo.
P. ¿Se hubiese enfrentado a este papel de la misma forma si no fuera usted hoy padre?
R. Hombre, creo que sí, no sé. Un actor…
P. La paternidad, ¿no cambia su forma de actuar?
R. Sí, como a todos. Representa lo más importante que nos puede pasar en la vida. Al crear una familia, el centro de atención se desplaza y tú, que eres un tío acostumbrado a que te digan qué bien o qué mal lo haces, ese egocentrismo propio de…
P. Un actor…
R. Sí, gracias por el resumen, bueno, pues el eje ya no es el mismo, disminuye. Piensas en futuros y presentes en virtud de otros. Es apasionante, aunque hay momentos en que nos asuste. Sobre todo en tiempos así. Soy más sensible ahora, más frágil, me cuesta menos empatizar con algunas emociones, no me cuesta nada. Ya empatizaba, vale, pero ahora con según qué asuntos cambio de canal.
P. Bueno, usted ha sido siempre, como actor, el campeón de la empatía. ¿Quizás antes lo hacía de manera más fingida y ahora es más auténtica?
R. Existen diversas técnicas que nos conducen a la emoción. Frente a la frivolidad con la que a veces se mira nuestra profesión, creo que nos identificamos más en ese sentido con un violinista o un bailarín a la hora de pulsar sentimientos. Puedes jugar con muchas cosas, desde recuerdos hasta objetos u olores con los que probar sin hacerte daño. Tienes que tirar de técnica. Pues eso, como un músico. Como mi padre. Es trabajo y trabajo. Las emociones no llegan por ciencia infusa, tienes que esforzarte y para eso te dejas el alma.
P. Pero en usted parece fácil. La empatía le otorga un grado más, como una forma de ser, una apariencia, una filosofía.
R. Bueno, yo siempre he pensado que eso me lo daba la suerte de haber sido un actor popular desde que empecé. De haber colaborado con Pajares, con Lina Morgan o en el primer Torrente con Santiago Segura, y en tantas temporadas en Siete vidas. Eso te acerca al espectador de forma muy cariñosa. Ahí siempre interpretaba personajes frágiles, torpes; me han dado collejas hasta en…
P. Y en la vida, ¿ha recibido muchas collejas?
R. No, qué va, qué va. Bueno…
P. ¿En el colegio era de los guays?
R. No… Yo era muy pequeñito y en el fondo allí donde estaba yo había gente mucho más divertida. Ahora me encuentro a algunos de esa época que me dicen que yo era muy gracioso, pero no fue así, se dejan llevar por una sensación confundida. Tuve un fracaso escolar grande, estudié con los curas, luego en otro mixto. Siempre pequeñito.
P. ¿Acomplejado por eso?
R. No, aunque no llamaba la atención y había alumnos más listos, más guapos y que jugaban al fútbol que te cagas. Pero acomplejado por eso, no.
P. Pues por eso usted quizás supo observar muy bien sintiéndose del montón.
R. Por eso me fascina Jack Lemmon. Me gustaba en él ese misterio del hombre que encarna personajes normales.
P. ¿Lo más difícil?
R. No lo sé, eh. El héroe también debe de ser difícil de encarnar.
P. ¿Más que lo que hace Jack Lemmon en El apartamento? Pocas cosas, ¿no?
R. Sí, bueno, es que él o actores como en España López Vázquez o Alfredo Landa podían encarnarlo todo. Estaban muy vivos, me los creía siempre. Existe una generación de intérpretes en esos años de los que tampoco sabemos nada. Y es más, no me importa, no quiero saber, para no perder el misterio de lo desconocido en la gente normal. Por otra parte, eran nuestra familia. Pasa hoy con intérpretes similares a aquellos: con Javier Gutiérrez, Carmen Machi, Candela Peña, Eduard Fernández, tantos… Somos sus nietos… Los de esa gente. Nos ha tocado esa herencia, esa responsabilidad.
P. ¿Porque en parte representan a este su país?
R. Pues sí. Y porque aquí el talento viene envuelto en frascos rarísimos.
P. Y a usted, ¿cómo le han tratado los directores?
R. Una vez estaba en terapia en un momento en que necesitaba conocerme mejor a mí mismo y el psicólogo me preguntó: “¿Ha sido un camino de rosas el tuyo?”. Yo le respondí que sí, que maravilloso. Se cabreó y me soltó: “¡Pero qué dices! Lo tuyo ha sido muy difícil. Tienes que aprender a calibrar eso”. ¡Y tenía razón! Me lo equilibró. Claro, hombre, a mí me ha costado esto mucho, me ha costado llegar hasta aquí que te cagas.
P. ¿Qué le ocurría entonces?
R. Un momento de crisis personal importante. Pero de las cosas malas todos nos olvidamos. O las transitamos, en mi caso, con ayuda.
P. Para hacer memoria, ¿de cuántas se acuerda?
R. ¡No, hombre! ¡Que esto es para El País Semanal!
P. De las buenas nos acordamos.
R. ¡Por eso! La gente que me para por la calle solo se acuerda de las buenas. Fernán Gómez decía que hasta cumplir los 50 un actor no debía hacer balance. Tengo 54 y ni tan mal. Pero han sido 30 años de carrera y ahí cabe todo: lo bueno y lo malo.
P. Volvamos a La Rioja y a su pueblo, Albelda de Iregua. ¿Cuándo decidió que quería ser actor?
R. Muy tarde. Yo quería hacer Arqueología en Zaragoza. Repetí COU y quería irme, se me venía el mundo encima. Pero hubo un profesor maravilloso, Fernando Gil Torner, que tenía un aula de teatro llamada Teatro Pobre a 10 kilómetros de mi pueblo. Yo estaba con un guirigay en la cabeza y entré como escape. Es verdad que yo entonces me preguntaba: “¿Qué voy a ser? ¿Agricultor como mi padre? ¿De verdad este es mi futuro? ¿Aquí voy a estar?”. Se jodía la cosecha de cerezas y se tenía que ir por ahí, a tocar el saxofón por los pueblos, en medio de fiestas y festivales, entre toros y partidos de fútbol.
P. ¿Y usted le acompañaba?
R. No, jamás, pero guardo todo un imaginario de eso con fotografías. Total, me fui a Madrid, para entrar en la Escuela de Arte Dramático animado por aquel profesor. Mi madre me dio 25.000 pesetas, que no era mucho, y me presenté aquí con una maleta y una caja de cartón en la que me metió chorizos y latas. A lo Paco Martínez Soria. Hace poco pasé por el Palacio Real, donde estaba entonces la Escuela de Arte Dramático, y vi el Salón de Columnas. Ahí me caí del caballo. Yo tenía 19 años. No quería salir de ahí. Encontré mi lugar al mes. Yo no sabía si llegaría a ser actor, director o el que pone las mesas, pero tenía claro que de ese lugar no quería irme ya nunca jamás.
P. Imagino además que llegar a Madrid le haría sentirse mucho más libre.
R. Yo he llegado tarde a muchas cosas. La gente de mi edad me sacaba una ventaja enorme. En el pueblo quería seguir siendo un niño inconsciente y no podía. Era una persona callada, reservada, me encerré en mí mismo. La adolescencia es un periodo interesante en el que intentas enamorarte de hombres y mujeres, pero me di cuenta de que las chicas no me gustaban.
P. Ya…
R. Empecé a suspender todo y a no hacer caso a nada. Me venía abajo y el único que no me daba cuenta era yo. Volví a repetir. Mis padres no sabían qué hacer. La protección del pueblo se tornó angustia. No podía respirar. Luego llegas a Madrid y aquí ya todo es otra cosa, no pasa nada.
P. ¿Ha sufrido usted mucho por amor?
R. Yo me he enamorado bien. Ha pasado gente maravillosa por mi vida. ¿Por qué quieres que yo sufra por amor? ¿Tengo pinta de eso?
P. ¡Ni se me ocurre!
R. Ah, vale.
P. ¿Trabajar con Sorrentino es otra dimensión?
R. A mí me gusta mucho el reto, cuando encuentras un guion que merece la pena lo haría gratis. Te frotas las patitas. Te pones a prueba tú, subes una montaña. Pero me ha pasado con Sorrentino y con otros muchos: con Isabel Coixet, ahora con Fernando Trueba o Almodóvar, que con Hable con ella me cambió en cierto modo la vida. Tener enfrente a Ricardo Darín con Truman y trabajar con Cesc Gay ha sido un lujo. Si me preguntas por Sorrentino, pues lo mismo. Es maravilloso. Cuando me dicen que es duro, me sorprendo. Para mí es sencillamente exquisito.
P. ¿Cómo se las arregla uno para mantenerse 30 años arriba?
R. Ah, amigo, esa es la clave, Quizás tenga que ver con cómo mis padres me enseñaron que debía ser como una hormiguita. Que me comprara una casa lo suficientemente digna como para vivir y que ahorrara.
P. Sentido común…
R. Sí, ella es una mujer muy cuidadosa de sus hijos, nació con la República, pasó una guerra, siempre anduvo muy pendiente de los suyos. Yo ahora que soy padre la entiendo, aunque te das cuenta de que hay muchas cosas que para ellos eran importantes pero que tú no deseas para tus hijos. Como todo, depende de las circunstancias, muchas veces sabes lo que no estás dispuesto a inculcar, pero no tienes ni idea de qué puedes hacer. Las dudas son permanentes. No tengo manual.
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