Javier Marías: “Casi todo el mundo gusta de pensar bien de sí mismo y que sería incapaz de matar a sangre fría”
‘Tomás Nevinson’, la nueva novela del escritor madrileño, se desarrolla en un universo de espías, secretos y dilemas morales en medio de la violencia terrorista. La credulidad se ha convertido hoy en una auténtica plaga, afirma, y las mentiras reinan en “este tiempo tan entontecido”.
Javier Marías publicó su primera novela, Los dominios del lobo, en la primavera de 1971. Ahora, medio siglo después, aparece Tomás Nevinson, que acompaña a Berta Isla sin ser su secuela, pero conformando el mismo universo fascinante: un universo de espías, de secretos, de terribles decisiones morales que reflejan arduos conflictos políticos. Al comienzo de esta conversación transatlántica —Marías contestaba por escrito en Madrid a las preguntas que yo hacía desde Bogotá—, quise indagar sobre cómo había cambiado en estos años el lugar de la ficción en su mundo. “Hoy hay poca imaginación y poca fabulación, y en consecuencia se las desprestigia por conveniencia”, me dijo. “En lo que a mí respecta, lo que en mi extrema juventud empezó siendo diversión, en esencia continúa siéndolo. Si no me divirtiera (a ratos) escribiendo, dejaría de hacerlo”. Tras tanto tiempo de publicar libros, por otra parte, Marías, a sus 69 años, ha decidido decir “no más” a un aspecto concreto del oficio, o así me lo explicó. “Lo peor de estos 50 años es que me los he pasado hablando en cientos de entrevistas de lo que he hecho o de mí mismo, temas que me aburren infinitamente”, me dijo. “Es posible que ésta sea la última entrevista que haga, o una de las últimas”.
Sé que escribiste unas 400 páginas de Tomás Nevinson en este mundo nuevo que nos trajo la pandemia. ¿Te ayudó la novela a dar sentido a estos días en que todo, desde nuestros hábitos de trabajo hasta nuestra relación con la soledad, se ha transformado?
Sí, sin duda alguna. Si leer una novela puede ayudar a abstraerse, más todavía escribirla, aunque sea tarea infinitamente más lenta y ardua. Durante el confinamiento estricto, y más tarde, Tomás Nevinson fue un refugio durante unas horas al día. He intuido que, por así decir, al escribir una novela se me pone en marcha un segundo cerebro. El primero es el que está conmigo todo el rato, el que escribe artículos, da la lata y a veces me atormenta, y habla y firma libros con mi nombre. El segundo sólo pone mi nombre en la cubierta. Una vez que la novela empieza y se alza el telón (ya no sé si hay telones), habla un narrador que es tan personaje como los demás, no Javier Marías. Ahora echo de menos ese segundo, que extrañamente se sobrepone a casi todas las contrariedades, personales y de la época. El problema es que, una vez desactivado, me resulta casi imposible reactivarlo. Claro que, para que una novela logre abstraer al lector, le tiene que interesar sobremanera. Al que la escribe casi siempre le interesa lo que se trae entre manos. Si no es así, más vale que lo abandone.
La novela tiene lugar en 1997 y 1998, en un escenario marcado por la violencia terrorista de ETA y del IRA. Ese es el eje del que Nevinson cuelga su reflexión: ¿tenemos derecho a matar a quien tal vez matará después? Como suele suceder en tus novelas, el narrador construye el sentido de su relato acudiendo a otras historias. Una de ellas es la de Friedrich Reck-Malleczewen, que en 1936 recuerda su encuentro con un Hitler solitario en una taberna cualquiera. De haber tenido “el menor atisbo” de lo que haría Hitler, lo habría matado de un tiro allí mismo.
También está una escena de una vieja película de Fritz Lang, ficticia, claro. El caso de Reck-Malleczewen es llamativo, porque no era un izquierdista ni judío. Era conservador, prusiano, católico, y sin embargo escribió lo que citas. ¿Qué grado de desesperación y de odio lo llevó a esa clarividencia, la de que habría matado sin pestañear a Hitler (que aún no había hecho gran cosa) “de haber tenido un atisbo” de sus atrocidades mayores? Es una cuestión interesante. Casi todo el mundo gusta de pensar bien de sí mismo, y que sería incapaz de matar a sangre fría, bajo ninguna circunstancia. Pero mucha de esa gente no se inmuta cuando por ejemplo la policía mata a un terrorista que acaba de matar a transeúntes pacíficos o aún los está matando. Más bien siente alivio. Hay una gran hipocresía. No queremos ser asesinados, pero tampoco encargarnos personalmente de impedirlo. Tupra y Nevinson se dedican a lo que se dedican, y es normal que digan y piensen lo que —sólo sea por verosimilitud— les toca decir y pensar. Consideran que su tarea consiste en “evitar desgracias” y que son incomprendidos. Hablan de sí mismos como de los “ángeles desagradables” que velan el sueño de los demás, pero deben permanecer escondidos, y desde luego sin reconocimiento alguno. No es mi punto de vista (es muy complicado pronunciarse al respecto), pero sí es el suyo. Pertenecen a los Servicios Secretos, en los que es esencial el secreto, y también la traición y el engaño. Algo que, por lo demás, en grado muy menor practicamos casi todos.
Durante la lectura, mi memoria volvía con frecuencia a Tu rostro mañana. Como Jacobo Deza en aquella novela, Nevinson tiene un talento especial que lo vuelve interesante para los Servicios Secretos y acaba enfrentándolo a situaciones difíciles; como Tu rostro mañana, Tomás Nevinson habla de la violencia que ejercemos, de la justicia y la injusticia, del castigo y la venganza. ¿Forman parte las dos novelas de una misma exploración?
No sólo estas dos novelas. Creo que la mayoría, al menos desde la olvidadísima El siglo, de 1983. Pero tanto en Tomás Nevinson como en Berta Isla como en Tu rostro mañana está presente el personaje de Bertram Tupra (que nació en esta última), alguien que pone a los demás ante dilemas irresolubles, que los fuerza a ahondar en las cosas y en las personas y a tomar posturas y decisiones arriesgadas, relacionadas no sólo con los asuntos que mencionas, sino también con la vida y la muerte, con quién debe preservar la primera y quién merece la segunda. Es un hombre simpático y drástico y muy escéptico, como corresponde a su profesión, no sólo de espía, sino de reclutador de talentos. Pero, como dice en la nueva novela, “a nosotros el odio nos es desconocido”. Es decir, es alguien racional y que no se guía por las pasiones ni las emociones. Sólo por lo conveniente para su tarea, que en principio es justa, o así él la siente.
Permíteme que siga con este aire de familia. Como Tu rostro mañana, Tomás Nevinson acude al mundo de la literatura popular —la novela de espías, del sencillísimo Ian Fleming al más complejo John le Carré— y nos lo presenta con un grado muy alto de exigencia formal. ¿Qué hay en ese universo que despierta tu interés?
Creo que la vida se compone en gran medida, y aunque mucha gente no se percate, de lo que se nos oculta y ocultamos, que siempre es bastante, incluso en las almas sencillas, por utilizar la expresión de Flaubert. De la dificultad —si no imposibilidad— de descifrar a los otros, tanto a los políticos de los que dependemos en exceso como a las personas más próximas. Como se dice en la novela, “todos tenemos nuestras tristezas secretas”. No sólo secretos a secas, también tristezas, alegrías, arrepentimientos secretos, y hasta intenciones (la mayoría de las cuales no cumplimos). El mundo del espionaje cuenta todo eso con increíble nitidez. En cierto sentido es la máxima expresión de lo humano, o en él se manifiesta con menos claroscuros que en ningún otro. Hace muchísimos años escribí además un artículo en el que señalaba las semejanzas entre el espía y el novelista. Ya no sé lo que dije en él, pero creo que la similitud es innegable. Aunque sólo sea porque el novelista también averigua, desentraña la historia que escribe a medida que lo va haciendo. Así es al menos en mi caso, el único del que puedo hablar con conocimiento.
La novela se preocupa por nuestra incapacidad para “leer” a los demás. “Aquí estudiamos a las personas”, le dice Tupra al narrador, “las desciframos, las interpretamos”. Esa idea del ser humano como criatura misteriosa es importante para ti. Uno diría que la novela es el único lugar donde vemos a los demás con claridad.
Tampoco en las novelas los vemos con claridad. No al menos en las buenas, en las ambiguas, en las no edificantes ni moralistas ni aleccionadoras. Hoy estamos llenos de novelas de ese tipo, simplistas y por lo tanto malas. En las que al lector se le indica desde la primera hasta la última página a quién debe condenar, de quién debe apiadarse, a quién ha de censurar. Novelas de víctimas dudosas y de dudosos verdugos, con subrayados y exageraciones, con un manual de instrucciones incorporado para que el lector se indigne con unos y se compadezca de otros. Nada de esa abrumadora corriente pervivirá, en mi opinión. Porque la vida es compleja y ambigua, nos plantea dilemas morales constantemente, y la mayor parte dan mucho que pensar, como mínimo. Hoy demasiadas personas no piensan, no atienden, no perciben las contradicciones e inconsecuencias de sus posturas tomadas. De éstas no se apean nunca, por dificultoso y espinoso que sea el caso que se les presenta. Pero otros muchos están envueltos en sombras, con sus pros y contras. Son penumbra. Y eso es lo que muchos contemporáneos rechazan de plano. Detestan la duda, detestan las grietas en sus monolitos. Incluso en las novelas y en las películas, que cada vez se pretende más que lleven, como he dicho, su manual de instrucciones morales insertado en sus páginas e imágenes y, lo que es peor, en su prosa, en su planificación, en su estilo.
Aparte de algunas escenas en Madrid y una muy breve en Londres, la novela ocurre en el noroeste de España, en una ciudad ficticia que mezcla varias ciudades reales: Ruán. Ahora bien, en tus novelas suele haber escenas de mucha comicidad, pero aquí sucede algo más: los personajes tienen nombres exóticos o ridículos, los escenarios tienen algo de pastoral o de aguafuerte. Cuando leo tus novelas, pienso en Henry James; esta vez pensé en Dickens.
Esa ciudad, a la que Tomás Nevinson llama “Ruán” para evitar confesar en cuál ha actuado, es en parte imaginada y en parte, como dices, una combinación de varias: españolas, italianas, francesas y hasta inglesas. Dicho sea de paso, lo único que hay de Soria —con la que guardo vínculos antiguos— es un árbol y un parque. En mi cabeza es más una, real, que ninguna otra (no diré cuál), pero tampoco es ésa. Con apenas pinceladas, espero que el lector, sin embargo, se haga una idea de Ruán y de su atmósfera. Y de su carácter. Y sí. No todas, pero algunas figuras de ese lugar son dickensianas. Los asuntos de la novela son lo bastante serios, creo, como para necesitar algunos remansos de humor. Aunque tengo la idea de que hay humor en todas mis novelas, más en unas que en otras, pero en todas. ¿Qué mejor maestro que Dickens, que a su vez viene de Sterne, que a su vez viene de Cervantes? Es un humor español en origen, que fue abandonado por los hoscos españoles.
Decía Conrad que el novelista es el historiador de la experiencia humana. Tomás Nevinson mete las manos en el barro de una época dura para la sociedad española; utiliza incluso artículos periodísticos y una foto real llena de dolor, pero su obsesión es contar lo que no se ve en esa foto, lo que no cuentan esos artículos.
La foto es conocidísima y ha sido reproducida en prensa decenas de veces, pero es impresionante (sin ser muy truculenta). Puede que los más jóvenes, sin embargo, no la conozcan, y desde luego seguro que no los lectores extranjeros que sé que tengo. Como también ignoran lo que hizo y supuso ETA en España, y en Irlanda del Norte no sólo el IRA, también los paramilitares protestantes. Mi infancia y mi primera juventud estuvieron amargadas por el franquismo. Mi segunda juventud y mi madurez, por ETA, que no mató tantísimo como la dictadura, pero mucho y gratuitamente, heredera del franquismo en eso. En mi ciudad, Madrid, sólo en democracia, ETA asesinó a 101 personas, según creo. Los sobresaltos y el luto fueron continuos. Todo se difumina con el tiempo, cuando no se borra intencionadamente. No para Tupra y Nevinson. “Para nosotros”, dice uno de ellos, “el ayer y el anteayer son hoy y son mañana. Somos los que nunca olvidamos”. Recuerdan, pero con desapasionamiento, como parte de su trabajo. También se discute en la novela la prescripción de los crímenes, otro dilema, más allá de lo que establezcan las leyes. Tampoco es fácil resolver ese dilema. El único artículo periodístico que se incluye bastante, si no me equivoco, atañe a un asesinato no terrorista. La información sobre atentados es sabida y está en todas partes. Lo malo es que empieza a olvidarse, y a no enseñarse. Lo cual tendría sentido dentro de cien años. Pero es que ETA se disolvió hace pocos, y sus representantes políticos, blanqueados ahora por muchos, jamás han condenado con rotundidad sus actividades. En Irlanda del Norte, por su parte, el acuerdo que trajo la paz —o una tregua duradera— se firmó en 1998. Anteayer, como quien dice. En todo caso Conrad tenía razón. Al novelista le interesa eso, la experiencia y la indecisión humanas.
Hacia el final de la novela, María Viana, una de las mujeres que Nevinson conoce en Ruán, emprende una reflexión sobre la propensión humana a dejarnos engañar. Hablar de la facilidad con que creemos en las historias es hablar de ficción, pero también de nuestros tiempos en que las mentiras políticas más absurdas calan con facilidad en una ciudadanía desinformada o crédula.
María Viana reconoce que su defecto ha sido siempre la credulidad, y por ello se considera idiota. Ha tendido a creer lo que se le decía, con un argumento impecable en principio: “¿Por qué habrían de mentirme, de engañarme?”. Es alguien confiado por naturaleza, y eso creo que es digno de aplauso. Tampoco se puede ir por la vida desconfiando de todo el mundo. Ahora bien, ha sufrido muchos chascos y desengaños, como es de rigor. Lamentablemente, no se puede ir así por la existencia. Siempre hubo gente artera y falsa. Lo que es nuevo de nuestro tiempo es que haya tanta gente así, y que además dispongan de herramientas eficacísimas para propalar sus mentiras y engaños. También es nuevo que todos los políticos —con algunas pocas excepciones— estén dedicados a eso, por principio y permanentemente. Una cosa es la esperable falsedad ocasional, otra la falsedad continua. Una cosa es que algunos hicieran de ella su arma política, y otra que casi todos la hayan adoptado. La credulidad es hoy una verdadera plaga, y no sólo en política, sino en todos los asuntos, importantes (las vacunas) o nimios (cuáles son las obras maestras contemporáneas). No sé si llegará el día en que la humanidad saldrá del ensalmo. Hoy buena parte de ella cree a los cantamañanas, a los brutos, a los irracionales, a los malsanos y a los malvados, sin ni siquiera percatarse de que son estas cosas. La incapacidad para descifrar a los otros, para desarrollar un mínimo de agudeza, está en su apogeo, y demasiadas personas se arrojan, encantadas y ufanas, en brazos de malhechores y mentecatos dañinos. Pasará este tiempo tan entontecido, pero ignoro si lo veremos. Ojalá sí, tú al menos.
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