Nevenka Fernández y el precio de la verdad
Tenía 26 años cuando denunció al hombre que la acosaba sexualmente: su jefe. Ganó el juicio, pero lo pagó caro. 20 años después, un documental rinde tributo a su valentía
La realidad es el resultado de un consenso del que solo te puedes excluir a cambio de pagar el precio que corresponda y que, según la época o el asunto, puede ir desde la cárcel a la horca, pasando por la multa, el exilio, el aislamiento, el escarnio público o el desarraigo, etcétera. Galileo fue condenado a cadena perpetua por disentir del geocentrismo, que era la idea dominante de los años que le tocaron vivir. Es un ejemplo, pero la historia está salpicada de personas que, por inconsciencia o principios, se empeñaron en llevarle la contraria a la autoridad competente y sufrieron por ello.
Hace apenas 20 años, si eras cajera de Hipercor y el pan de tus hijos dependía de ello, te tenías que dejar tocar el culo por tus jefes. No lo digo yo, lo decía el fiscal jefe de León, es decir, un representante de la realidad consensuada del momento, uno de los miembros más respetados de nuestra comunidad, un señor con estudios, con poder, con corbata, con prosopopeya o empaque, con ética y autoridad: en resumen, con todo lo que hay que tener para soltar esa afirmación públicamente, en la mitad de un juicio con taquígrafos, con periodistas y con curiosos desocupados. Según este representante del ministerio público, era normal que los hombres con poder tocaran el culo a sus subordinadas. Formaba parte del contrato social. De ahí quizá que las mujeres prefirieran no ser cajeras de Hipercor ni cajeras en general.
En aquellos momentos, y gracias a los acuerdos históricos reinantes, el alcalde del PP de una ciudad como Ponferrada podía acosar sexual, sentimental y laboralmente a una de sus concejalas sin que la víctima pudiera defenderse a menos que estuviera dispuesta a romper el consenso acerca de lo que era y no era realidad y a pagar el precio que esa ruptura conllevaba. Tal fue el caso de Nevenka Fernández, responsable, a la sazón, de la Concejalía de Hacienda de la ciudad leonesa arriba mencionada. En 2001, tras una grave depresión por la que causó baja, Nevenka Fernández denunció a Ismael Álvarez, su acosador, primero en los juzgados y luego en una rueda de prensa que causó un estupor general porque rompía con las reglas del juego establecidas.
Aquella mujer se había atrevido a decir que la realidad no era como nos la contaban.
De ahí el título de mi libro sobre el caso, Hay algo que no es como me dicen, una frase que pronunció en uno de nuestros primeros encuentros:
—Yo notaba, desde pequeña, que había algo que no era como me decían.
—¿Por ejemplo? —preguntaba yo.
—En mi entorno siempre se había hablado de los homosexuales como del diablo. Pero cuando fui a estudiar a Madrid, uno de mis mejores amigos era homosexual y resultó que era muy buena persona.
El subtítulo del libro (El caso de Nevenka Fernández contra la realidad) viene dado también por esta circunstancia. Nevenka, al denunciar a Ismael Álvarez, estaba poniendo patas arriba toda la arquitectura del mundo al que había pertenecido y por el que sería inmediatamente repudiada debido a que el concepto de realidad dominante era el representado por Ismael Álvarez, todo un señor alcalde, y por García Ancos, todo un señor fiscal (el del culo de las cajeras de Hipercor). ¿Cómo se atrevía esa cría de 26 años a denunciar la doble moral de aquellos a quienes debía su trabajo, su sueldo, su estatus y casi, casi, pensarían ellos, su existencia?
Lo cierto es que se atrevió y que pagó por ello el alto precio de la disidencia. Si los suyos (la derecha política, por simplificar) la repudiaron, los ajenos (la izquierda, por continuar con la simplificación) trataron el asunto como un problema interno de un partido político conservador:
—Pero esa mujer ha sido víctima de un acoso brutal —intentabas explicarles.
—Pues que se joda, que no hubiera sido de derechas —venían a decirte.
¿Y el feminismo?
Tampoco hubo asociaciones feministas que se hicieran eco del caso, que le ofrecieran su ayuda. Nevenka, en fin, lo tenía todo en contra: era de derechas, era inteligente, era inmanejable, era guapa, había cursado con brillantez una carrera universitaria… Demasiadas cosas buenas para adoptarla como víctima. Ese papel, según las normas impuestas por la costumbre, estaba reservado para el acosador, pobre, al que aquella especie de femme fatale había destrozado la vida. Busquen en las hemerotecas las palabras de adhesión inquebrantable con las que lo apoyó Ana Botella, la esposa de José María Aznar, por citar solo una referencia moral de la derecha del momento.
Tras la rueda de prensa en la que, junto a su abogado, Adolfo Barreda, efectuó la denuncia pública, Nevenka desapareció literalmente del mapa. Tampoco eso jugaría a su favor. En teoría, debería haberse convertido en carne de programas de entretenimiento o de telerrealidad. Debería haber hecho caja con su sufrimiento, para lo que recibió ofertas muy, muy sustanciosas. Ello le habría costado algunas críticas, desde luego, aunque habría constituido a la vez una forma de sumisión por la que quizá habría sido perdonada.
Pero no: había roto amarras con la realidad y desde aquel instante hasta que comenzó el juicio, pero también a lo largo de él, atravesó unos meses infernales que se prolongarían incluso tras librar la batalla legal, que ganó a los puntos, aunque perdería por KO la social. Tenía un currículo brillante que en las empresas leían con admiración hasta que reconocían en aquella joven economista a la misma que se había atrevido a disentir de la verdad instituida. Pasado el tiempo, tras ser consciente de la repulsa general que provocaba, decidió hacer la maleta y marcharse de España.
Su acosador, entre tanto, se paseaba triunfalmente por Ponferrada, tomaba vinos aquí y allá, se le festejaban su hombría, su misoginia, su machismo, hasta el punto de que pocos años después, en 2011, volvió a presentarse a las municipales. Su partido, de nueva creación, obtuvo los votos suficientes como para convertirse en la tercera fuerza política. Faltaban aún seis o siete años para que el movimiento Me Too moviera un poco los cimientos del statu quo.
Yo empecé a escribir cuando me di cuenta de que había algo que no era como me decían. La escritura me servía para articular aquello que escuchaba con aquello que veían mis ojos, que tampoco solía coincidir. Sorteaba las contradicciones existentes entre la realidad hablada y la realidad perpetrada a base de sintaxis. De ahí mi identificación con la extrañeza en la que se sintió inmersa Nevenka, que, al ver cómo reaccionaban los suyos frente a la denuncia, parecía preguntarse: ¿cómo he podido ser una de ellos?
Hay algo que no es como me dicen nació, pues, del encuentro entre esas dos extrañezas, la suya y la mía. Pero había en la suya una rebeldía liberadora que yo había reprimido en la mía. De hecho, en muchas ocasiones, mientras tomaba nota de las peripecias que me contaba de su vida, y que afectaban para mal a personas de su propia familia, levantaba la cabeza del cuaderno y le decía:
—¿Estás segura de que me vas a permitir publicar esto?
—Tú ponlo, escríbelo —decía ella.
Y yo lo escribía temiendo que se volviera atrás cuando llegara el momento de la publicación del libro, temiendo que aquello jamás viera la luz, temiendo que todas aquellas horas y horas de trabajo se fueran por el desagüe de su vida y de la mía como el agua por el sumidero del lavabo.
Y mientras lo escribía no era raro que el asunto Nevenka saliera en la conversación de una cena de compañeros de trabajo, de amigos o simples conocidos. Entonces, al revelar yo que trabajaba en el caso, y del lado de la verdadera víctima, exclamaban:
—Pero esa chica…
—Pero esa chica, qué.
—Esa chica fue amante del alcalde.
—Y un día —respondía yo— decidió dejar de serlo, lo que al alcalde y a la sociedad ponferradina les resultó intolerable.
En ocasiones, la discusión se prolongaba con los argumentos reaccionarios de toda la vida, que no vale la pena enumerar. En ocasiones, la discusión se terminaba en ese punto y entonces me miraban con lástima como si también yo hubiera sido víctima de los enredos de aquella Mata Hari que medraba a costa de destruir a los idiotas.
El libro salió tal y como fue escrito. Era un libro a contracorriente, un libro desencajado respecto de su momento histórico, por lo que no fue ni bien ni mal ni todo lo contrario. Permaneció ahí, como un retal de insubordinación del que no recibí noticias demasiado buenas ni demasiado malas. “Finalmente”, decía el personaje de una novela en la que ahora no caigo, “todo conduce a un término medio en el que ni la felicidad resulta excesiva ni la desdicha insoportable”. Estos días, gracias a la miniserie de Netflix, he visto en las redes (entonces no existían) testimonios de personas que al parecer lo leyeron entonces con pasión (con la pasión, calculo, con la que se lee en la clandestinidad).
Nunca se sabe.
Jamás me arrepentí de haberlo escrito.
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