‘Stendhalazos’ veraniegos 4: el embrujo de la Alhambra de Granada
Las guías oficiales dicen que se necesitan tres horas para visitar la joya andaluza del reino nazarí, pero si se quiere disfrutar de verdad de todo el complejo es mejor dedicarle una jornada completa
A veces no hay que hacer grandes distancias para disfrutar de una de esas construcciones del hombre que te dejan embobado y con el síndrome Stendhal: “Emoción psicosomática que causa un elevado ritmo cardíaco, felicidad, palpitaciones, sentimientos incomparables y emoción”. Por fortuna, en España tenemos muchas. Y una de ellas es, además del palacio árabe mejor conservado de Europa, una ciudad palatina de origen medieval única en el mundo: la Alhambra.
La Alhambra es el Monumento Nacional más visitado de España —y eso que cuenta con un aforo máximo de 2.763.500 visitantes al año por razones de conservación—, emblema de Granada desde hace casi 800 años y patrimonio mundial de la Unesco desde 1984. Una visita que no deja impasible a nadie. Es un monumento complejo, fruto de casi ocho siglos de sucesivas ampliaciones y modificaciones, difícil de captar en su esencia por viajeros prisillas que quieran verlo todo a la carrera, sin meditar ante lo que observan, ni rascar en su historia, más allá de hacerse los selfis de rigor en los lugares previsibles. En su momento de mayor esplendor ―segunda mitad del siglo XIV― era una ciudad completa, con palacios reales, mezquitas, cuarteles, baños públicos y una medina en la que vivían artesanos, trabajadores y funcionarios de la corte.
Pese a los destrozos, los robos y la desidia a la que estuvo sometida durante siglos, lo que de ella ha llegado a nuestros días es suficiente para darnos una idea de su magnificencia y tamaño. Las guías oficiales dicen que se necesitan tres horas para su visita, pero si se quiere disfrutar de verdad de todo su contenido es mejor dedicarle una jornada completa.
Lo habitual para acceder a la Alhambra es subir en coche o transporte privado hasta el gran aparcamiento junto al Pabellón de Acceso, donde están las taquillas. Y desde allí, por cercanía, empezar el recorrido por el Generalife, una especie de palacete rural con jardines y huertas que los sultanes de la Alhambra utilizaban como descanso y retiro del bullicio de los palacios reales y también como explotación de productos hortofrutícolas para la corte. Pero a mí siempre me ha parecido más poético llegar a pie desde el centro de la ciudad, desde la plaza Nueva, como se hacía antaño. Desde allí, la cuesta de Gomérez te lleva a atravesar un bosque en el que hoy crecen avellanos, plátanos, almeces, castaños de indias, olmos o sabucos, un verdadero remanso de paz y silencio en medio de la ciudad andaluza, hasta la grandiosa Puerta de la Justicia, la más monumental de las cuatro que quedan, mandada levantar por Yusuf I en 1348. Su gran arco de herradura está coronado por una mano labrada en piedra donde se ha querido ver la simbología de los cinco preceptos del Corán: un solo Dios, oración, ayuno, limosna al pobre y peregrinación a la Meca.
Una vez dentro, la mirada se pierde entre tantos rincones memorables y la imaginación vuela a tiempos donde los sultanes vivían entre lujos desmedidos; los artesanos tallaban finas yeserías en unos palacios siempre por concluir; los siervos preparaban las termas en los baños reales; los visires, embajadores y delegaciones extranjeras esperaban audiencia en la sala de los Embajadores de la torre de Comares; o el mismísimo Carlos V y su joven esposa, Isabel de Portugal, soñaban en sus aposentos de los palacios nazaríes cómo sería el futuro palacio que se iban a construir allí dentro. Podría parecer que la construcción de ese edificio renacentista de Carlos V ―una de las visitas imprescindibles en la Alhambra― fue un atentado contra el propio edifico, ya que hubo que derribar otras edificaciones para hacerlo, pero en realidad si hoy podemos disfrutar de esta ciudad única en el mundo fue por el amor que el emperador de los Austrias, y sus abuelos, los Reyes Católicos, profesaban por este monumento. Tanto que, en vez de ordenar derribarlo y usar sus piedras para nuevas construcciones, como se hizo siempre con los emblemas de las culturas vencidas, decidieron usarlo y conservarlo para sí mismos dada su belleza.
En realidad, la decadencia de la Alhambra empezó en tiempos de Felipe V, el primer Borbón en el trono español, que desposeyó de la alcaldía de la Alhambra al marqués de Mondéjar y retiró los fondos para mantener el conjunto. Las tropas napoleónicas la usaron como establos, cuarteles y dependencias militares entre 1810 y 1812. Y casi acaban con ella: robaron y expoliaron todo lo que encontraron y dinamitaron las torres de los Siete Suelos y del Agua.
Durante casi todo el siglo XIX, la Alhambra permaneció abandonada; era refugio de gente pobre, maleantes y tabernas de mala reputación. Los grabados y crónicas de los viajeros románticos de entonces recogen aquel alto grado de degradación del monumento. En 1868 la Alhambra dejaría, por fin, de ser una propiedad de la Corona y pasa a manos del Estado. En 1870 es declarada Monumento Nacional y empieza una lenta y costosa rehabilitación. Hasta nuestros días. Cuando casi tres millones de personas (hasta cuatro millones, si se tienen en cuenta las que acceden a las partes públicas donde no es necesario adquirir entrada) se maravillan cada año recorriendo las estancias de este lugar único e irrepetible, desde el que la dinastía nazarí rigió los destinos de un reino en decadencia que tenía la fecha de caducidad escrita: 2 de enero de 1492.
Cuarta y última entrega de esta serie de verano en la que recuerdo lugares cuya belleza me produjo el síndrome de Stendhal, una enfermedad del Romanticismo muy diagnosticada también en turistas modernos.
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