‘Stendhalazos’ veraniegos 3: el Nido del Tigre, en el escenario más grandioso del Himalaya
Los orígenes de este templo de Bután datan del siglo IX, cuando el gurú Padmasambhava llegó al lugar, a más de 3.000 metros de altura, a lomos de una tigresa para expandir el budismo. Ahora, Taktshang se ha convertido en un destino fetiche para cualquier viajero
Existe un momento en todo viaje a Bután que queda grabado para siempre en la retina. Ocurre cuando, después de más de dos horas de ascenso a pie, primero por una pista de tierra entre bosques de coníferas y, más tarde, por una senda entre acantilados, se llega a un pequeño mirador envuelto en banderas de oración y ves por primera vez, allá enfrente, colgado del abismo, el Taktshang, el Nido del Tigre, uno de los monasterios más escenográficos del Himalaya.
Por más fotos que hagas (y todos hacemos muchas) es imposible captar en unos millones de píxeles la grandiosidad de la escena. Los edificios de mampostería pintados de blanco, con la tradicional franja roja a lo largo de las paredes superiores, típicos de la arquitectura religiosa butanesa, con sus techos de filigranas y colores dorados, se agarran como lapas a la exigua repisa de un acantilado que cae en vertical unos 700 metros, cortados a pico. Como un trapecista sin vértigo que se burlara del abismo. La densa vegetación, la niebla que envuelve la escena a primera hora la montaña, la cascada de agua que se precipita por la pared, el sonido de las ruedas de oración…. todo parece colocado a propósito para dejarte sin aliento y comprender que acabas de llegar a uno de esos sitios capaces de provocarte un síncope de tanta belleza.
El santuario actual data del siglo XVII, pero el culto en la zona empezó, al menos, en el siglo IX, cuando el gran gurú budista Padmasambhava, introductor del budismo Vajrayana en el Tíbet, y, por tanto, en Bután, llegó a este conjunto de grutas montado en una tigresa (de ahí el nombre) para meditar e instruir a sus seguidores. El predicador, que en el país es conocido como gurú Rinpoche y se le venera como un segundo Buda, emergió de este lugar en ocho encarnaciones. En 1692 se amplió el monasterio, que ya era uno de los grandes centros de peregrinación de esta zona del Himalaya, y se construyeron los cuatro templos que ahora se ven, unidos por escalinatas. Siempre han estado habitados y cuidados por monjes budistas.
El Nido del Tigre está a unos 10 kilómetros al norte de la ciudad de Paro, a más de 3.100 metros de altitud (no hay que extrañarse, por tanto, si se jadea o uno cree que le falta aire en la subida; es por la altitud). Se accede en coche hasta la base de la pared y, desde allí, hay que proseguir andando (también se puede alquilar un caballo para la primera mitad del recorrido). Una vez en la cafetería-restaurante que aparece a mitad de camino, ya solo se puede proseguir a pie. Pese a lo escarpado del lugar ―desde abajo uno llega a pensar que es imposible subir por allí a no ser que seas un avezado alpinista―, el ascenso es muy cómodo y no produce vértigo en ninguna ocasión: la senda está perfectamente equipada con escalones y pasamanos quitamiedos.
La recompensa justifica el esfuerzo: el Nido del Tigre es uno de esos destinos fetiche para cualquier viajero. Un lugar a la altura de Machu Picchu o Angkor, donde se siente la fuerza telúrica que emana de la creación conjunta del hombre y de la naturaleza. Uno de los lugares sagrados que hay que visitar al menos una vez en la vida.
Tercera entrega de esta serie de verano en la que recuerdo lugares cuya belleza me produjo el síndrome de Stendhal, una enfermedad del Romanticismo muy diagnosticada también en turistas modernos.
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