‘Stendhalazos’ veraniegos 1: Wadi Rum, un desierto de montañas mágicas
Dos consejos para quienes quieran visitar esta maravilla natural de Jordania: hay que recorrerlo al amanecer o al atardecer, cuando el sol resucita sus colores, y pasar en él al menos una noche
Retomo por segundo año una serie veraniega sobre stendhalazos, lugares mágicos cuya belleza me impactó de tal manera la primera vez que los vi que empecé a sufrir el síndrome de Stendhal: la “emoción psicosomática que causa un elevado ritmo cardíaco, felicidad, palpitaciones, sentimientos incomparables y emoción cuando el individuo es expuesto a obras de arte consideradas extremadamente bellas”. Una enfermedad del Romanticismo muy diagnosticada también en turistas modernos.
Así me sentí yo cuando dormí bajo un cielo negro y estrellado en una de esas obras de arte hechas por la naturaleza: el desierto de Wadi Rum. Desde pequeño sentí una atracción magnética por las manchas blancas que aparecían en los viejos mapas cartográficos. Algo muy profundo me impelía a tocar ese vacío. Y ahora que vivo viajando y escribiendo los desiertos, su minimalismo y la limpieza de espíritu que provocan, me siguen produciendo más excitación aún.
Uno al que le tengo especial cariño es el Wadi Rum, el desierto de piedra más bello que he visto en mi vida. Ocupa el extremo sureste de Jordania, una zona fronteriza ya con Arabia Saudí. Es un desierto de montañas mágicas, islas de arena fosilizada que emergen de la llanura sedienta como gigantes silenciosos. Confieso que estoy enamorado de estos parajes únicos, irrepetibles, casi marcianos (de hecho, la película The Martian se rodó aquí), por eso lo recomiendo siempre que puedo. En Wadi Rum los gigantescos afloramientos de roca emergen de la llanura como ciudades misteriosas de un planeta que encajaría también a la perfección como set de rodaje de la saga Dune. Grandes columnas de arena fosilizada quedaron rematadas por cúpulas de aires bizantinos en las que los colores de la roca y la arena, que van del rojo intenso al nácar acaramelado, parecen incendiarse cada tarde con las tonalidades del ocaso. Wadi Rum es también el desierto de Lawrence de Arabia, que recorrió estos parajes muchas veces durante sus aventuras con la Revolución Árabe de 1916 a 1918.
Wadi Rum, como cualquier desierto, tiene sus horas. Y el mejor consejo que puedo dar a quien quiera venir es que lo haga al amanecer o al atardecer. Es entonces cuando el sol resucita los colores almagres, ocres y bermellones que viven en la piedra arenisca y el escenario se vuelve mágico. Si vais a mediodía este parece otro desierto: plano, aburrido, cegador y carente de atractivos.
Lo normal entre los turistas que visitan Jordania es que les lleven a dar un paseo de un par de horas en todoterreno por una esquina del desierto, les paren para hacerse unas fotos en un par de dunas y en otros tantos miradores, les propongan comprar algunas baratijas en una tienda de beduinos y, tras ver atardecer, los saquen de allí camino de sus hoteles. Craso error. Para descubrir la esencia de Wadi Rum hay que viajar de forma más pausada, internarse entre esas altas torres de arenisca, escuchar el silencio, oler el viento, palpar sus arenas rojas, sentir en la piel la soledad de unos escenarios calcinados durante millones de años. Por eso, lo más recomendable es organizar el viaje para pasar al menos una noche en alguno de los muchos campamentos turísticos repartidos por su interior. Los hay de todo tipo, desde lujo con haimas privadas con cuarto de baño hasta otros más sencillos, por no decir más cutres.
Sea cual sea el que elijas, merecerá la pena la experiencia de sentirse Lawrence de Arabia por una noche bajo los infinitos diamantes que tintinean en el cielo de Wadi Rum.
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