‘Stendhalazos’ veraniegos 4: el impacto de ver la fachada del Tesoro de Petra
Este es el lugar que por sí solo justifica un viaje a Jordania. Una puesta en escena que, casual o buscada, desmonta la coraza emocional de cualquier turista
Lo más fascinante de las ruinas arqueológicas es que, por mucho que los expertos las estudien, siempre guardarán misterios imposibles de descifrar. Por ejemplo, nunca sabremos si los canteros de influencias helenísticas que tallaron la fachada del Tesoro de Petra, una de las más bellas (pero ni la única ni la más grande) de la ciudad nabatea, la esculpieron en ese lugar porque era el único espacio que quedaba libre en ese momento. O si la pusieron allí intencionadamente, justo a la salida del desfiladero del Siq, para que todas las generaciones venideras de turistas —esos viajeros del futuro que iban a valorar tanto los golpes de efecto visuales— sufrieran el síndrome de Stendhal tras recorrer los 1,5 kilómetros de ese estrecho desfiladero y se toparan allí, de repente, con la magnificencia de esta fachada de 40 metros de altura llena de columnas, frontones y falsas glorietas, tan del gusto clásico.
Petra es uno de esos sitios que, por muchas cosas que te hayan contado, nunca te decepciona. Una meca viajera. El lugar que por sí solo justifica un viaje a Jordania. Con la suerte añadida de contar con ese acceso tan cinematográfico. Una puesta en escena que, casual o buscada, desmonta la coraza emocional del más zoquete de los turistas.
Los nabateos construyeron su capital en un estrecho valle entre el mar Muerto y el golfo de Aqaba, un lugar estratégico en todas las rutas comerciales entre Egipto, Siria, Arabia y los puertos del Mediterráneo. El valle solo tenía dos accesos: un sendero muy abrupto entre montañas resecas al noroeste y un estrechísimo y profundo cañón al este, el Siq, muy fácil de defender y por el que entraban las caravanas cargadas de incienso y otros productos valiosos que hicieron rica a la ciudad. Esa es la misma famosa garganta de piedra que hoy utilizamos los visitantes para acceder a la ciudad de piedra, mientras vamos rumiando todas las maravillas leídas con anterioridad sobre Petra. Cuando de repente el desfiladero se abre y te encuentras cara a cara con ese templo, aceptas, entre lágrimas, que todo lo que te habían contado de ese momento mágico se quedaba corto.
En realidad, la fachada del Tesoro no es ni un templo ni un palacio. Es un hemispeos, una tumba con una fachada finamente tallada en la roca que por dentro no continúa más allá de las salas funerarias. Pudo ser el mausoleo del rey nabateo Aretas III (85 a.C. – 62 a.C.). Y se le llama del tesoro porque los beduinos creían que los nabateos habían escondido uno en el tholos, la pieza en forma de urna gigante que corona la glorieta central del segundo nivel. Por eso le disparaban, cual piñata, para ver si caían las joyas y las monedas que suponían en su interior (los impactos son aún visibles en la piedra).
Imagino la impresión que le tuvo que causar a Johann Ludwig Burckhardt, el arqueólogo suizo que, disfrazado de árabe y aprovechando sus conocimientos de esa lengua y cultura, se hizo pasar por un comerciante más y se convirtió en 1812 en el primer occidental en visitar la antigua guarida de los nabateos. Burckhardt fue un explorador atípico y riguroso. Muy lejos de aquellos aventureros, militares o exmilitares en su mayoría, que pocas décadas después irrumpirían en el corazón de África en busca de las fuentes del Nilo con más anhelo de gloria personal que de contribución a la ciencia. Él pasó años preparándose para viajar por Oriente Medio. Aprendió árabe (entre otros idiomas), estudió sus leyes y su cultura, se sabía el Corán de corrido, se flageló pasando hambre y sed por zonas áridas para aprender a moverse por el desierto y se mimetizó en esa región del mundo como uno más. Incluso al final de su vida se convirtió al islam. Y no desveló en vida la ubicación de su descubrimiento. Se limitó a mandar periódicamente a la Universidad de Cambridge sus notas y diarios, donde quedaron custodiados. Fue cinco años después de su muerte, acaecida en octubre de 1817, cuando se publicaron sus escritos sobre aquel periplo, Viajes en Siria y Tierra Santa. El libro dio a conocer al mundo la localización exacta de Petra y sus tesoros y abrió las puertas a un frenesí por conocerlas entre los viajeros occidentales que dura hasta hoy.
Un consejo final: si va a Petra no se deje a atrapar por la oferta típica del paquete organizado, que consiste en una visita rápida de mañana por el valle principal, comida en el bufé que hay al final del recorrido… y a otra cosa, mariposa. Petra requiere de al menos dos días: uno para el Siq, el Tesoro, las tumbas Reales, el teatro griego y final en la fachada del monasterio; y otro para subir hasta el Altar de los Sacrificios y bajar luego por el valle lateral, el Wadi Farasa (el valle de las mariposas), para admirar otro buen montón de tumbas y construcciones que el turista prisillas nunca verá.
Cuarta entrega de esta serie de verano en la que recuerdo lugares cuya belleza me produjo el síndrome de Stendhal, una enfermedad del Romanticismo muy diagnosticada también en turistas modernos. Hoy nos vamos a Jordania.
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