‘Stendhalazos’ veraniegos 1: la plaza del Obradoiro
El síndrome de Stendhal es la condición psicosomática que causa elevados ritmos cardíacos y ocurre cuando un individuo ve obras de arte extremadamente bellas. Uno de los lugares capaz de provocarlo es esta joya en el corazón de Santiago de Compostela
Empiezo hoy una serie sobre lugares cuya belleza me produjo tal impacto la primera vez que los vi, que no pude por menos que acordarme de Stendhal. Y es que este síndrome que lleva su nombre no te afecta solo en Florencia (Italia); es una enfermedad del Romanticismo que puedes pillar en otros muchos lugares del mundo. Por ejemplo, en Galicia.
“Compostela se hace en torno a la campana”, dejó escrito Gonzalo Torrente Ballester, profesor y literato español. Los sonidos de las campanas inundan la capital gallega de tonos de bronce. Y las piedras de las iglesias, los conventos y los palacios, animadas por ese tañir interminable, destilan la humedad y la nostalgia de una ciudad sumida en la niebla cuya planimetría urbana no ha cambiado en los últimos dos siglos.
No hay mejor sitio en Santiago para escuchar ese concierto de solemnes y vetustos badajos que la Plaza del Obradorio, el corazón de Compostela, una de las más famosas y monumentales de la cristiandad, epílogo de todas las rutas jacobeas. El Obradorio fue hecho para epatar, para impresionar al mundo. No es una plaza más. Es una gran operación de marketing medieval para mostrar al peregrino que llegaba a este confín occidental de Europa el poder terrenal que siempre tuvo del arzobispado compostelano. Y no hay viajero que llegue a ella tras el esfuerzo de completar a pie o en bici el Camino de Santiago y no se emocione al entrar (servidor, por ejemplo: se me suele ir la lágrima cuando me enfrento a la belleza extrema).
Los compostelanos la cruzan a la carrera, ante la ausencia de sombra o de protección para la lluvia. Los peregrinos, exultantes al saber que mañana ya no tendrán que caminar más, descansan, juegan o rezan en ella sin importarles los rigores climáticos. Los tunos montan cada noche en los soportales del palacio Raxoi un pseudoespectáculo para turistas ingenuos, los mismos que por la mañana forzaban el cuello, asombrados ante el tamaño de la fachada de la catedral, y se fotografiaban ante ella sin ser conscientes de que es imposible meter en una sola imagen semejante exceso barroco.
El nombre se debe a que durante siglos la plaza fue un gran obrador (taller, en gallego) de artesanos que trabajaban en la construcción de la catedral y los edificios que la acompañan. Porque para que quede claro su función de centro espiritual del universo cristiano —aunque geográficamente esté en sus límites—, cada uno de sus cuatro costados representa a otros tantos poderes civiles o religiosos. Al oeste, frente a la fachada de la catedral, el palacio Raxoi, que alberga el poder político: la alcaldía de la ciudad y la presidencia de la Xunta de Galicia. Al sur, el pazo de San Xerome, del siglo XV y al que se le adosó más tarde la magnífica portada románica de un viejo hospital, acoge ahora el poder académico: el rectorado de la Universidad de Compostela. En el frente opuesto, el poder real: el Hospital Real, hoy parador de los Reyes Católicos, una concesión de estos a Compostela tras su peregrinación de 1488.
Y cerrando todo este conjunto por el este, la catedral de Compostela. La catedral con mayúsculas. El símbolo del poder eclesiástico. No solo por su tamaño y monumental fachada, hito del barroco gallego, sino porque impresiona la observes por la fachada que la observes. Sorprende también su verticalidad, aumentada por el desnivel sobre el que se asienta la iglesia. Tras 11 años repleta de andamios por obras, la catedral compostelana volvió a lucir su magnificencia de antaño para el Xacobeo 2021. Por desgracia para el visitante (aunque para bien de su conservación), los peregrinos ya no pueden acceder a ella por el Pórtico de la Gloria, la magistral obra de un cantero llamado Mateo que labró en piedra la más lírica historia final para los Caminos de Santiago.
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