Jordania: rocas, desierto y mar en un viaje de norte a sur
Los cromáticos atardeceres de la ciudad de Amán son el preludio de que espera una travesía mágica. La Ruta Jordana, que cruza el país, descubre la historia de Egeria, la autenticidad de la ciudad de Salt, la icónica Petra y sorpresas marinas (no solo las del mar Muerto)
En Jordania se pueden seguir los pasos de Egeria, la primera escritora hispana de la historia, por los santos lugares; perderse en la evocativa Salt, ciudad patrimonio mundial de la Unesco; y caminar por el Petra Back Trail para disfrutar del famoso yacimiento con nuevos ojos. Los vuelos directos, y baratos, de Ryanair entre Madrid y Amán y la nueva ruta de Vueling desde Barcelona, abierta el pasado diciembre, hacen que viajar al país sea más fácil que nunca. Motivos para ir hay de sobra.
La primera y obvia parada de cualquier viaje es la capital. Son las 17.30 en Amán, el instante preciso en que todo encaja. El sol comienza su descenso y sus rayos, cada vez más oblicuos, lo tiñen todo de un tono rosáceo. Desde lo alto de la ciudadela se observa la ciudad a sus pies y, a esa hora exacta y con esa luz, el modesto cemento de los miles de casas levantadas en las colinas se mimetiza con las piedras nobles de esta zona histórica, en una armonía cromática separada por siglos. Como en una coreografía perfectamente ensayada, bandadas de palomas danzan en el cielo al tiempo que reverbera la llamada a la oración de cientos de mezquitas. Las columnas del templo romano de Hércules dibujan una silueta perfecta y, junto a ellas, sombras humanas con el brazo levantado, semejantes a las estatuas de los emperadores, salvo por el móvil en modo selfi en la mano. Toda la magia de Amán se puede absorber desde aquí.
La vista se va hacia su espectacular teatro romano con capacidad para 6.000 almas, con la plaza Hachemita a sus pies. Otro punto de fuga para la mirada es el moderno mural de 30 metros de altura de un hombre acarreando un capitel en la cabeza, obra de los artistas Jofre Oliveras y Dalal Mitwally. Arte urbano que rompe la monotonía cromática, colonizando espacios en fachadas y muros. Alaeddin Rahmeh, miembro de la comunidad local de hip hop y fundador del Underground Amman Tour, es uno de esos jóvenes dispuestos a abrirle los ojos al viajero a ese otro Amán.
En el Amán del siglo XXI una noche que empieza deambulando por mercados como Al Balad, entre montañas de frutos secos y tiendas de especias en el corazón antiguo de la ciudad, puede terminar en el barrio de Al Weibdeh saboreando una pinta de cerveza artesana Carakale en lugares minimalistas como Dali, al ritmo de DJ locales, junto con lo más cool y arty de la escena de la ciudad.
En la impresionante Umm Qais
Un viaje en coche de dos horas desde Amán hasta Umm Qais lleva hasta el principio de la Ruta Jordana (Jordan Trail). Aquí comienza un impresionante recorrido a pie de 650 kilómetros —también se puede aligerar realizando tramos en coche— que cruza el país de norte a sur atravesando aldeas y asomándose a los acantilados en el valle del Rift, las ruinas de Petra y el desierto rojo de Wadi Rum, hasta llegar a las aguas turquesa del mar Rojo. En Umm Qais se inicia una aventura que tiene hasta su propio pasaporte, en el que poner un sello por etapa completada. Antes de hincarle el diente a algunos tramos de este recorrido, la atención se detiene en las ruinas de Umm Qais y la antigua ciudad de Gadara, enclave fundamental en las rutas comerciales en el siglo II.
La impresionante avenida principal cubierta con losas de basalto y flanqueada por columnas es testimonio de la opulencia de una ciudad creada para impresionar. Bajo tierra, un acueducto subterráneo de 170 kilómetros de longitud, considerado el mayor logro de ingeniería hidráulica de la Antigüedad. El encanto de este sitio no solo está en su pasado. Situado en un promontorio privilegiado, la vista se extiende incluso más allá de las fronteras de la propia Jordania, alcanzando los Altos del Golán y el mar de Galilea en Israel. Un paisaje imponente y bíblico, escenario de aquel milagroso paseo de Jesús sobre las aguas. Bíblicas también, pero más de carne y hueso, fueron las andaduras de Egeria, una de las mujeres españolas más fascinantes y más olvidadas de la Antigüedad. Egeria recorrió los lugares santos en el siglo IV, convirtiéndose a través de sus cartas en la primera escritora hispana conocida. Sus crónicas Itinerarium ad Loca Sancta son un conjunto de cartas y notas que enviaba a sus amigas narrando sus viajes y describiendo las liturgias en los lugares santos durante el ocaso del imperio romano. Su manuscrito, salvado de arder en un bombardeo en la II Guerra Mundial de la abadía italiana de Montecasino gracias a que años antes el mismísimo Napoleón se lo había llevado, cuenta la fascinante historia de esta pionera reivindicada con la inauguración en diciembre de 2022 del Camino de Egeria, apoyado por la Embajada española, el Instituto Cervantes y Visit Jordan, y desarrollado en el terreno por Óscar Kosebye, un guía local de turismo de aventura que dedicó los últimos años con su equipo a recorrer y mapear la ruta de Egeria en el lado jordano, desde el monte Nebo hasta Betania (el Camino de Egeria se extiende al oeste del río Jordán hasta Jerusalén).
Fuera de la ruta de lugares santos de Egeria, pero en el pódium de los históricos de Jordania, está Jerash, la capital imperial de la Jordania romana, situada solo a 50 kilómetros de Amán. Son las ocho de la mañana y al puñado de personas que aguardamos a que abran las puertas nos espera una recompensa en forma de luz mágica y silencio, atravesando solos el arco de Adriano, imaginando las carreras de cuadrigas en el hipódromo y caminando por el Cardo Maximus, la imponente avenida principal flanqueada de columnas que conectaba las puertas norte y sur de la ciudad. En los enormes adoquines de piedra aún son visibles las huellas de los carros que transitaron este mismo camino hace más de dos milenios. Catedrales, fuentes monumentales, templos, plazas y dos impresionantes teatros hacen de Jerash la ciudad romana en mejor estado de conservación del mundo fuera de Italia.
Continuamos rumbo al sur hasta la ciudad de Salt, declarada patrimonio mundial por la Unesco en julio de 2021. Antes de perderme por sus laberínticas calles con sabor antiguo, una parada en el restaurante Al Gherbal para probar el plato nacional, el mansaf: un delicioso guiso de cordero cocido a fuego lento en yogur líquido y servido con arroz y piñones. Como ya va siendo habitual, las comidas en Jordania se convierten en auténticos festines precedidos por platillos de baba ganoush, humus, tabulé y encurtidos. Con el estómago lleno, me aventuro en una ciudad que parece totalmente ajena a su flamante condición recién adquirida. Salt se mueve a su ritmo, sin demasiadas concesiones al turismo. En las callejuelas del antiguo zoco, pequeñas tiendas de puerta de madera flanquean la calle protegida del sol con lonetas. En una de esas tiendas, las hebras de tabaco traídas de distintas partes del país se venden al peso usando una balanza de otra época. En otro puesto, un anciano prácticamente oculto tras una montaña de narguiles polvorientos se dedica a cambiar las boquillas extenuadas tras miles de bocanadas. Comercios donde los souvenirs brillan por su ausencia. Calle arriba, las construcciones se enciman unas sobre otras y en algunas de ellas restauradas abren hoy coquetos cafés y tiendas de artesanía. En cada esquina surgen las casas de piedra amarilla con ventanales con arcos, que reflejan la prosperidad de un emplazamiento de comerciantes durante el imperio otomano. Mezquitas, iglesias ortodoxas y católicas conviven en esta ciudad entregada a la tolerancia religiosa.
Dos mosaicos
Con la religión como brújula, continuamos hasta uno de los sitios santos descritos por Egeria: el monte Nebo, que desde sus 700 metros de elevación sobre el río Jordán es el mirador donde Moisés vio la tierra prometida antes de morir. El día claro permite observar las formas de las montañas de Judea y Samaria, el monte de los Olivos, el mar Muerto, Belén y el valle de Jericó. Apenas hay gente, pero el tamaño del aparcamiento de autobuses indica claramente que este sigue siendo lugar de peregrinación. El valor de este punto se mide también en sus restos arqueológicos, entre los que destaca el mosaico del Diaconicón-Baptisterio, con sus escenas de caza y pastoreo.
Cerca de aquí, en Madaba, es otro mosaico el que también se lleva todos los focos. Parcialmente conservado sobre el suelo de la iglesia ortodoxa de San Jorge está el mapa de las cruzadas del siglo VI, que constituye la representación cartográfica de Tierra Santa más antigua de la historia. Otro punto de la ciudad mucho más moderno, pero también digno de peregrinaje, es la librería-café Kawon. Libros en 20 idiomas, vinilos antiguos, desayunos saludables y los mejores cafés del país nos cuentan solo una parte de la historia. Su dueño, Ghaith Bahdousheh, es una de esas personas que hacen mejor el mundo. Con su proyecto Books on the Road pasó varios años usando el capó de su Mercedes antiguo como librería ambulante hasta que consiguió abrir la primera tienda en Madaba. Kawon, evolución de aquel proyecto inicial, es hoy un centro cultural, artístico y social donde se recita poesía, suena música en directo y se disfruta de conversación entre amigos en su maravilloso jardín interior.
El recorrido hacia el sur tiene aroma a salitre. La calima difumina la línea del horizonte diluyéndola con la superficie inerte del mar Muerto. Este mar que no es mar, sino un enorme lago salado cuya única fuente de agua es el río Jordán, es el punto más bajo de la Tierra, a 420 metros bajo el nivel del mar y contando, porque cada año desciende alrededor de un metro. En sus cuencas de evaporación se crean lenguas de sal y formaciones de cristales conocidas como perlas. Hay hoteles y spas que una vez estuvieron en la costa que hoy se encuentra a cientos de metros de ellas. Quizás por eso el alojamiento Kempinski Ishtar Dead Sea se descuelga buscando el borde del mar en jardines, escalinatas y bosques de palmeras para asomarse al horizonte desde una piscina infinita. A través de su playa privada se accede al agua muerta que, paradójicamente, es vida para la piel. Cabeza atrás y brazos extendidos flotando en un agua de tacto aceitoso y sabor metálico. A la salida del agua, un tratamiento corporal de barro negro y luego otro de sal marina para desprenderse de las células muertas que, apropiadamente, se unen al funeral en el mar más marchito de la Tierra.
Petra como nunca antes
Hay pocas cosas más reconfortantes que ver lo que todo el mundo ha visto con ojos diferentes. Todos podemos dibujar mentalmente los contornos del famoso conjunto arqueológico de Petra, y, sin embargo, aún es posible experimentarla desde un espacio distinto. Son las seis de la mañana y el sol del amanecer resalta el color anaranjado de las fachadas excavadas en la roca arenisca en los cañones de Little Petra. En este misterioso lugar que, como su nombre indica, es la versión en pequeño de su hermana mayor, comenzamos el Petra Back Trail, un trekking de 12,6 kilómetros que a lo largo de unas cuatro horas cruza un poblado neolítico, asciende sobre dunas, cruza estrechos senderos entre cañones y atraviesa el desierto hasta llegar a Petra.
La grandeza del paisaje, con gigantescas formaciones rocosas esculpidas por el viento, es sobrecogedora. Un par de tiendas beduinas con corrales de cabras y una misteriosa y destartalada furgoneta varada en medio de la nada son los únicos indicios de otros seres humanos que encontramos en el camino. La ruta aumenta la pendiente hasta llegar al punto más alto en la cumbre de Umm Saisaban, a 1.100 metros. Desde aquí se inicia una bajada entre riscos y tramos de escaleras esculpidas en la roca en la que nos cruzamos con un pastor guiando sus cabras a lomos de una mula sorteando desniveles casi imposibles para un equino. Al fondo, despuntando entre las rocas, aparecen unas estructuras demasiado perfectas para haber sido moldeadas por el viento. Bordeamos la montaña y aparece la majestuosa fachada del monasterio, misteriosa y solitaria, en una visión que unida al cansancio de la travesía adquiere una dimensión casi mágica. Desde aquí, cinco kilómetros más de escarpado camino donde irán surgiendo el resto de los otros grandes monumentos nabateos que componen el vasto conjunto arqueológico de Petra. Al final, entre una maraña de turistas a lomos de camellos y mulas y puestos de souvenirs, la famosa fachada del Tesoro de Petra, imponente y espectacular, es el premio tras una caminata que te deja la agradable sensación de habértelo ganado.
A unos 113 kilómetros rumbo al sur espera Wadi Rum, el más cinematográfico de los desiertos. Sus espectaculares formaciones rocosas y sus inusuales arenas rojas iluminaron a directores como Ridley Scott, que encontró aquí el escenario perfecto para la película Marte. Filmes recientes como Dune o clásicos como Lawrence de Arabia se han rendido a un paisaje épico. Los tres policías turísticos que galopan a lomos de camellos a la par de nuestro todoterreno podrían perfectamente haber escoltado a Peter O’Toole en su heroica campaña. Tras la carrera, detienen sus cabalgaduras frente a la estrecha garganta que se abre en el pico Jebel Khazali. A ambos lados de la garganta, sus paredes están cubiertas con inscripciones talmúdicas, nabateas e islámicas y representaciones de seres humanos y animales. No lejos de allí, una espectacular duna roja de más de 100 metros de altura dibuja una silueta perfecta de triángulo escaleno. Es la hora del atardecer y, subidos al macizo de arenisca y granito, empezamos a acomodarnos para ver el espectáculo. La intensidad de los rojos y naranjas se multiplica a cada minuto que pasa. Cuando cae la noche, el show continúa con uno de los cielos más estrellados del mundo.
La meta es el mar
Este viaje atravesando Jordania de norte a sur llega a su fin en Áqaba, una bulliciosa ciudad que se abraza a sus 26 kilómetros de costa, que son el único balcón del país al mar Rojo. Sus aguas repletas de arrecifes de coral y vida marina la convierten en unos de los mejores destinos de buceo. En la marina de Tala Bay es posible sumergirse desde la playa y bucear a escasos metros de la orilla. Junto a mí, dos mujeres jordanas con traje de neopreno, bombona y hiyab cubriendo su pelo toman un curso de buceo. Quince minutos después de su primera inmersión con el instructor, una de las chicas aparece lívida tras un encuentro con una manta raya. Lo que resulta aterrador para un principiante sería un premio gordo para cualquier buceador.
Otros premios esperan a tan solo una hora en barco de la costa. En el fondo marino, a 25 metros de profundidad, descansa la imponente carcasa de un Airbus A330. Las diminutas siluetas de los buceadores proporcionan la escala frente a las gigantescas dimensiones de la aeronave. El avión, hundido a propósito para crear un arrecife artificial y como reclamo para los amantes del buceo, es tan solo uno de los espectaculares encuentros submarinos que incluyen tanques, un helicóptero y un barco de guerra.
En el país que lo tiene todo, las sorpresas aparecen hasta en el fondo del mar.
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