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Isla de Sal: playas doradas y ritmo en las venas en Cabo Verde

Nacida a golpe de mestizaje, la isla más visitada del país africano tiene un toque europeo y caribeño. Aquí la vida discurre de manera sencilla entre la extraña belleza de su paisaje volcánico

Isla de sal Cabo Verde
Vista aérea del hotel Odjo d'Agua en Santa Maria, en isla de Sal (Cabo Verde).Cristina Candel

Basta acercarse a media mañana al muelle de Santa María para contemplar el trasiego de los barcos. Han salido al alba para faenar y ahora regresan sobre un mar apenas encrespado, que deja filtrar bajo el sol sus mil tonalidades de azul. Ahí mismo, encima de las tablas raídas, los pescadores vierten sus mercancías, y entonces se improvisa un bullicioso mercado, un choque de cubos cargados de garopas que dan sus últimos coletazos, un griterío de mujeres que porfían con los vendedores hasta, al fin, acordar un precio para llevarse a casa el producto fresco en cestos sobre la cabeza.

Santa María es la ciudad más poblada de isla de Sal, una de las 10 piezas que componen el puzle de Cabo Verde, el archipiélago que flota perdido en un pliegue del Atlántico, a unos 600 kilómetros de Senegal. Un extraño territorio, nacido a golpe de mestizaje, que se perfila como una mezcolanza de lugares del mundo. A veces tiene un toque europeo, como bien atestigua su pasado portugués; otras, remite a los colores del Caribe, como se aprecia en sus pueblos y playas. Pero su ritmo, su aroma y su sabor destilan un exotismo irremediablemente africano.

En este país, que alcanzó la independencia en julio de 1975 y que hoy se jacta de mantener una de las democracias más estables del continente, la vida discurre de manera sencilla, sin las alharacas del progreso. “Por algo No stress es nuestro lema, que está presente hasta en la camiseta oficial de fútbol”, cuenta divertido Nelson Fortes, un joven guía local. Aunque la otra cara de la moneda es que la precariedad ha obligado a emigrar a casi la mitad de la población. “La economía comienza a sostenerse con los exiguos ingresos del turismo, pero todo debe ser importado”, recuerda Fortes. Todo, excepto esa pesca libre y sin control, en la que el precio fluctúa según el tú a tú, como se comprueba en el muelle.

El puerto de la población de Santa María, en isla de Sal (Cabo Verde).
El puerto de la población de Santa María, en isla de Sal (Cabo Verde).Cristina Candel

Isla de Sal no hace honor al nombre de Cabo Verde, un país en el que cada una de sus islas, como sucede con las Canarias, tiene su propia identidad. Aquí no crece la hierba, como sí lo hace en Santiago, donde está Praia, la capital, o en la muy frondosa Santo Antão, donde descansa la exuberante Ribeira da Torre y el valle tropical de Paul. En Sal todo es árido y marrón, enigmático y austero. Hay, sin embargo, una extraña belleza en su paisaje volcánico, que esconde lugares realmente asombrosos como el Olho Azul, una gruta de 18 metros de profundidad formada por la erosión del mar, en la que los rayos de sol reverberan sobre la oquedad devolviendo a los ojos un turquesa eléctrico. O como las salinas de Pedra de Lume —a las que se debe el nombre de la isla—, que se formaron en lo que fuera un cráter donde se fue filtrando el agua del mar. Hoy los turistas acuden aquí para bañarse y, como si se tratara del mar Muerto, flotar sin ningún esfuerzo debido a la alta salinidad.

Vista de las salinas de Pedra Lume, en isla de Sal.
Vista de las salinas de Pedra Lume, en isla de Sal.Cristina Candel

También Sal está plagada de arenales interminables azotados por el viento. Algunos como Ponta Preta son propicios para la práctica de kitesurf, el deporte que ha alumbrado a Mitu Monteiro como campeón mundial caboverdiano. Estas playas, junto a otras menos agitadas y más aptas para el baño, son las que han convertido esta isla en la más turística del archipiélago, con el principal aeropuerto internacional y la mayoría de los complejos hoteleros.

Pero, afortunadamente, nada ha acabado con su esencia. Se mantienen las casas de una sola planta pintadas de colores vivos; las tabernas a las que los lugareños acuden a tomar grog, un aguardiente de caña de azúcar para el que siempre hay una excusa; los modestos restaurantes en los que se sirve la cachupa, el plato nacional, que es una especie de estofado, cocinado durante horas, con maíz, frijoles, pimiento, ñame, batata y pescado (aunque en épocas boyantes se elabora con carne).

Un mural del artista plástico Randy Pinto en la población de Santa María (isla de Sal).
Un mural del artista plástico Randy Pinto en la población de Santa María (isla de Sal).Cristina Candel

Y siempre, con la voz de Cesária Évora como eterna banda sonora. Natural de la isla de San Vicente, la llamada “reina de los pies desnudos” fue la que puso en el mapa a Cabo Verde, desde donde llevó al mundo entero la melancolía de la morna, práctica musical reconocida por la Unesco desde 2019. “Este género, nacido en el archipiélago, canta a la tristeza del exilio y al anhelo del regreso en un país donde la música se lleva en el ADN”, explica Lito Coolio, guitarrista y cantante, minutos antes de iniciar un concierto en un garito de Santa María. “Pero también tenemos ritmos más festivos, como el funaná o la coladeira, para bailar solos o apretadiños”, añade. Toda esta música ha impregnado los murales que colorean las calles al más puro estilo africano y que son obra de Randy Pinto, un artista que reproduce los retratos de los grandes intérpretes de estas islas: Cesária Évora, por supuesto, pero también Tito Paris, Ildo Lobo y Adriano Gonçalves, más conocido como Bana.

Pero, más que a pasear por las diferentes ciudades (Santa María, Espargos o Palmeira), a isla de Sal se viene a vivir intrépidas aventuras, como la de lanzarse por una vertiginosa tirolina en el parque Zipline Serra Negra o la de recorrer en boogie las dunas del desierto o la de hacer esnórquel entre miles de peces. En Shark Bay incluso se puede ver en la misma orilla a pequeños tiburones cruzándose entre los pies.

Varios bañistas junto al puerto de Santa María.
Varios bañistas junto al puerto de Santa María.Cristina Candel

Si la visita coincide con los meses de verano, hay que esperar a que caiga la noche para entregarse a la actividad más hermosa: la de asistir al desove de las tortugas. Porque muchos no lo saben, pero Cabo Verde tiene el honor de ser el principal punto mundial donde la caretta caretta, más conocida como tortuga boba, viene a poner sus huevos. Para hacerse una idea: solo en esta isla hay más ejemplares que en todo el Mediterráneo. Con el objetivo de proteger a la especie que, en su tierno comportamiento reproductivo, regresa siempre a la playa donde nació, existe Project Biodiversity, una ONG que lucha para evitar sus amenazas: la destrucción del hábitat, la pesca no selectiva o la contaminación marina. “Hasta 150.000 nidos se han llegado a contabilizar en un año”, explica su director, Albert Taxonera, un biólogo catalán comprometido con hacer de Cabo Verde “un mundo donde el ser humano y la naturaleza puedan prosperar juntos”.

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