Senegal: de un paseo entre leones a sus vibrantes puertos pesqueros
El país africano cambia su escaparate turístico y más allá de su herencia cultural abre un nuevo enfoque centrado en naturaleza y ocio. Un viaje con paradas imprescindibles en las reservas naturales de Bandia y Fathala, las playas de Saly Portudal, el delta del río Saloum, Dakar y la isla de Gorea
Senegal ha presumido siempre de ser el país más seguro de África para los turistas. Desde su independencia, en 1960, y hasta 1980 su presidente fue Léopold Sédar Senghor, poeta y miembro inmortal de la Academia Francesa. La influencia de Francia y su cultura iba más allá de la lengua o la arquitectura colonial; el célebre Rally París-Dakar, cualquiera que sea su escenario real, sigue uniendo a ambas capitales en un trazo virtual difícil de borrar del imaginario. Pero es momento de cambiar el chip. Senegal ya no mira tanto al pasado, sino al presente. Quiere competir con otros países africanos de sólido atractivo para los turistas, como pudo verse en el despliegue multinacional de la última feria Fitur, celebrada en enero en Madrid. Y para ello, sin renunciar al activo de la seguridad, traslada el acento a las tendencias de los nuevos tiempos: ecoturismo, naturaleza y aire libre, paisaje, aventura, safaris, turismo interactivo y familiar. Y un estándar de confort, incluso de lujo, en los destinos de playa más apetecidos.
La región más favorecida por este nuevo enfoque —hay que tener en cuenta que el país es grande, más de un tercio del territorio español— es la que llaman La Petite Côte, justo al sur de Dakar: la fachada litoral hasta el delta donde confluyen los ríos Siné y Saloum. Allí se encuentran las reservas naturales de Bandia y Fathala. La primera está bien dotada para excursiones, se puede comer al aire libre un plato de thiof (mero con arroz) o brochetas de antílope, rodeado de cocodrilos, aves escandalosas y una plaga de monos desvergonzados que a nada que uno se descuide le quitan la fruta de la mano antes de llegar a la boca. Casi enfrente, Fathala es un parque de 6.000 hectáreas donde se organizan safaris para avistar búfalos, rinocerontes, jirafas, antílopes, cebras, impalas… más de 20 especies salvajes, por no mencionar aves, reptiles o insectos. Pero la experiencia más excitante, sin duda, es la de poder pasear entre leones. En muy pocos lugares del mundo es esto posible (Zimbabue, Mauricio, Sudáfrica). Un grupo reducido de visitantes, aleccionados y guiados por un guarda, camina entre leones y leonas con nombre propio, que se han criado en el parque y que permiten impávidos que el turista se haga fotografías rozándoles el lomo. Por supuesto, hay ecologistas que lo denuncian, pero la cosa tiene sus matices. Y el subidón de adrenalina puede con muchos prejuicios.
Safaris aparte, la gran apuesta turística del país tiene un nombre: Saly Portudal. Es un destino de playa que combina el exotismo africano con el clima intertropical de altas temperaturas durante todo el año, siempre rondando los 30 grados centígrados. Saly ha experimentado un cambio formidable. No tanto el poblado en sí, los mercadillos y el gentío abigarrado, pero sí la eclosión de magníficos hoteles y resorts de playa, y una red de servicios que incluye agencias, alquiler de coches, karts o bicis, deportes y aventuras… Como la llamada Accro Baobab Adventure: acrobacias, tirolinas y locuras aéreas sobre la copa de imponentes baobabs —los árboles que aterraban al Principito, porque, al crecer sus raíces, podían hacer estallar su pequeño planeta; Saint-Exupéry, autor de El Principito, hacía escala con su avión de la Aeropostal en la ciudad de Saint Louis, al norte del país—. Otra excursión posible desde Saly conduce a La Somone y su laguna, con la Isla de los Pelícanos, refugio de estas aves, y otros islotes donde es posible nadar, hacer paddle surf o piragüismo, comer y pasar el día.
Viajando hacia el sur se alcanza una de las experiencias ecoturistas más aconsejables, en el delta del río Saloum, patrimonio mundial de la Unesco desde 2011. Buena parte de ese territorio está declarada parque nacional. La base de operaciones es el poblado de Toubakouta, donde existe un magnífico resort de cabañas africanas muy confortables, y un cierto aire caribeño. Desde su embarcadero se puede llegar en cayuco a la Isla de las Conchas, así llamada por los túmulos funerarios hechos con restos de valvas, reducidas a brillante arena; y navegar entre manglares para ver acostarse bandadas de garzas, cigüeñas, cormoranes, peleando escandalosos por su árbol favorito.
De regreso a Dakar, la capital, es obligado hacer un alto en el pueblo natal de Sédar Senghor, Joal, para visitar su laguna somera y la isla de Fadiouth, con un cementerio común de musulmanes, cristianos y animistas —la muerte no admite distingos—. En los bordes de la laguna mojan sus patas graneros de mijo y viviendas palustres, que atraen un considerable trasiego de cámaras al poblado, con cierta sobredosis de artesanía tradicional. La Taverne du Pêcheur y sus thiof de pescado son buen preludio para la sobremesa que nos aguarda. Porque lo más excitante es acercarse al puerto por la tarde, cuando una febril agitación acompaña a la llegada de cayucos y su botín de pesca. Carritos tirados por caballos esperan la carga en la playa, metidos en el agua, entre una multitud abigarrada de porteadores y tratantes, mientras mujeres vestidas con boubous y pañuelos de brillantes colores disponen en cestas el pescado; mujeres impolutas, altivas como princesas (”femme nue, femme noire / vêtue de ta couleur qui est vie”, les cantó su paisano Seghor). Solo en Saint Louis o Dakar es posible asistir a semejante estallido de vida y color.
Dakar también se reinventa. Tanto como que a unos 30 kilómetros del núcleo urbano actual, se está levantando un nuevo Dakar, partiendo de cero, sobre terrenos yermos. Pero incluso en el casco antiguo, han brotado —gracias a capital chino, que está desplazando a la influencia francesa— novedades tan necesarias como el flamante Museo de las Civilizaciones Negras o, justo enfrente, un moderno Teatro y Centro Cultural. La polaridad entre tradición y modernidad se refleja incluso en lo gastronómico: frente a los platos tradicionales de un clásico como La Calebasse, arropados por música en vivo y una galería de máscaras y arte africano, está la oferta espléndida, en bufé o a la carta, del lujoso hotel King Fahd Palace, asomado a un mar lujurioso.
En el puerto de pescadores de Dakar tiene lugar, al caer la tarde, una llegada de cayucos y venta de pescado similar en colorido a la de Joal. Más tarde, ya anocheciendo, en la vecina playa de Yoff, tiene lugar otro espectáculo que no hay que perderse: el entrenamiento de jóvenes profesionales o aspirantes de lucha senegalesa. Campeones o alevines pugnan semidesnudos y descalzos sobre la arena, jaleados por tambores atronadores. El ritual comienza con danzas grupales, luego cada luchador trata de derribar mediante llave o treta al adversario. Es un deporte muy popular en todo el país y los premios, dentro de un campeonato, pueden ser millonarios (en euros).
El puerto comercial está en la parte opuesta de la península sobre la cual se asienta la ciudad. De sus muelles parten de continuo ferris que llevan en menos de media hora a la isla de Gorea, “la isla de los esclavos”. Y es que desde allí salían hacia América barcos cargados de cautivos. La Casa de los Esclavos, con su siniestro embarcadero, se conserva tal cual y también ha sido declarada por la Unesco patrimonio mundial. La pequeña isla, con sus fachadas ocres, sus tejas rojizas y ambiente colorista, es lo más visitado de Dakar. Y una de esas burbujas privilegiadas para el reposo, la reflexión y el asombro.
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