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Por la Angola turística: de la capital Luanda a las cataratas de Kalandula

El país africano ha retirado los trámites más arduos del visado y ofrece lugares huérfanos de visitantes extranjeros, con miles de kilómetros de costa, un desierto con oasis y espacios para la memoria

Angola

Si África narrara su historia a través del subsuelo, hablaría del alumbramiento de la humanidad, de la incubación de los recursos que han configurado sus fronteras o de los bienes tangentes para empresas extranjeras. En el caso de Angola, este estrato mostraría la riqueza del petróleo, de los diamantes o del oro. Pero yendo a la parte superior, la opulencia oscura de este país se transformaría en un paisaje diáfano, de amplios horizontes y tierras luminosas. A lo largo de la superficie se podrían contemplar kilómetros y kilómetros de litoral sin barreras de un desierto rocoso con paraísos remotos o de formaciones montañosas con un perfil de jíbaro bañado en mostaza. También se podría cabalgar durante horas a través de campos de arbustos escoltados por todo tipo de baobabs.

Durante el viaje por esta nación africana se interrumpirá el camino por el paso de niños conduciendo una circunferencia de alambre; en puestos de comida donde las sartenes burbujean guisos de carne o de verdura, bloques de arroz blanco o el funge, un puré de harina de maíz y agua que se sirve a golpe de cazo; o con el saludo amable y sonriente de diferentes miembros de tribus ancestrales, de campesinos atareados o de niñas soportando el peso de un peinado cargado de abalorios. Eso sí, en Angola, con una historia marcada por la guerra civil y el blindaje de sus fronteras, los souvenirs escasean. Es más fácil recopilar casquillos de bala calcinados y cubiertos de óxido que un imán de nevera. Aun así, el país está haciendo esfuerzos por mejorar ese escollo turístico: ya hay algunos carteles de sus atractivos más destacados, guías que acompañan a los viajeros por los senderos y agencias locales que ofrecen información al extranjero.

Y es algo reciente: hasta octubre de 2023, Angola contaba con un enmarañado sistema de visados, que desapareció a favor de un simple sello en el pasaporte a la entrada por tierra o aire. Según la embajada en España, el Gobierno espera que la industria del turismo contribuya, próximamente, con el 3% en el Producto Interior Bruto (PIB). Hasta el momento, el sector representa menos del 1%. Los datos oficiales, según lo recogido en octubre por el diario Expansão, hablan de más de 100.000 visitantes durante los primeros seis meses de 2025, un 32,3% más que en el ejercicio anterior. Y desde el Gobierno se habla de alcanzar los dos millones anuales dentro de pocos años.

Quizás esa ausencia de turismo, esa cándida hospitalidad y ese mundo por explorar lo hacen más sugerente: desde luego, esta apertura lo pone en el punto de mira de los destinos en la franja occidental del continente africano, con permiso de las vecinas Namibia y Botsuana. Su enorme extensión, como dos veces y media la península Ibérica, propone distintos tipos de experiencias tanto en Luanda, la capital, como en la costa o en las maravillas naturales del interior. Teniendo en cuenta que, como repiten a menudo en sus calles, “en Angola todo es posible con tiempo… ¡o con dinero!”.

Empezamos por Luanda. Urbe de nueve millones de habitantes, el océano define su distribución: con un importante puerto al norte y el perfil de chimeneas petroleras expulsando humo, la avenida principal es la Marginal. Corre a lo largo de la costa y atesora algunos edificios coloniales, ajados por el tiempo y la desgana, que se entremezclan con las musseques o favelas. En lo alto se observa la fortaleza de São Miguel, construida a lo largo del siglo XVIII con una finalidad defensiva. Más tarde desempeñó diferentes roles y hoy atesora el Museo Nacional de la Historia Militar.

Luanda también esconde algunos rincones culturales, como el Museo Nacional de Antropología; el Palacio de Hierro, del siglo XIX y atribuido a Gustave Eiffel; o una de las salas reservadas para pintura en el memorial de Agostinho Neto, primer presidente de la Angola independiente y considerado una figura esencial: a lo largo del país no solo se verá su nombre en plazas o bulevares, sino en casi cualquier elemento especial, acompañado de algún busto u obelisco.

Luanda es también un buen lugar para ir a tomar algo por los restaurantes y bares de la Ilha do Cabo, una lengua de tierra unida a la ciudad. Allí se ubican los locales más elitistas, aunque la fiesta también se traslada a algunos espacios céntricos, donde prima la kizomba, un baile convertido en patrimonio cultural de la nación. Por la noche, esta metrópoli se puebla de calles “con una constelación de bombillas tartamudas”, como escribía el portugués António Lobo Antunes. Despedirse de Luanda es dejar atrás una ciudad herida espiritualmente por la contienda, que duró casi 30 años (de 1975 a 2002) y que el periodista Ryszard Kapuściński retrató magistralmente en Un día más con vida desde el hotel Tivoli, aún existente pero modernizado con un casino chillón y sin los carismáticos dueños de entonces.

Saliendo al sur hacia Cabo Ledo merece la pena una parada en el Museo de la Esclavitud. Este inmueble, levantado en el Cabo do Morro, en lo que fue la capilla de un traficante, servía de transbordo a hombres y mujeres vendidos como mano de obra para propietarios despiadados. Se pueden ver algunos dibujos y piezas de aquella época —como los grilletes utilizados para amarrarlos o una pila bautismal para imponer la fe— y conocer datos escalofriantes de ese trasvase. Por ejemplo, que alrededor de dos millones de angoleños fueron enviados al llamado Nuevo Mundo desde el siglo XV hasta el XIX, hacinados en los denominados barcos negreros. Si preguntas en estos días, los guías te dirán que esta explotación no ha terminado: basta con ver a las internas domésticas.

Unos kilómetros al sur se encuentra el mirador de la Luna. Allí se otean unas ondulaciones rocosas esculpidas por el viento y el agua, como garras que van hacia el mar y cuyos colores oscilan desde lo blanco a lo rosáceo. Y el parque natural de Kissama, el más próximo a la ciudad (y más visitado), donde aún queda algún ejemplar de jirafa y donde lo más fácil de ver son los monos en busca de comida que merodean por la entrada. Se completaría con una parada en la mencionada Cabo Ledo, meca del surf por sus olas, su playa y los resorts de la zona.

Siguiendo ese litoral hacia uno de los puntos más meridionales, se atravesarán los pueblos costeros de Porto Amboim, Sumbe o Benguela —sin más atractivo que su salida al mar— y Lobito, más excepcional debido a su historia y devenir: fue uno de los puertos más importantes durante la colonización portuguesa y aún mantiene ese encanto de las casas de la restinga o península, además de un museo antropológico interesante y el barco Zaire, utilizado para transportar al expresidente José Eduardo dos Santos a la República Democrática del Congo para unirse al grupo guerrillero del que germinó el Movimiento Popular de la Liberación de Angola (MPLA).

Una de las joyas del viaje es Namibe. Aquí no solo se puede comer un cangrejo típico frente al mar, sino que se tiene acceso a un desierto de arena y a un oasis compuesto por palmeras y piedras erosionadas en forma de vértebras. Hay otra zona donde enormes bloques rojos parecen caídos del cielo en medio de la planicie. En el suelo de este paraje inhóspito se observa, a cuentagotas y con apariencia de una mustia raíz, la Welwitschia mirabilis, una planta endémica que se considera inmortal: se calcula que puede vivir miles de años. Esa particularidad la convierte en un símbolo en el país.

La subida en zigzag hacia el interior se debe al espectacular paso de la Serra de Leba. Esta cordillera se yergue en vertical con rocas moteadas por el ocre o el naranja y con una perspectiva de la inmensidad registrada a lo largo de las decenas de curvas hasta superar el desnivel. Después se llega a Lubango, una ciudad trazada en horizontal, con un Cristo Rey saludando en la cara norte (con muescas de bala de la guerra en partes de su cuerpo de mármol, según algunas versiones) y con un cementerio escondido de tumbas boer (afrikáners de origen germano-holandés que cruzaron las fronteras de Sudáfrica, su país original, para dedicarse al cultivo de la tierra, acaparando grandes haciendas).

Desde Lubango no podrá obviarse Tundavala, una hendidura escarpada a 2.200 metros de altitud sobre la meseta de Humpata por donde se puede pasear y ver a los pocos himba que habitan en el país (el Gobierno los cifra entre 20.000 y 50.000). Esta tribu se caracteriza por su pelo untado en una arcilla granate que tapiza las trenzas brillantes y aceitosas. Hacia el norte se atraviesa Huambo, donde lo más curioso es la plaza Agostinho Neto y una colección de fotos históricas de la biblioteca, o Waku Kungo, con un paisaje de rocas azabache y jalonado por ríos donde ver a los más jóvenes bañándose y a enormes grupos de mujeres lavando cubos de ropa fosforita.

Y para el final, nada mejor que Kalandula. Estas cataratas son la guinda del pastel. Con una altura de unos 100 metros y una anchura en forma de herradura de unos 400, se sitúan en el ranking continental como las segundas más importantes, por detrás de las Victoria. Rodeadas por vegetación, con un sendero que permite incrustarse casi a sus pies y con momentos en los que la potencia del agua alcanza por ráfagas el cuerpo en bandadas de gotas, es el broche perfecto en un país donde no importa la escasez de agasajos inútiles: lo que permanece es el recuerdo, el verdadero, no el que te venden. Y en Angola está en la superficie, no debajo, aunque haya quienes solo se hayan asomado a sus grietas.

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