Antonio Palacios, el arquitecto que dibujó Madrid
El Círculo de Bellas Artes, el Palacio de Telecomunicaciones, el Edificio de las Cariátides, el metro… Una ruta para admirar la visión de uno de los maestros de la arquitectura del siglo XX
Algunas ciudades comparten la arbitraria cualidad de convertirse durante unos años en el escenario de un estallido de talento que, además de modificar la urbe, altera el mundo: las artes, la literatura, la pintura, la música y la ciencia. Ese salto lo protagoniza un grupo de jóvenes, en general amigos entre sí, cuya energía renovadora tiene la capacidad de transformar la manera de mirar de la sociedad. Transcurrido un tiempo, cuando ellos se van o desaparecen también como por ensalmo, el vigor empieza a diluirse y la ciudad regresa a la misma monotonía creativa previa a la eclosión. Aunque los historiadores suelen tener argumentos que explican los motivos de cada una de estas prodigiosas casualidades, resultan imposibles de planear y tampoco parece fácil descifrar el aire aleatorio que las distingue. Bien mirado, pudo haber ocurrido en otro lugar o un siglo antes o después. ¿Por qué, si no, coincidieron en Florencia todos los grandes intérpretes del primer Renacimiento? ¿Por qué no en Milán o 100 años después? ¿O en Viena, a principios del siglo XX, los padres de la filosofía, de la música, la literatura o de la ciencia de nuestra época?
Hay otro rasgo común en esos momentos de plenitud, algo decisivo para conformar su personalidad. Un arquitecto, un constructor, un urbanista, cuya obra se identificará en el futuro con la imagen misma de la ciudad. Christopher Wren en Londres, Robert Moses en Nueva York, Gian Lorenzo Bernini y Francesco Borromini en la Roma barroca, Georges-Eugène Haussmann en el París de fin de siècle o Antonio Palacios en el Madrid de principios del XX. El diseño, la mirada, las maneras de estos creadores están tan entrelazados con las trazas de su urbe que han terminado por definir su carácter, por convertirse en las señas de su identidad. Al menos hasta mediados del siglo pasado, cuando las capitales del mundo optaron por el mismo modelo uniforme e hicieron desaparecer su singularidad.
No ha pasado en todas. Entre las españolas, siempre hubo ciudades con mejor apariencia y mayor patrimonio arquitectónico, pero este fenómeno solo le ha ocurrido a Madrid. Dos veces. La primera, a partir de los últimos años del XV, abriendo el llamado Siglo de Oro. Casi una incongruencia para una villa humilde en comparación con Sevilla, Valladolid o Barcelona, que pasaba de caserío sin población ni señales visibles de su posición política a convertirse en capital casual de todas las Españas. Y además con un rasgo que no comparten sus semejantes y que, por cierto, tampoco ocurrirá en la segunda ocasión. Que los protagonistas del estallido cultural sean naturales del lugar. Los tres grandes autores —Miguel de Cervantes, Lope de Vega y Quevedo—, contra toda lógica, madrileños de cuna. Junto a ellos, una conjunción inigualable de artistas, compartiendo calles y tabernas; gentes como Calderón de la Barca, cuyo sueño de vida inundó el gran teatro del mundo, o Velázquez, quien podría seguir percibiendo derechos de autor por haber patentado las tonalidades del cielo local. Y un arquitecto, quizás menor, Juan Gómez de Mora, capaz, sin embargo, de individualizar a la villa con una imagen arquitectónica propia, inconfundible, en lo civil y en lo religioso. Grandes edificios de ladrillo rojizo rematados con torres cubiertas de chapiteles de pizarra. Veletas, pináculos y tejados de color ceniza sobre portadas de piedra dispuestas al modo de los retablos. Ya no lo vemos, pero fue el sello de Madrid durante 300 años.
Hubo otros sellos, es cuestión de recordar. Por ejemplo, durante 40 años del siglo XX se impuso un tono infame de gris pálido, desde el lúgubre granito de las iglesias y los edificios oficiales hasta los uniformes de los guardias, los trajes de los funcionarios y las mesas metálicas de las oficinas. El color de la estrechez, los cielos cubiertos, el humo de los coches y los telediarios.
Pero antes del nublado gris, Madrid contuvo la respiración con su segundo momento mágico. Ocurrió durante los años entre la pérdida de las últimas colonias de América y la Guerra Civil, entre la generación del 98 y los epígonos de la del 27, con Hemingway, Malraux y Neruda viviendo en los alrededores de la Gran Vía. Si hubiera que elegir una instantánea para ilustrar los componentes de esta segunda concentración de talento, bastaría con la imagen de una residencia de estudiantes donde coincidieron tres amigos que iban a marcar la cultura universal del siglo XX: Luis Buñuel en el cine, Salvador Dalí desde la pintura y Federico García Lorca en la poesía. Parece inventado, pero solo fue casual.
Junto a ellos, el arquitecto Antonio Palacios (1874-1945), alguien tan decisivo para Madrid como lo fue Gaudí para Barcelona. Y si no tan brillante, con edificios más significativos para la capital, empezando por la catedral laica de piedra blanca que hoy alberga el Ayuntamiento, Nuestra Señora de las Comunicaciones, tal y como fue bautizada por la población desde el primer día. Levantado entre 1904 y 1919, Palacios proyectó el que hoy es uno de los inmuebles emblemáticos de la arquitectura madrileña moderna, declarado bien de interés cultural. Enfrente, en suave ascenso por la calle de Alcalá, cerrando el otro lado de la plaza de Cibeles, se impone el perfil del antiguo Banco del Río de la Plata, el Edificio de las Cariátides y las inmensas columnas jónicas que alberga la sede actual del Instituto Cervantes. Y luego, en ligero zigzag, otras dos obras más de Palacios: la apoteosis del Círculo de Bellas Artes y otro antiguo banco, el Mercantil, construido entre 1933 y 1945 y último proyecto madrileño del arquitecto (actualmente, una consejería autonómica).
Un icono en la calle Alcalá
Detengámonos en el Círculo, como es conocido el edificio que sintetiza la arquitectura de Palacios. Construido con fines estrictamente lúdicos y culturales por una sociedad privada que el día de su inauguración, en noviembre de 1926, contaba con 5.000 miembros, fue diseñado como un contenedor escenográfico, empezando por su ubicación, la confluencia de dos arterias centrales: Alcalá y la Gran Vía. Después, por sus espacios, sumando los principales —los destinados a las artes, a las exposiciones y conferencias, la biblioteca, el cine o el teatro— con los secundarios: piscina, billares, barbería, sala de esgrima, de pintura con modelo, de retransmisiones radiofónicas. Y en la Sala de Columnas, entre fiestas de gala, dos bailes míticos cada año, el de máscaras y el de Reyes.
De modo que, inevitablemente, la arquitectura también abrazaría el eclecticismo, sintetizando las dos personalidades de Palacios, el artista —el arquitecto— y el constructor —el maestro de obras—, y su interés por la composición barroca de Madrid. En la fachada, grandes ventanales de corte racionalista. Al interior, salones de columnas, con mármoles, espejos, frisos, estucados. En la azotea, junto a una estatua de bronce de seis metros de alto de la diosa Minerva, el estudio del mismo arquitecto. Y en la planta baja, la legendaria pecera del Círculo, donde tantos estudiantes han trasnochado, con su columna, a la que García Lorca, bajo el seudónimo de Isidoro Capdepón, dedicó un soneto por la “admirable propiedad” de sostener toda la estructura: “¡Oh, qué bello edificio! ¡Qué portento! / ¡Qué grandeza! ¡Qué estilo! ¡Qué armonía!”. Unos años después, en 1934, Valle Inclán, socio del Círculo, proponía su demolición como gesto revolucionario frente a la nueva arquitectura funcionalista: “Es una vergüenza. Hay que derribar inmediatamente ese Círculo de Bellas Artes, y ese Ministerio de Instrucción Pública, y ese Palacio de Comunicaciones, y medio Madrid… Lo bonito de las revoluciones es lo que tienen de destructor…”.
Un poco más arriba, en el número 15 de la calle de Alcalá, el Casino de Madrid pasa casi inadvertido entre la arquitectura financiera de la vía. En 1903, poco después de terminar sus estudios, Palacios participó en el concurso internacional de arquitectos que había convocado el Casino para construir su nueva y definitiva sede. Se presentó junto a Joaquín Otamendi, y su proyecto fue uno de los seis seleccionados. El edificio actual les debe a Palacios y a Otamendi dos elementos destacados: su fachada asimétrica y la impresionante escalera del Patio de Honor, cuyo diseño fue retocado por López Sallaberry, arquitecto al cargo de la construcción. Subamos a la terraza; tiene un restaurante estupendo donde es posible tomar una copa en compañía de dos inmensas cuadrigas de bronce con cuatro caballos cada una. Hay que asomarse a la calle en descenso y pasar la vista por encima de la vaguada del carro de la diosa Cibeles hasta contemplar en la ladera de la colina de enfrente el telón de fondo de Madrid, la Puerta de Alcalá. Desde aquí es posible calibrar el carácter fronterizo del paseo del Prado uniendo Madriles y también la consistencia simbólica del arquitecto, autor de buena parte de la vista.
Falta el otro emblema capitalino firmado por Palacios: el metro. Lo diseñó entero, del logotipo romboidal en rojo y negro a las marquesinas de hierro y granito de la entrada de las estaciones —incluyendo el templete en recuperación de la Red de San Luis y las aún visibles en las paradas de Noviciado, Cuatro Caminos y Tirso de Molina—, las cocheras o la característica decoración de azulejos blancos cubriendo la curvatura de muros y techos para irradiar luminosidad que hoy solo es visible en Chamberí, la estación superviviente convertida en museo.
El repertorio madrileño de Palacios no acaba; suyo es el expresionista Hospital de Jornaleros de San Francisco de Paula, o Maudes, en Cuatro Caminos (1909-1916); suyos son edificios comerciales y de viviendas de la calles Mayor, Gran Vía, Serrano o Velázquez. Un arquitecto sin cuyas construcciones Madrid nos resultaría inimaginable, pero, como suele ocurrir con algunos artistas de la capital, sin que las autoridades o los vecinos le den mayor importancia.
Es el momento de asomarse a las tabernas del barrio de las Musas (hoy Letras) y tomarse algo a la salud de quienes fueron sus vecinos; de observar el cambio de color en los muros de ladrillo al caer la tarde; de levantar la vista a un piso alto del Madrid de Lope de Vega que dejaba caer versos e inmundicias a gritos, y trasladarse con la mente a un balcón de hierro y piedra de Palacios en el heroico Madrid republicano que no se resignaba a dejarse caer; el momento de sentarse en un velador de alguno de los cafés ilustres que sobreviven, el Gijón por ejemplo, y brindar por Ramón, por Valle, por García Calvo y por los demás, incluyendo a los poetas olvidados de las tertulias y a los constructores de nuestra fisonomía.
A veces, ya saben, por las calles de Madrid sopla el viento encajonado de la indiferencia, el viento de los pueblos fantasmas. Quizá sea el motivo por el que Antonio Palacios sigue sin tener una calle importante en la capital. Lo anunciaba el mismo Federico en el soneto del Círculo: “En Guatemala existe un edificio / de menor importancia en mi concepto, / y no obstante tuvieron el buen juicio / de nombrar general al arquitecto. / Mas en Madrid yo no he encontrado indicio / de que piensen honrar a tu intelecto. / Ya lo sabes, Palacios, ¡gran patricio! / Que a Babilonia antigua has resurrecto”.
Pedro Jesús Fernández es autor de la novela ‘Peón de rey’.
Más obras de Palacios
1. Edificios comerciales y particulares. Buena parte de la arquitectura de Antonio Palacios tuvo destino comercial: grandes almacenes, edificios de oficinas y de viviendas, estas últimas, a menudo, en los ensanches residenciales del barrio de Salamanca y el paseo de la Castellana. El modelo constructivo es similar: cimientos de hormigón, estructuras y soportes metálicos para sustentar las plantas, muchas veces diáfanas, y fachadas que suelen combinar los elementos clásicos; en general, columnas de orden gigante de ladrillo cubiertas con piedra artificial blanca y largos ventanales. En el número 27 de la Gran Vía destaca la Casa Matesanz, y en el 4 de la calle Mayor, la Casa Palazuelo, encargada por el promotor Demetrio Palazuelo, quien también le financió varios edificios de viviendas en la calles de Alcalá, Goya o Velázquez.
2. El metro. Inaugurado en 1919, como arquitecto del metro de Madrid, Palacios fue responsable con Joaquín y Miguel Otamendi de su primera imagen e infraestructura: las paradas de la línea 1, el diseño del acceso a la parada de Sol (derribado en 1934), el templete de ingreso de la Red de San Luis (derribado en 1970) y las cocheras y talleres del metro en Cuatro Caminos. Además proyectó la Central Eléctrica de Pacífico (1923), destinada a contener los motores que proporcionaban suministro eléctrico a la red. En 2008 esta se convirtió en el museo Nave de Motores.
3. Dos hoteles. En 1921 se hizo cargo de la reforma de un edificio de viviendas para transformarlo en el hotel Alfonso XIII, una fachada aún visible en Gran Vía, 34. El que desapareció hace décadas es el hotel Florida. Construido en 1924 por encargo de Velasco Florida en la plaza del Callao, con su fachada de impecable mármol blanco y sus 200 habitaciones con baño, alcanzó gran resonancia por alojar a la mayoría de los escritores, intelectuales y corresponsales que informaron sobre la Guerra Civil. Desde allí escribieron sus crónicas Ernest Hemingway y John Dos Passos, cuyo artículo "Habitación con baño en el hotel Florida", publicado en la revista Esquire en enero de 1938, alcanzó gran resonancia. Fueron muchos los corresponsales que deambularon entre las salas del Florida y las copas del bar Chicote. Desapareció en 1964 para dejar paso al edificio actual, de El Corte Inglés.
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