Malraux, la nostalgia de España
España ocupa un lugar central en la vida y en la obra creativa de André Malraux. Su novela L'Espoir, probablemente su mejor narración, arranca con los combates callejeros de Madrid y Barcelona del 19 de julio de 1936. Su única película, Sierra de Teruel, basada en un episodio de L'Espoir, fue rodada en Barcelona en los últimos meses de la legalidad republicana y constituye, a pesar de la precariedad de medios y del rodaje accidentado, un documento excepcional y un hito de la cinematografía de guerra, anterior a las avalanchas de relatos bélicos que produjo la Segunda Guerra Mundial.
Pero la guerra civil española no fue únicamente un tema literario, sino la experiencia política y personal más importante de la vida de aquel joven de 35 años, galardonado con el Premio Goncourt y ya conocido en todo el mundo, que llegó a Madrid por primera vez en mayo de 1936. Vida y literatura se convirtieron en haz y envés de la experiencia de Malraux durante los tres años de duración de la guerra, subvirtiéndolas a ambas, como suele suceder siempre que se producen colisiones donde se juega el todo por el todo. Tal como han contado sus biógrafos, desde Jean Lacouture -con alguna dosis de piedad- hasta Olivier Todd -con mayor crudeza- sus anteriores novelas (Los conquistadores, La vía real y La condición humana) están mucho más lejos de su experiencia vital de lo que el propio autor pretende, hasta el punto de que buena parte de su supuesta experiencia biográfica es fruto de su imaginación novelesca.
Malraux se comprometió con la República española de una forma como no lo había hecho hasta entonces y como no volvería a hacerlo con ninguna otra causa hasta enamorarse políticamente del general De Gaulle, el único auténtico amor de su vida al decir de la hija del escritor. Organizó y encabezó la escuadrilla aérea España, que actuó durante los primeros meses como ejército aéreo privado al servicio y a las órdenes del Gobierno legal. Nunca pilotó un avión, ni siquiera un coche, y es muy posible que estuviera al cargo de una ametralladora en alguna misión, a falta de mejores profesionales. No fue herido y sólo sufrió contusiones en algún aterrizaje forzoso. Pero fue el patrón de la escuadrilla, que dedicó todas sus energías e influencias a comprar aparatos, recabar fondos, reclutar pilotos, soldados y mecánicos o buscar las complicidades de altos funcionarios franceses, como Jean Moulin, jefe de gabinete del ministro del Aire y futuro héroe y mártir de la Resistencia francesa. Sobre esta actividad versa el único libro que ha aparecido en España coincidiendo con el centenario del escritor.
Malraux llegó a Madrid el
17 de mayo de 1936, como delegado de la Asociación Internacional en Defensa de la Cultura, en un clima en el que ya se respiraba el enfrentamiento civil, y abandonó Barcelona muy pocos días antes de la caída de la capital catalana en manos de las tropas franquistas, en enero de 1939, con el equipo de rodaje de Sierra de Teruel. En la primera etapa de la guerra pasó largos meses en España, en Madrid, en Albacete, en Valencia, con la escuadrilla aérea. Viajó por Estados Unidos durante varias semanas realizando conferencias y recogiendo dinero en favor de la República. Tuvo una participación destacada en el Congreso de Escritores de Valencia. Y finalmente, rodó en Barcelona Sierra de Teruel, con Max Aub como ayudante, una película que se convirtió en elegía republicana en vez del filme de propaganda que le fue encargado.
Nunca más pisó suelo español. Entre otras razones porque murió un año después que Franco, antes de que tomara velocidad la transición a la democracia. La propia España casi desapareció de su obra, aunque Jorge Semprún considera que se trata de una desaparición aparente: 'Ciertamente, la relación casi carnal -metafísica, en consecuencia- que Malraux ha mantenido con España (su guerra, sus hombres, su arte, su locura) no desaparece de su obra después de L'Espoir. Pero se expresa de forma indirecta, mediatizada. A través de los textos sobre Goya, Picasso, por ejemplo...'. Según Semprún, en este texto publicado en 1996 por La Nouvelle Revue Française, hay un 'olvido deliberado' de Malraux en relación a España. Pero lo contrario también parece ser cierto. Hay un olvido español de Malraux. Por parte de la España franquista, naturalmente, en relación a quien la combatió con la pluma y con la acción. Pero hay también un olvido de izquierdas. Para los comunistas es un combatiente de la guerra fría al otro lado de la trinchera, a pesar de sus veleidades juveniles comunistoides. Para anarquistas y trosquistas es un compañero de viaje de Stalin, que no condenó los procesos de Moscú y la persecución del POUM en su momento, y que luego se pasó a las filas de la derecha gaullista. Para el izquierdismo sesentayochista es el ministro de Cultura del general De Gaulle que se manifiesta en los Campos Elíseos contra la revuelta estudiantil y que destituye a Jean-Louis Barrault al frente del teatro del Odeón ocupado. ¿Quién podía interesarse por Malraux en los últimos años del franquismo?
La Barcelona olímpica de
1992, en su evocación de las olimpiadas populares organizadas en 1936 como alternativa a los Juegos Olímpicos del Berlín hitleriano, quiso recordar al amigo de la República que trabajó en sus calles y la adoptó como uno de los escenarios de su mejor novela y de su única película. Dio el nombre de André Malraux a una plaza. Madrid, donde también vivió y combatió, y donde se codeó con los numerosos escritores y periodistas que se desplazaron a la que fue capital del antifascismo, cuenta en cambio, todavía, con una calle dedicada a Carlos Maurras, el líder de Action Française que recibió este pequeño homenaje de Franco cuando fue condenado por colaboracionista a una cadena perpetua que cumplió en su integridad. Y un detalle marginal escasamente apreciado en España. Maurras se distinguió siempre por su antisemitismo. Malraux, cuya primera esposa, Clara Goldschmidt, era una judía alemana, jamás tuvo la menor tentación por una de las peores infecciones ideológicas del siglo XX.
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