Por el cabo de Ajo, un rincón en Cantabria con mucho más que el faro de colores de Okuda
Una senda circular de unos 11 kilómetros muestra las bellezas de la punta más norteña de la comunidad: acantilados, bufones, aves migratorias y un convento del Camino de Santiago

Todos los viernes, sábados y domingos, cientos de personas suben en coche al cabo de Ajo, el más septentrional de Cantabria, y pasean 200 metros justos por un camino obligatorio que lleva entre dos empalizadas hasta el faro pintado por Okuda, se hacen las fotos de rigor para Instagram, observan con los prismáticos del mirador que hay al borde del acantilado la ciudad de Santander —a unos 15 kilómetros— y las cumbres nevadas de los Picos de Europa —¡a 100!—, y se vuelven rápido por donde han venido, que ya va siendo hora de comer y han reservado un tonel en el Carlos III, porque en este restaurante de Ajo, algunas mesas —las más deseadas— están dentro de antiguas cubas de vino.
En Semana Santa y en verano la cosa se pone aún más turística, porque el portón de la finca del faro se abre todos los días y a su vera se instalan una heladería móvil de La Polar, una artesana que hace imanes-faro y una tienda de merchandising okudiano que vende camisetas, tote bags, tazas, marcapáginas… Desde el mirador se ven la misma ciudad y los mismos picos que en invierno, pero sin nieve. Si se pregunta a alguno de los 3.000 visitantes que pasan por esas concurridas fechas por aquí cada día qué es lo que hay en el cabo de Ajo, su primera respuesta será: un faro de colores. Y la segunda: ¡muchísima gente!
Para ver el cabo de una forma más pausada y solitaria, lo ideal es acercarse a Ajo una mañana soleada de principios de primavera y aparcar en el estacionamiento más próximo a la playa de Cuberris, que ahora es una lengua de arena desierta de casi medio kilómetro partida en dos por el arroyo de la Bandera y golpeada sin cesar por unas olas que asustan. En verano, la arena se llena de sombrillas y el agua de tablas de surf, pero las olas siguen siendo importantes y las corrientes, traicioneras. “Cuando no hay olas en otras playas de Cantabria, en Cuberris las hay”: es el mantra surfero de las escuelas locales Ajo Surf School y Ajo Natura.

Sabiendo que en esta época del año no se puede ni remojar los pies sin sufrir una congelación, nos calzaremos bien y nos echaremos a caminar por la calle Rucieras, que nace en la misma playa y permite bordear su orilla rocosa oriental hasta llegar en algo menos de un cuarto de hora al último chalé. Más allá no se puede construir, no porque lo diga la Ley de Costas, sino porque es físicamente imposible plantar una casa sobre las cuchillas afiladas y las profundas grietas que el mar ha labrado en el acantilado calcáreo. Es un paisaje kárstico ruiniforme de manual geológico, una fabulosa Ciudad Encantada al borde del océano, una Atlántida arrasada por algún maremoto donde aún se distinguen los fosos, los puentes, los muros, los templos y las caras monumentales —como en la punta del Rostro— de sus antiguas divinidades. No se puede construir en este laberinto endiablado de roca caliza, pero se puede pasear rastreando los letreros, las marcas de pintura blanca y amarilla y los banderines metálicos blancos del Trail Cabo de Ajo, una carrera popular de 23 kilómetros que se celebra todas las primaveras —este año, el próximo domingo 30 de marzo— y que coincide en parte con el recorrido circular que haremos. El nuestro será de 11 kilómetros y lo podremos hacer en cuatro horas sin acabar derrengados y llenos de barro hasta las cejas.
En una hora o poco más, culebreando arriba y abajo por este dédalo acantilado, nos plantaremos junto al faro de Ajo, que desde 1930 luce en lo más alto del cabo, a 71 metros sobre el fiero Cantábrico, y que en 2020 cambió su blancura original por los cien vivos colores que el artista urbano santanderino Óscar San Miguel Erice, más conocido como Okuda, eligió para pintar sobre él con sus espráis animales autóctonos de la tierruca: un osof, un lobo, un buitre, una cabra... La obra se hizo con fecha de caducidad (28 de agosto de 2028), pero cuesta creer que dentro de cuatro años blanqueen la torre de nuevo, viendo las multitudes que atrae.

Después de mirar y remirar el faro de Ajo y también el de Cabo Mayor, que parpadea a poniente junto a la bahía de Santander, y esas otras señales para navegantes que fueron las cimas blancas de los Picos de Europa, dejaremos atrás a los turistas convencionales y un recto camino de grava para proseguir el nuestro, que continúa salvaje y sinuoso por el filo de los acantilados. En cinco minutos, reconoceremos la faz monstruosa de la punta del Rostro, y en media hora a contar desde el faro —o casi dos desde el inicio—, estaremos alucinando en La Ojerada, dos arcos de roca como dos inmensos ojos azules por los que el mar se ve y, sobre todo, se oye mejor que en ningún otro lugar del cabo, pues al filtrarse las olas por recónditas fisuras de la roca afloran aquí con como horrísonos chorros de ballenas gigantes. Si La Ojerada son dos ojos, estos bufones son sus lágrimas.
En La Ojerada, la costa y el sendero giran hacia el sur, adentrándose en la ría de Ajo, donde las aguas dulces del río Campiazo se funden con las saladas del mar, formando una ensenada que es de buena querencia de aves migratorias como la espátula —al igual que las cercanas marismas de Santoña— y de paddle surfistas que aprovechan la pleamar y las corrientes para deslizarse con sus tablas hasta calitas casi inaccesibles de otro modo o hasta las ruinas del molino de mareas de Castellanos. Para explorar así la ría de Ajo, no hay mejores guías que los de Sup Isla.

Una urbanización situada al borde mismo de la ría, La Sorrozuela, nos obligará a rodearla usando los asideros instalados para avanzar con seguridad por la escarpada orilla. Después bordearemos la ría durante una hora larga, atravesando una auténtica selva de encinas. Y, al ver en la orilla contraria los restos del molino de mareas, nos desviaremos a la derecha, tierra adentro, para conocer el convento de San Ildefonso, que fundó en 1588 Alonso de Camino. Hoy alberga un centro de interpretación del Camino de Santiago, cuya ruta del norte pasa por aquí, y muestra gratuitamente al visitante que lo pide con antelación (942 62 10 42) su claustro clasicista —abandonado, pero muy hermoso— y el mausoleo de su fundador, un noble montañés descendiente de otro francés que peregrinó en el siglo IX a Compostela y al que le gustó tanto la romería jacobea que se estableció en Ajo y cambió su apellido galo por el de Camino.
El jardín que hay delante del convento, alfombrado de hierba y asombrado por plátanos de ramas entrelazadas, es un buen lugar para comer de lo que llevemos en la mochila y para sestear. Si nos consume la inacción, a 400 metros de aquí —siete minutos de paseo digestivo por la calle Socamino—, hay cuatro silos pintados también por Okuda. De vuelta en el convento, no hay ni que consultar el GPS: solo seguir las calles principales (Las Arañadas, Alonso del Camino y avenida de Cuberris) para llegar en una media hora a la playa donde empezamos esta ruta circular.
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