En el faro del Caballo: 763 escalones para llegar al cielo (o al infierno)
Unas escaleras vertiginosas descienden por los acantilados del monte Buciero, cerca de la localidad cántabra de Santoña, hasta este rincón de ensueño. O de pesadilla: luego hay que subirlas, salvo que se regrese en kayak
El faro del Caballo podría estar en la cima del monte Buciero, el coloso de 376 metros que vigila la boca de la bahía de Santoña. Sería el más alto de España: los pescadores lo verían a 50 kilómetros. Pero en vez de eso, está casi al borde del mar, sobre una minúscula repisa rocosa del mismo monte, al pie de unos acantilados que da miedo verlos, a donde se llega tras bajar por una escalera de 763 peldaños, empinadísima y que al mojarse resbala como el hielo. No irá mucha gente allí, ¿no? En invierno, no, desde luego. Pero en verano… En verano, este lugar, que ocupa el resto del año el podio de los faros más inaccesibles y solitarios del mundo, junto con el islandés de Thridrangar y el fueguino de San Juan de Salvamento, se transforma en un superimán de senderistas, navegantes, buceadores, clavadistas e influencers. Hasta tal punto, que este verano el Gobierno de Cantabria y el Ayuntamiento de Santoña, a través de Cantur, han implementado una prueba piloto para controlar el acceso: hasta el 29 de septiembre es necesario realizar una reserva previa online para acceder al espacio natural.
No hay carreteras cerca: solo una senda peatonal, la número 1 del monte Buciero, un antiguo camino por el que los soldados franceses andaban todo el día arriba y abajo, construyendo fuertes, baterías y polvorines, cuando Santoña era la plaza napoleónica más importante del norte de España. No tiene pérdida: está señalizado con marcas de pintura azul y es el que sigue todo quisque desde primera hora de la mañana. Arranca junto al fuerte de San Martín y, después de dejar atrás las últimas casas, se adentra en un espeso encinar cantábrico, cuya sombra se agradece infinito en verano. En media hora de constante y suave subida, el bosque se abre y se descubre allá abajo el Fraile, un peñón calizo que emerge de las aguas esmeraldas, afilado y blanquísimo. Esas vistas, las de la playa de Laredo —al otro lado de la bahía—y las del monte Candina —a naciente— acompañan a los caminantes hasta alcanzar en otra media hora el desvío al faro. Un letrero les advierte de los 763 peldaños que se avecinan, aunque solo hace falta ver la cara congestionada y las varices reventonas de los que acaban de subirlos para comprender que son algo serio.
Media hora más —una y media en total— se tarda en descender por las dichosas escaleras, haciendo frecuentes paradas para ceder el paso a quienes vienen de vuelta, que son multitud, y relajar los cuádriceps, que pronto arden. Un cable de acero, instalado a modo de pasamanos, aminora hoy un vértigo que debió de ser brutal a finales del siglo XIX, cuando los reos del Cuartel del Presidio de Santoña construyeron este pasmoso acceso. Nada disminuye, sin embargo, la impresión que produce descubrir el faro tras rodear un peñasco panzudo, casi al final de las escaleras. En 1863 se encendió y en 1993 fue abandonado, pero sigue luciendo. Tal es el deslumbramiento.
La mayoría vuelve por donde ha venido (y a la mañana siguiente la mayoría no puede ni moverse). Solo unos pocos, los más sabios y previsores, quedan con Josuco Alonso, de Buciero Natura, y regresan a Santoña remando en kayaks. Se tarda igual —una hora y media— y al día siguiente se tienen las mismas agujetas, pero repartidas entre piernas y brazos. Para llegar al agua, aún hay que descender cinco tramos de escaleras angostas, húmedas y atestadas. Por ellas bajan y suben sin parar jóvenes clavadistas que se lanzan al mar desde rampas situadas a buena altura, a pelo o balanceándose con una cuerda que cuelga del acantilado. Imposible no acordarse del videojuego Lemmings.
Una vez en los kayaks, se entiende por qué el faro se llama del Caballo. Esa es la forma que, visto de perfil, desde el mar, presenta el saliente rocoso. Ahí mismo, a dos paladas, está el abrigo de la Asunción, una gruta enorme que el Cantábrico ha horadado en la base de los acantilados y que antaño era usada por los barcos como refugio. Es una cueva imponente, catedralicia, con dos portadas ojivales y una bóveda llena de filigranas calcáreas en la que, según la leyenda, unos marineros de Santoña creyeron ver a la luz de los candiles la imagen de la virgen susodicha, le pidieron socorro y cesó la galerna que los había retenido aquí durante cinco días.
Nada más pasar bajo la peña del Fraile, que ya se vio desde las alturas de la senda peatonal, los kayakistas se detienen para hacer esnórquel con las gafas que Josuco les entrega desde la lancha de apoyo. Villapececitos: así se llama este acuario natural de aguas límpidas y solo cinco metros de profundidad, donde se crían pulpos, sardinas, doradas…, y bocartes que, pescados en primavera, bien salados, sobados a mano y conservados en aceite de oliva, se convierten en las archifamosas anchoas de Santoña. De postre, un avistamiento inesperado: una manada de delfines. La prueba, en un vídeo compartido en Instagram por Buciero Natura.
Dejando a babor el Puntal de Laredo y a estribor el fuerte de San Carlos y, poco más adelante, el de San Martín, los kayakistas entran en la bahía de Santoña, de la que salieron caminando hace unas cuatro horas. Con las últimas paladas, se arriman al Pasaje, el paseo marítimo, donde se alza el monumento a Juan de la Cosa, el navegante y cartógrafo santoñés que viajó siete veces a América, dos de ellas con Cristóbal Colón —quizá tres—, y dibujó su primer mapa. Qué mejor lugar para desembarcar, aunque sea de una nao canija de plástico.
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