El faro del Caballo de Santoña galopa hacia la saturación
El Ayuntamiento de la localidad y el Gobierno de Cantabria impulsan un control de accesos, tras años paralizado, ante la masificación de la ruta
Mismo objetivo, similar sudoración, distinta vestimenta: todos quieren ir al faro del Caballo de Santoña (Cantabria) pero los atuendos varían. Los hay de aspecto deportista, con chavales exhibiendo abdominales, que en verano nunca se sabe dónde se puede ligar. Otros usan calzado Converse o Vans por terrenos inadecuados para la moda. Hay figuras más adultas y rubenescas resollando cuando el sol asoma entre la vegetación. Las vistas a la bahía de Santoña sirven para hacer fotos y, como táctica, para disimular el cansancio. Al fondo, tras un par de horas de paseo, el faro, hermoso destino por su recorrido y goloso para las redes sociales.
Tanto, que la antaño ruta para lugareños se ha masificado, con cientos de visitantes diarios en una zona poco apta para gentíos: al faro se llega tras descender 763 altos escalones de piedra. Luego toca subirlos. La saturación crece tras frustrarse un plan de controlar los accesos con el fin de garantizar la seguridad y la sostenibilidad del ecosistema, o sea, para reducir el número de latas de cerveza y de basura diversa abandonada por los turistas, además de potenciales percances. Ahora, el Gobierno cántabro y el Ayuntamiento de la localidad preparan una prueba de control de accesos hasta el final del verano.
Los residuos afloran entre el rico paisaje por donde reptan las sendas hacia el Caballo. Se ven varias latas de refrescos, papel higiénico entre los matorrales, bolas de aluminio emburruñado y hasta siete envoltorios de preservativos junto a los restos de un fuerte de la guerra de la Independencia. Ese panorama indigna a Carmen Velasco, de 24 años, trabajadora de una empresa de aventura por Santoña. Ella guía a un grupito hasta el faro y desde allí la comitiva volverá en kayak, remando, para disfrutar del mar y ahorrarse la caminata de retorno.
“Con tanta gente es incómodo, hay chavales que no hacen caso a nada o personas de vacaciones que no quieren que les digas lo que tienen que hacer”, lamenta la joven, deseosa de una restricción de accesos para garantizar “un turismo responsable y seguro”. La enumeración de accidentes abruma, con clavículas rotas al saltar al agua desde la base del faro, brechas por caídas, desgracias múltiples sobre articulaciones y toda clase de problemas para los servicios de Emergencias.
Al lugar solo se puede acceder en helicóptero y no andan los recursos públicos como para derrocharlos en viajeros incautos. Además, las peligrosas aspas de la aeronave obligan a decenas de personas a apelotonarse en el tramo final de escaleras mientras el viento les lanza los residuos abandonados por ellas mismas o sus predecesoras. Preguntar a pie de calle por Santoña arroja el posicionamiento unánime hacia un faro desbordado, con hordas de forasteros preguntando en esta villa pesquera por ese faro en desuso desde 1993.
El sindiós de cada verano, agitado por Instagram o Tiktok, hizo que desde hace dos años se intentara impulsar una limitación de 300 visitantes diarios, con reserva previa. La iniciativa quedó varada entre cambios de gobiernos locales y autonómicos: el PSOE dejó el Ayuntamiento de Santoña a Santoñeros y el Partido Regionalista de Cantabria y su socio socialista fueron adelantados por el PP. Los avances se truncaron y, desde entonces, prosigue el descontrol, al que ahora quizá pondrá coto el proyecto de accesos mediante un registro digital.
Velasco pastorea a una familia de gaditanos y a otra de vallisoletanos, atentos a sus explicaciones históricas y renegando de la porquería. El paso de los minutos incrementa las visitas menos madrugadoras y pronto desfilan grupitos de veinteañeros como el liderado por Imanol Ruiz, de Vitoria, como acredita su camiseta del Alavés de fútbol; sus colegas, uno de ellos con barras de pan a la chepa, tampoco escatiman en atuendos futbolísticos.
“Lo sabemos por el boca a boca, tampoco es malo. Si es verdad lo de la basura, le damos dos hostias a alguno”, bromean los chicos. Paquito Fernández, santoñés de 73 años y bastón en ristre, recuerda esa infancia cuando apenas venían los nativos y algún francés montañista. “Los humanos somos terribles, hay mucha guarrería y la gente del pueblo ya no va en verano”, reprocha. Muy cerca, en una pared de piedra, los graffitis cubren un rótulo de La basura no vuelve sola.
La senda prosigue y el calor exprime los poros mientras alguno gruñe por la exigencia. Dos amigas y tres amigos se paran ante un mirador para contemplar el horizonte, abanicándose ellas y ellos jadeando, para admitir que siempre se habla de “la gente” sin considerarse a uno mismo parte del problema: “Bueno, pues a petarlo un poco más”.
Del altavoz portátil acarreado en la mochila escapa, como en otras tantas comitivas, el último grito del reggaetón. En este caso, Nicki Nicole. Detrás avanzan las estadounidenses, de Florida, Katie Ruffino y Allison Baith, de 26 y 32 años. Su acento desconcierta en estos lares, pero se debe a que la madre de una de ellas se casó con un santanderino y tiene casa cerca. “Nos gusta la escalada y saltar al agua, lo enseñaremos en redes sociales, ¿por qué no?”, argumentan las estadounisenses, conscientes también de las repercusiones del turismo masivo.
La familia de la granadina Sensi Sevilla, de 52 años, se ha quedado con ganas de refrescarse, pues no pensaron en el bañador cuando miraron por internet el típico “Qué hacer cerca de Santander” y descubrieron el faro. Han venido a Cantabria, con poco éxito, para quitarse del calor, destaca la mujer, mientras su marido, con la camiseta empapada, resopla para acreditarlo. Su hija, no tan exhausta, da fe. El clan comenta la enorme afluencia en este paraje ya no tan salvaje, verde por la arboleda y azul por el mar. “No me extraña que limiten el acceso, está de basura que da pena, que aquí viene lo más grande. Si hubiera una página para apuntarse con tiempo, lo haríamos encantados y respetaríamos el turno”, asegura.
El trazado conduce gradualmente entre el bosque, donde pueden asomarse cabras o ardillas, hasta el lugar crítico: el inicio de las escaleras, estrechas, donde a veces hay que encoger el estómago para que alguien que suba pueda pasar, o viceversa. Estas fueron construidas como trabajo forzoso por los presos republicanos del cercano penal del Dueso y hoy se desgastan con pies relativamente prudentes y manos aferradas a un cable lateral que sirve para evitar despeñamientos o resbalones.
Allí se ha visto de todo estos años, como una pareja de alemanes auxiliando con barritas energéticas a un muchacho mareado tras el ascenso y tumbado en el suelo. También colas, viralizadas el verano pasado, con decenas de visitantes aguardando para emprender el descenso. Abajo del todo, varias opciones de tirarse al agua. Las hay relativamente civilizadas, como agarrándose a una soga y zambulléndose como Tarzán, o peligrosos puntos desde donde lanzarse con más riesgo que un inocente planchazo. Para subirse de nuevo al peñón, otra cuerda y los mejillones aferrados a la roca ejerciendo como afiladas cuchillas para ascender los 763 escalones con algún rasguño y, a poder ser, guardando la basura generada.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.