La montaña alucinógena
La provincia argentina de Jujuy guarda maravillas geológicas como el Cerro de los Siete Colores o la zigzagueante serranía del Hornocal
El típico paquete vacacional a Argentina suele comprender Buenos Aires, las cataratas del Iguazú y Calafate-Glaciar Perito Moreno. Eso supone perderse una joya, el llamado Norte Argentino. Volemos a la más norteña de las provincias, Jujuy, a 1.500 kilómetros de Buenos Aires, ya muy cerca de los límites con Chile y Bolivia. Desde la capital provincial más alta del país, San Salvador, a 1.259 metros sobre el nivel del mar, empezamos el viaje.
La quebrada
A pocos kilómetros, saliendo por la Ruta 9, nos encontramos con un enclave declarado patrimonio mundial: la Quebrada de Humahuaca. A través de 150 kilómetros, el abrazo de montañas de mil colores, un clima que durante todo el año ronda los 20 grados, la compañía del Río Grande bordeando la ruta y la alegría ocasional de llamas y vicuñas (¡y su finísima lana, la más cara del mundo!) nos adentran en una composición geológica sin igual. Los pueblos de la zona, propios de una pintura naïve, aportan su encanto con sus blancos y ocres, y su barro rojizo característico de la región. Todos con sus capillas católicas, su canchita de fútbol y una bandera argentina ondeando en el cielo. En sus calles se aprecian murales que festejan a la Pachamama (la Madre Tierra), la figura de una mujer amamantando a un niño, en ocasiones envuelta en la insignia multicolor de los pueblos originarios. Allí, los humahuaqueños ofrecen artesanías propias: textiles, instrumentos musicales (sicus, charangos, uñas de cabra usadas para percusión), vasijas de barro en todas sus formas y tamaños, y unos tamales calentitos para degustar (masa de harina de maíz rellena de carne o maíz, envuelta en hojas de mazorca).
Purmamarca
Purmamarca se caracteriza por su arquitectura colonial y sus calles angostas de tierra, su iglesia de 1648 sostenida por maderas de cardón y un cabildo de más de 600 años donde el cacique de los Purmamarcas recibió con un vaso de chicha (bebida alcohólica derivada del maíz) al primer evangelizador castellano. Aquí se encuentra el Cerro de los Siete Colores, icono del Norte Argentino, que resguardada Purmamarca. En él se aprecian diversas capas de minerales (arcilla, piedra caliza, plomo, cobre, hierro, azufre), que ofrecen la variedad de colores: rojos, amarillos, naranjas, grises, verdes, azules, como si la cadena montañosa hubiese sido cortada por el cuchillo de un gigante. Es la historia viva de la combinación de sedimentos de origen lacustre, marino y fluvial, llevados a las alturas por innumerables movimientos tectónicos.
Donde la tierra blanca
“¿Va para las Salinas? Masque coca, amigo”, nos recomienda un lugareño que también nos vende un puñado. La ascensión a los más de 3.400 metros merece esas 10 hojitas legales en un costado de la boca que nos ayudan a no derrumbarnos ante la falta de oxígeno y el apunamiento, como llaman a ese mareo.
En la subida por las rutas de montaña que ascienden como una espiral aparecen sus majestades los cóndores andinos. El ave no marina de mayor envergadura de la Tierra nos escolta con sus vuelos carroñeros de tres metros de amplitud con las alas abiertas. Su aparición paraliza el tiempo.
Capas de minerales brillan en las sierras bajo el sol con sus colores rojos, amarillos, naranjas, verdes y azules
Llegar a las Salinas Grandes, el tercer salar más grande de Sudamérica, es entrar en un paraje imposible, de ensueño. La planicie infinita nos regala una visión que realza cualquier color sobre la blancura de esos 212 kilómetros cuadrados.
Jujuy comparte las salinas con la provincia de Salta (hablando de Salta: no se pierda el parque nacional Los Cardones, a pocos kilómetros de las salinas, una impresionante superficie con la segunda población de cardones del mundo, tras el desierto de Arizona).
El salar, del que ahora se aprovecha la industria regional no solo para consumo y venta sino también para hacer piezas escultóricas, es fruto de una actividad volcánica de millones de años y, en el cuaternario, de la desecación de un ambiente lacustre. Bajo los 30 centímetros de la costra de sal que pisamos, y que soportan hasta la entrada de vehículos pesados, encontramos aguas y unas piletas preparadas para que toquemos el líquido frío. El sol multiplica los brillos y la belleza (y la necesidad de gafas oscuras y protector solar). A lo lejos se ven puntitos sonrientes que saltan sobre la blancura para quedar eternizados en una foto.
Guillermo Roz es autor de la novela Les ruego que me odien (Musa a las 9).
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